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martes, 19 de septiembre de 2023

Capítulo 20


Alice tembló durante todo el trayecto del hospital -con esa habitación con la cama que subía y bajaba, el postre de gelatina roja, la puerta que se abría y cerraba sin cerrojos- al rancho.

Por su mente se sucedieron confusas imágenes de una casa con montones de ventanas en vez de solo una. De un perro que no gruñía ni mordía, de una habitación con bonitas paredes de color rosa y cortinas blancas.

Ruidos lejanos llegaban a sus oídos. Voces que la llamaban: Alice, mi gatita callejera; «¡Deja de ser tan caprichosa! Cómete unos pocos guisantes si quieres helado».

El olor a... caballos y a comida casera. Una bañera llena de burbujas.

Todo ello la asustaba, le aceleraba demasiado el corazón aunque la madre la tuviera cogida de la mano.

Pero más aún, todo iba demasiado deprisa. Todo. El coche que la hermana conducía mientras la abuela... («Abuela, abuela, qué pelo tan bonito. Yo también quiero ser pelirroja», dijo la voz de una niña en su cabeza, y después hubo risas.)

La abuela pelirroja iba sentada delante. Alice iba detrás con la madre, bien agarrada a su mano porque el coche corría mucho, y el mundo no hacía sino cambiar.

Echaba de menos el silencio de su casa, y su calma. Se preguntó si ese solo era uno de sus sueños, los sueños que ocultaba al señor.
 
El señor. ¿Estaría en esa casa? ¿Estaría esperándola, esperando para llevarla de regreso a su silenciosa casa?

Cerrojos, cerrojos en la puerta, la minúscula ventana. Manos ásperas que la golpeaban, el cinturón que estallaba.

Bajó la cabeza y se estremeció.

Cora: Enseguida llegamos, cariño.

La doctora había dicho que era normal ponerse nerviosa, incluso asustarse.

Alice llevaba mucho tiempo sin montar en coche, y todo le parecería nuevo y distinto. Cuando se pusiera demasiado nerviosa y se asustara, podía cerrar los ojos y pensar en algo que la hiciera feliz.

Estar sentada en el porche de su silenciosa casa y contemplar la puesta de sol la hacía feliz. Así que cerró los ojos y lo imaginó. Pero cuando la lisa carretera se llenó de baches, gritó.

Cora: Tranquila. Estamos en la carretera del rancho.

No quería mirar, no quería ver, pero no podía evitarlo. Vio prados y árboles, la nieve derritiéndose al sol. Vacas, no esqueléticas, sino...

«ganado»; recordó la palabra. Grandes, saludables, paciendo entre la nieve derretida. La carretera torcería enseguida, hacia la derecha. ¿Era eso un sueño?

Cuando lo hizo, la respiración se le aceleró. Vio mentalmente a una guapa muchacha -¡oh, guapísima!- con llamativas mechas rojas en el pelo, conduciendo una camioneta y cantando al son de la radio:

**: «I see you driving by just like a Phantom jet.»

Oyó la voz, no solo en su cabeza, sino saliendo de su boca. Dio un respingo, y la madre le apretó la mano con más fuerza.

La hermana la miró por el espejo retrovisor y le cantó:

Anne: «With your arm round some little brunette.»

Se le escapó una risa, breve, extraña, rescatada del olvido. Los prados, el cielo -oh, Dios mío, qué grande era-, las montañas que no parecían las mismas que desde su casita, dejaron de asustarla tanto en cuanto cantó el verso siguiente. En cuanto la hermana cantó el de después.

Y cantaron juntas el estribillo.

A su lado, la madre hizo un ruidito, y Alice la miró, vio que lloraba. Volvió a temblar.

Alice: Hice mal. Fui mala. Soy mala.

Cora: No, no, no -le besó la mano, la mejilla-. Estas son de alegría. Siempre me encantó oír a mis niñas cantando juntas. Mis niñas tienen una voz preciosa.

Alice: Yo no soy una niña. Y una mujer es...

Cora: Tú siempre serás mi niña, Alice. Igual que Anne.

La carretera ascendió y Alice vio la casa. Se le escapó un sonido confuso mientras su mente rebotaba entre los recuerdos y un cuarto de siglo de negación obligada.

Cora: Está un poco cambiada. Hemos añadido varias habitaciones y tirado algunos tabiques. Está pintada de otros colores -continuó cuando la hermana paró el coche-. Hay algunos muebles nuevos. La cocina es lo que más ha cambiado, diría yo. Pero en esencia es la misma. -Mientras hablaba, la rodeó con el brazo, le hizo friegas para que entrara en calor-. Sigue teniendo el establo detrás, y las caballerizas, los potreros. Están los pollos, y desde hace un tiempo tenemos cerdos.

Unos perros corrieron hacia el coche y Alice se encogió.

Alice: ¡Perros! Gruñen, muerden.

Anne: Estos dos no. Son Chester y Clyde, y no te morderán.

Cora: Son muy mimosos, los dos. 

Para sorpresa de Alice, la abuela bajó de inmediato. Los perros corretearon alrededor de ella, pero no gruñeron, ni mordieron. Movieron el rabo como locos cuando ella los tocó.
 
Alice: Mimosos.

Cora: ¿Quieres acariciarlos? -Alice solo fue capaz de encorvar la espalda-. No tienes que hacerlo, pero no muerden y no te gruñirán -abrió la puerta del coche, bajó. El pánico le atenazó la garganta, pero la madre le tendió la mano-. Vamos, Alice. Estoy aquí contigo.

Cogiéndole la mano, Alice se corrió despacio en el asiento. Volvió a encogerse cuando uno de los perros metió el hocico y la olfateó.

Anne: Siéntate, Chester. 

Y para sorpresa de Alice, y una sensación que no reconoció como placer, el perro se sentó sobre sus patas traseras. Parecía que sus ojos sonrieran. No eran ojos malvados. Parecían felices. Tenía ojos de felicidad.

Se acercó un poco más a la puerta y el perro meneó el trasero, pero se quedó sentado.

Puso un pie en el suelo; iba calzado con una zapatilla de deporte rosa de cordones blancos. Alice se quedó mirándola un momento, hipnotizada, y movió el pie para asegurarse de que era suyo.

Puso la otra zapatilla de tenis rosa en el suelo, inspiró, se levantó del asiento.

El mundo quería dar vueltas, pero la madre la tenía cogida de la mano. Aferrándose a ella, puso un pie delante del otro.

Llevaba una falda vaquera; no había podido ponerse ninguno de los pantalones o los vaqueros que las mujeres le habían comprado. Pero la falda le tapaba las piernas en su mayor parte, como dictaba el recato. Y la blusa blanca podía abotonarse hasta el cuello. El abrigo le daba calor, a diferencia del viejo chal que llevaba en su casa. Todo lo que vestía le parecía muy suave, olía mucho a limpio. Y aun así tembló cuando subió al porche.
 
Se quedó mirando un par de mecedoras, negando con la cabeza.

Anne: Las pintamos el año pasado. Me gusta el azul.

Como el cielo en verano.

Alice vio entonces la puerta abierta, dio un paso atrás. La abuela le pasó un brazo por la cintura.

Cora: Sé que tienes miedo, Alice. Pero estamos todas contigo. Solo las mujeres, de momento.

Alice: Dos galletas después de hacer las tareas -farfulló Alice-.

Fancy: Exacto, corderito. Yo siempre tenía dos galletas para mis niñas después de las tareas. Hoy no hay tareas. Pero tomaremos galletas. ¿Te apetece un té con galletas?

Alice: ¿Está el señor dentro?

Fancy: No -rezumó ira-. Él jamás pondrá un pie en esta casa.

Cora: Mamá...

Fancy: Cállate un momento, Cora -se volvió hacia Alice-. Este es tu hogar, y nosotras somos tu familia. Aquí hay tres generaciones de mujeres que pueden con todo. Eres fuerte, Alice, y estamos aquí para apoyarte hasta que recuerdes lo fuerte que eres. Venga, entremos.

Alice: ¿Tú también te quedarás conmigo? ¿Te quedarás en la casa como la madre?

Fancy: Ni lo dudes.

Alice pensó en cómo había salido por la puerta que el señor había olvidado cerrar con llave y entró por la que estaba abierta.

Había flores en un jarrón, y mesas, y había sillas, sofás y cuadros. Un fuego, no una hoguera, ni una estufa. Una chimenea. Una chimenea donde las llamas danzaban.

Ventanas.
 
Cautivada, anduvo sola de una ventana a otra, maravillándose. Todo era inmenso, y estaba tan lejos, tan cerca... Y no resultaba tan aterrador desde dentro. Dentro de la casa volvía a sentirse segura.

Anne: ¿Quieres ver el resto? 

¿Cómo podía haber más? Tanto, tan grande, tan lejos, tan cerca. Pero sí.

Alice: Una habitación con las paredes de color rosa y cortinas blancas.

Anne: ¿Tu habitación? Está arriba -se encaminó hacia una escalera; cuántos peldaños, cuánto espacio-. La abuela se acordaba de que habías querido paredes rosas, así que he hecho que mis muchachos las pintaran como estaban. Tan iguales como hemos podido recordar. Sube, a ver qué opinas.

Cora: Antes te quitaremos el abrigo. 

Alice se encorvó.

Alice: ¿Puedo quedármelo?

Cora: Claro que sí, cariño. -Con delicadeza, se lo quitó-. Es tuyo, pero no te hace falta llevarlo dentro de casa. Se está calentito, ¿no?

Alice: En mi casa hace frío. Las infusiones te quitan el frío.

Cora: Merendaremos dentro de un ratito -condujo a Alice hacia la escalera-. Recuerdo la primera vez que vi esta casa por dentro. Tenía dieciséis años y tu padre me estaba cortejando. Nunca había visto una escalera tan imponente. Cómo sube y después se bifurca. Fue tu bisabuelo quien la construyó. Según dicen, quería construir la casa más elegante de Montana para convencer a tu bisabuela de que se casara con él y viviera en ella.

Alice: El señor me construyó una casa. El hombre es el sostén de la familia.

Cora pasó por alto el comentario, la condujo por un amplio pasillo y ha hizo pasar a una habitación con paredes de color rosa y cortinas blancas.
 
Cora: Sé que no está exactamente igual. Siento no haber guardado todos tus pósteres y...

Se interrumpió cuando Alice se alejó de ella y se paseó por la habitación con cara de asombro; tocó la cómoda, la cama, las lámparas, los cojines del banquito de la ventana.

Alice: Está orientada al oeste para ver la puesta de sol -murmuró-. Me siento en el porche una vez a la semana si me porto bien. Una hora, una vez a la semana, y veo cómo se pone el sol.

Anne: ¿Tenías una ventana en tu casa? 

Alice: Es una ventanita, casi tocando el techo. No puedo ver la puesta de sol, pero veo el cielo. Es azul y es gris, y es blanco cuando nieva. No como en la habitación sin ventanas.

Cora: Puedes ver la puesta de sol todas las tardes. Dentro de casa, o fuera.

Alice: Todas las tardes.

Abrumada de solo pensarlo, se volvió. Y dio un respingo al verse delante de un espejo. La mujer llevaba una falda larga y una blusa blanca, y deportivas rosas. El pelo, gris como un cielo borrascoso, estaba trenzado y retirado de la cara surcada por profundas arrugas.

Alice: ¿Quién es? ¿Quién es esa? No la conozco.

Cora: Lo harás -abrazó a Alice, a la mujer del espejo-. ¿Quieres descansar un rato? Apuesto a que Anne te traería las galletas y el té.

Alice fue a la cama tambaleándose, se sentó en ella. Notó el colchón tan grueso, tan blando, que se puso de nuevo a llorar.

Alice: Es blanda. ¿Es mía? Es bonita. ¿Puedo quedarme con el abrigo?

Cora: Sí. ¿Lo ves? También se puede llorar de felicidad.

La madre se sentó junto a ella y la abuela lo hizo al otro lado. La hermana se sentó en el suelo.
 
En ese momento, durante ese instante al menos, Alice se sintió segura.


Aunque el traslado de Alice al rancho seguía despertando en ella sentimientos encontrados y confusos, Vanessa puso cara de alegría cuando entró en la cocina.

Encontró a su madre y a doña Fancy pelando patatas.

Ness: Esperaba ver a Clementine.

Anne: La he mandado a casa. El primer día, hemos decidido reducir a un mínimo las caras nuevas, o las que Alice solo recuerda a medias. Y la enfermera ya está arriba con ella y tu abuela.

Ness: ¿Cómo ha ido?

Fancy: Mejor, creo, de lo que nadie se esperaba -dejó una patata pelada y cogió otra-. Ha tenido algún momento malo, y más que tendrá, pero juro por Dios que también ha tenido algunos buenos. Hemos hecho bien trayéndola, Anne.

Anne: Sí, y mamá ya parece más relajada. Creo que esta noche dormirá por primera vez de un tirón. Clementine ha metido un pollo en el horno antes de marcharse. Nos lo comeremos con puré de patatas, salsa, las zanahorias confitadas de la abuela y brócoli con mantequilla. Es una comida que a Alice le gustaba, así que...

Ness: Os ayudaré.

Anne: No. -dejó el pelador y se limpió las manos en un paño-. Quiero que subas a conocerla.

Ness: Pero...

Anne: Hemos decidido esperar para presentarle a los muchachos, o para que Sam suba. Limitarlo hoy a las mujeres. Vamos a subirle una bandeja con la cena a la habitación, para que vaya sintiéndose a gusto en ella. Pero debería conocerte.
 
Ness: De acuerdo.

Fancy: Id subiendo vosotras. Yo pelaré estas patatas y las pondré a hervir. 

Fueron arriba por la escalera trasera.

Anne: Todas hemos convenido actuar con la mayor calma y naturalidad posible.

Ness: Lo sé, mamá.

Anne: Sé que esto es duro para ti, Vanessa.

Ness: No lo es.

Anne: Lo es. Para ti, para todos nosotros. Así que te lo digo a ti igual que voy a decírselo a los demás: cuando necesites tomarte un descanso, tómatelo.

Ness: ¿Y tú?

Anne: Tu padre ya me ha dejado claro que voy a tomármelo de vez en cuando -bajó la voz cuando llegaron a la primera planta-. Las enfermeras se quedarán en el saloncito contiguo a la habitación de Alice cuando no estén con ella, y utilizarán el baño del pasillo que también usa Alice. Celia viene mañana alrededor de las once. Nuestra casa va a estar llena de gente durante algún tiempo.

Ness: Mamá -la hizo parar-. ¿No ayudamos todos, todos nosotros, cuando el abuelo se puso enfermo? ¿No lo trajimos aquí de la Casa Hudgens y le hicimos compañía, le leímos, hicimos todo lo que pudimos, incluso con las enfermeras, para que pudiera morir en casa, en la casa que él había elegido? Alice no se está muriendo, pero es lo mismo. Vamos a hacer todo lo posible para ayudarla a empezar otra vez a vivir.

Anne: Te quiero mucho, mi niña.

Ness: Yo también. Anda, preséntame a tu hermana.

Estaban haciendo ganchillo juntas, madre e hija, en las dos sillas que Anne había elegido precisamente con esa intención.

Aunque Vanessa estaba preparada para el aspecto de Alice, de no haber sabido que era unos dos años menor que su madre, habría jurado que le sacaba diez.

Anne: Alice.

Alice alzó la cabeza de golpe al oír la voz de Anne; la angustia le nubló los ojos cuando vio a Vanessa.

Alice: ¿Es una doctora? ¿Es una enfermera? ¿Es una policía?

Anne: No, es mi hija. Es tu sobrina, Vanessa.

Alice: Vanessa. Vanessa Anne. La madre dice Vanessa Anne Hudgens.

Anne: Le puse Vanessa para honrar a mi bisabuela.

Alice: Tiene los ojos marrones. Tú tienes los ojos marrones.

Ness: Como los de mi madre, y los tuyos. -Intentando parecer relajada, se acercó-. Me gustan tus deportivas.

Alice: Son rosas. No me hacen daño en los pies. Destrocé mis zapatillas y también los calcetines. Eso estuvo mal y fue un despilfarro.

Ness: A veces las cosas se gastan. ¿Es una bufanda lo que estás tejiendo?

Alice: Es verde. -Casi con cariño, alisó la prenda de lana-. Me gusta el verde.

Ness: A mí también.

Alice. Nunca le he pillado el truco al ganchillo. -Con los labios apretados, se aplicó a la tarea-. La hermana tiene una hija -murmuró para sus adentros-. Yo tuve hijas. La hermana ha podido quedarse con la hija. Yo no pude quedarme con las mías. Un hombre necesita hijos varones.

Vanessa abrió la boca, vio que su abuela negaba con la cabeza.

Ness: Esta habitación es bonita. Este color rosa es alegre. ¿Te gusta?

Alice: No hace frío. No necesito llevar chal. La cama es blanda. Está orientada al oeste para ver la puesta de sol.
 
Ness: Eso es lo que más me gusta de ella. Hoy hay una puesta de sol preciosa. 

Confundida, Alice miró hacia la ventana.

La labor le resbaló de las manos al regazo. Se le escapó un larguísimo grito de sorpresa mientras la cara se le transformaba. Cora dejó el ganchillo y la madeja cuando Alice se levantó.

Al otro lado de la ventana el cielo parecía llenar el mundo, colores vivos e intensos, algodonosas nubes teñidas de tonalidades doradas, rayos de luz que surgían de ellas y pintaban las blancas montañas.

Anne: ¿Quieres ir a verla fuera? 

Alice: Fuera. -El asombro impregnó su voz, su cara; luego bajó la vista, negó rápidamente con la cabeza-. Personas, fuera hay personas. No puedes hablar con las personas. Si te ven, te oyen, Dios te fulminará. Te fulminará mientras ellas mueren.

Cora: Aquí no pasa eso -se levantó y se colocó junto a su hija-. Pero esta tarde la veremos desde aquí. Es bonita, ¿verdad, Alice?

Alice: ¿Todas las tardes? ¿No una vez a la semana?

Cora: Sí, todas las tardes. Creo que un Dios que nos da algo tan hermoso como esta puesta de sol es demasiado amoroso, demasiado bueno, demasiado sabio para fulminar a nadie.

Lo creyera o no, las palabras y la belleza eran tranquilizadoras, y Alice apoyó la cabeza en el hombro de su madre.


En la cabaña, Zac fregaba los platos. Había estado esperando que llamaran a su puerta, pero como eso no había ocurrido, estaba pensando en irse al barracón. Buscar la compañía de hombres. Jugar quizá una partida de póquer.
 
No jugaba a menudo ni tampoco mucho, pero como no tenía el problema de su padre, le gustaba hacerlo de vez en cuando.

Una cosa sí sabía: esa tarde no quería quedarse solo en la cabaña. Pensaría demasiado y se preocuparía por lo que podía estar sucediendo en el rancho, pensaría demasiado en Vanessa y en sus ganas de verla. Pensaría demasiado en todo lo que su madre le había dicho. Pensaría demasiado, ni más ni menos. De manera que quizá se tomara una cerveza con los muchachos y jugara unas manos a las cartas, lo que podía llenarle un poco más los bolsillos. No tenía el problema de su padre y, por lo general, tenía mucha más suerte.

Hablaría con Vanessa por la mañana de camino al trabajo, montados a caballo. Podía conformarse con solo hablar hasta que la vida de ella se normalizara un poco.

Entonces llamaron a la puerta. Se quedó en el fregadero, irritado consigo mismo por el instantáneo fogonazo de placer. Le convendría, sabía que le convendría no estar tan ligado a Vanessa. Pero sencillamente no podía cortar la cuerda.

Zac: Está abierto -gritó-.

Cuando ella entró, tenía tal cara de tensión y cansancio que se arrepintió de haberse irritado.

Ness: Necesito escaparme un rato, en serio.

Zac: Has venido al lugar indicado. ¿Te apetece una cerveza?

Ness: No.

Zac: Vino. Aún tengo la botella de la cabaña.

Ella empezó a negar con la cabeza, pero después suspiró.

Ness: Sí. Sí, me vendrá bien. Esta noche no me he tomado mi copa de vino.

Zac: Siéntate. También tengo torta de arándanos.

Ness: ¿De dónde la has sacado?

Zac: ¿Yolanda, la chef de los postres? He dejado que su hijo montara a Atardecer. Llevaba una semana mirándome con ojos suplicantes todos los días después de clase. He cedido y a cambio he conseguido torta de arándanos.
 
Ness: ¿Con nata montada?

Zac: Sin ella no sería torta de arándanos.

Ness: Buen trato. Me apetece.

Vanessa se quitó el abrigo y se sentó. Zac sacó su navaja multiusos y abrió el sacacorchos. No vio que ella tenía lágrimas en los ojos hasta que hubo descorchado el vino.

Zac: Vaya, puñetas.

Ness: No voy a llorar, no te preocupes. Puede que esté un par de minutos al borde del llanto, pero no me derrumbaré.

Zac: ¿Tan malo ha sido?

Ness: Sí. No. No lo sé. No lo sé, esa es la verdad. -Respirando, solo respirando por un instante, se apretó los ojos como si quisiera contener las lágrimas-. Parece diez años mayor que mi madre, tiene las carnes blandas, fofas, y la cara muy arrugada, como una mujer que ha llevado una vida dura. Dios mío, sé que suena muy mal. No lo digo por criticarla.

Zac: Lo sé.

Zac le sirvió vino y, aunque le habría apetecido más tomarse una cerveza, se sirvió otra copa por solidaridad.

Ness: Tiene el pelo encrespado y seco como la paja, y debe de llegarle hasta el culo. Como si no se hubiera puesto suavizante ni cortado las puntas en años, y supongo que no lo ha hecho. Tiene ojos de susto: se ven animales con los ojos así cuando esperan una patada o un golpe de fusta si los han recibido demasiado a menudo. Entonces ha visto la puesta de sol, la ha visto por la ventana de la habitación que sé que tú has ayudado a pintar.

Zac: Solo al final.

Ness: Has ayudado a pintar -repitió sin poder evitar derramar una lágrima-. Y cuánta felicidad irradiaba su cara, Zac. Cuánto asombro, como el de un niño. No ha querido salir porque aún había algunos hombres trabajando fuera, pero no ha apartado los ojos de la puesta de sol, como si fuera un espectáculo pirotécnico, Nochebuena y un desfile circense, todo junto.

Zac: Ninguna puesta de sol puede compararse con las de Montana. 

Zac le puso un plato de torta delante.

Ness: Dios mío, Yolanda conoce su oficio. ¿Sabes?, Britt y yo, y un par de amigas más, fuimos a la costa de Oregón el verano después de graduarnos. Tienen unas puestas de sol impresionantes, pero no superan a las de Montana, no para mí. Y para Alice... Zac, ha dicho que él le permitía salir al porche durante una hora todas las semanas, cuando se ponía el sol. Si se portaba bien.

Zac: Va a recordar lo suficiente para que lo encuentren, Ness.

Ness: Está recordando algunas cosas, de las abuelas y de mamá, quizá de la casa. Ha dicho que tuvo hijas, pero que no pudo quedárselas como mamá se quedó conmigo. Me ha roto el corazón. -Cuando la voz se le quebró, se metió un trozo de torta en la boca-. Me lo ha hecho añicos.

La respiración se le entrecortó. Aguantó, y se obligó a comer más torta.

Zac no dijo nada, le ofreció el consuelo de escuchar en silencio para que pudiera terminar.

Ness: Hemos subido bandejas para ella, la yaya y la enfermera. Una rica comida casera en uno de los platos bonitos de mamá, con una servilleta de tela. Se diría que le habíamos servido un banquete. Los demás..., bueno, excepto Alex, hemos cenado abajo. Pero yo solo podía pensar en que había mirado un plato de pollo con patatas como si fuera la mejor cocina francesa, y no sabía muy bien qué hacer con él. -Suspiró y comió más torta-. Así que he tenido que escaparme un rato.

Zac: No digo que vaya a ser fácil, pero estoy convencido de que cada vez lo será más. Esperaba que pasaras.

Vanessa consiguió dirigirle una sonrisa.

Ness: Bueno, dijiste que querías sexo.

Zac: Eso también lo esperaba, pero el vino y la torta no están mal.

Ness: Es una torta riquísima. Alex ha ido a cenar a casa de Jessica.

Zac: Me he enterado.

Ness: Se ha llevado su DVD de Tombstone.

Zac se rio, contento de ver que a Vanessa se le alegraban los ojos.

Zac: No puede evitarlo.

Ness: Puede que hasta vean una parte. Estoy segura de que espera quedarse a dormir. Hoy le ha llevado flores.

Zac se limitó a gruñir, y comió más torta.

Ness: Está enamorado de ella.

Zac: ¿Porque le ha llevado flores?

Ness: Dímelo tú. Sé que has estado unos años fuera, pero tú lo conoces tan bien como yo, así que dime si alguna vez lo recuerdas regalando flores a una mujer, o a una chica en sus tiempos mozos.

Zac bebió vino, reflexionó.

Zac: Regaló a Missy Crispen una de esas. -Se rodeó la muñeca con el dedo-. Para el baile de primavera.

Ness: Esas pulseras de flores tienen que regalarse. Estamos a mitad de semana, ni tan siquiera es un día especial, y flores. Las he visto, sobresalían de la alforja. Lirios, así que ha ido a comprárselos a posta.

Zac meneó el tenedor, apuntándola con él.

Zac: ¿Estaban enamorados de ti todos los hombres que te han regalado flores?
 
Ness: Si un hombre se molestara en hacerlo, me quedaría muy claro que está coladito por mí. Y Alex es tímido con las mujeres. Para él, las flores son una declaración de intenciones.

Zac: Intenciones de...

Ness: Él no lo sabrá -se apresuró a continuar-. Pero yo lo sé. Está enamorado de ella, y nunca había estado ni la mitad de colado por nadie. ¿Sabes qué más?

Zac: Puede, pero tú me lo vas a decir igualmente.

Ness: No tengo claro si ella está enamorada de él; no la conozco lo suficiente para estar segura. Pero lo que sí sé es que está coladita por él. No medio colada -apartó el plato. Dios mío, me encuentro mejor. Creo que Mike salía con Chelsea.

Zac: ¿También está enamorado?

Ness: No, pero le gusta bastante y le atrae un montón. Y creo que el sentimiento es mutuo. Papá va a asegurarse de que mamá descanse un poco y las abuelas están mejor, ahora que se han instalado en el rancho. Así que... ¿tienes un cepillo de dientes de sobra?

Zac: No.

Ness: Vaya.

Zac: ¿Quieres lavarte los dientes?

Ness: No ahora mismo, pero mañana sí querré -se terminó el vino y se levantó-. Me gustaría probar tu cama.

Zac: No es tan grande como la que probamos, pero tiene buenos muelles.

Ness: Pues démosles un buen meneo. ¿Te importa que cierre con llave? Preferiría que no entre nadie mientras estoy desnuda encima de ti.

Zac: ¿Quién dice que estarás encima?

Ness: Ahora lo veremos.

Zac: Cierra con la llave.

Los muelles aguantaron bien. Y después Vanessa se quedó traspuesta, con el cuerpo relajado y sudoroso.

Ness: Oh, sí. Me encuentro mejor.

Zac: Me alegra haber podido ser de ayuda. Pero creo que es hora de que te encuentres mucho mejor aún.

Zac se dio la vuelta y se colocó encima de ella.

Vanessa estaba tan relajada y melosa que hundió los dedos en su pelo y solo sonrió.

Ness: Eso implicaría una recuperación heroica, Efron.

Zac: En realidad no, porque vamos a hacer una cosa que aún no hemos logrado hacer.

Ness: No se me ocurre nada que no hayamos hecho.

Zac: No hemos ido despacio. 

Zac le rozó la boca con los labios, le resiguió la mandíbula con ellos.

Ness: Lo de hacerlo a todo gas nos sale bastante bien.

Zac: A ver cómo nos sale a cámara lenta. Me gusta cómo estás hecha, Vanessa. -Le acarició el pecho derecho con los dedos, solo el lateral, de arriba abajo-. Tienes las piernas y los brazos largos, largos y bastante musculosos.

Ness: Hago ejercicio -consiguió decir-.

Zac: Pechos bonitos y firmes. -Luego le rozó el pezón con el pulgar-. Esta mata de pelo, ondulado y oscuro como la noche. Me gusta cómo te huele, por eso siempre quiero estar un poco más cerca de ti. Me gusta cómo sabes. -La besó en el cuello-. Y los ojos, marrón chocolate. El tacto de tu piel bajo mis manos, suave como la seda. La forma en que tu boca se acopla a la mía. -Volvió a besarla en la boca y dejó que el beso se prolongara, suave e indolente como un chubasco de primavera-. Me encanta cómo estás hecha.
 
Ness: Tanto halago se me va a subir a la cabeza.

Pero Vanessa no consiguió reírse. No cuando la cabeza había empezado a darle vueltas y sentía lenguas de fuego bajo la piel.

Zac: Cuanto más te toco, más quiero tocarte. Esta vez tendrás que soportarlo.

Zac notó el pulso de Vanessa contra sus labios, lento y fuerte, tal como él lo quería. Su cuerpo se estiró, ondulándose bajo sus manos, después se estremeció, luego se ablandó. Él la había querido así, no solo la excitación, la explosión, sino todo. ¿Cómo sería todo con Vanessa?

Suspiros y besos sublimes, gemidos quedos y la luz de la luna en una estrecha cama. Su respuesta, lánguida y pausada. Sus hermosos ojos, preñados de un deseo que él podía colmar.

Fue bajando por su cuerpo. Y esta vez, cuando ella suspiró, dijo su nombre.

A Vanessa ya no le daba vueltas la cabeza. En cambio, parecía que avanzara, que los dos avanzaran por una neblina cálida y maravillosa en la que todo relucía. Las manos de Zac, duras, encallecidas, solo volvían las indolentes caricias más eróticas si cabe. El roce de su barba contra su piel cuando le pasó la lengua por el vientre la hizo temblar.

Zac siguió bajando, lamiéndola, por fuera, por dentro, y la hizo rodar, despacio, sin remedio, como en un sueño, por encima de un pico cubierto de terciopelo.

Pero aun así, él no se dio prisa. Esas manos de palmas endurecidas la sumergieron, cada vez más, en una nube de placer tal que la reluciente neblina se tornó más espesa. Cuando volvió a besarla en la boca, ella ya se había abandonado.

Zac la penetró con suavidad, oyó que la respiración se le cortaba, vio que los ojos se le nublaban.
 
Zac: Esto también me gusta -le susurró, jugueteando con sus labios-.

Despacio. Muy despacito.

Prolongado, lento, profundo, y ella tan excitada, tan mojada alrededor de él. Vanessa volvió a gemir, pero él se contuvo, moviéndose dentro de ella, alargando cada momento, cada brizna de placer. Volvieron a ascender, despacio, imparables, hasta que él la sintió abandonarse, de nuevo, y se abandonó con ella.


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