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viernes, 15 de septiembre de 2023

Capítulo 18


Zac se buscó más ocupaciones de las que ya tenía echando una mano en las caballerizas. De todas formas ya estaba levantado, pensó mientras limpiaba una caseta.

Había optado por esa ocupación en concreto porque conocía las costumbres de Alex tan bien como las suyas.

Veinte minutos después de que hubiera empezado, entró su amigo. Parecía cansado, pensó Zac, y estaba desmejorado.

Alex: ¿Trabajas hoy con nosotros?

Zac: No, solo estoy matando el tiempo.

Alex: ¿Porque te encanta limpiar mierda de caballo?

Zac: Es el trabajo de mi vida -paró y se apoyó en la pala-. ¿Qué puedo hacer?

Alex: Aún no sé lo que nadie puede hacer. Solo estamos esperando. Ni siquiera estoy seguro de qué. Sé que uno de nosotros tiene que estar con mi abuela para cogerla si se derrumba.

Cora también era su abuela, pensó Zac; lo era desde que le alcanzaba la memoria.

Zac: ¿Cómo lo lleva?

Alex: Es fuerte como un roble. Supongo que lo he sabido siempre, pero nunca lo había visto tan claro como ahora. Se empeñó en pasar la noche en la habitación de Alice. Me he asomado un par de veces, papá también. Las dos parecían dormidas. Luego ha venido Vanessa, hacia las cinco y media. Venía de la casa de las abuelas, con una muda de ropa para la yaya y todo lo que estimó necesario, y nos ha dicho a papá y a mí que nos fuéramos a casa. No ha aceptado un no por respuesta.

 
Zac: De tal palo, tal astilla.

Alex: Lo sé. No conozco a Alice -dijo de repente-. No sé cómo es ni siento nada por ella. Aparte del asco y la lástima que sentí cuando me enteré de que ha pasado por el peor infierno que existe, y probablemente durante años. Pero no la conozco, no me une a ella esa clase de lazo. Debo pensar en las mujeres que sí conozco, con las que sí tengo ese vínculo -se quedó un instante sin palabras, pasándose las manos por la cara-. La bisabuela tiene casi noventa. ¿Cómo demonios voy a impedir que se pase horas en la sala de espera del hospital?

Zac: Dale una distracción. Una tarea.

Alex alzó las manos, una inequívoca muestra involuntaria de exasperación en un hombre parco en palabras y gestos.

Alex: ¿Como cuál?

Zac: Pues..., no sé, puñetas. Algo típico de las abuelas. Es la abuela de Alice, así que tiene ese vínculo que tú no tienes... y desde luego no deberías sentirte culpable por eso, tío.

Alex: Es la hermana de mi madre.

Zac: ¿Y qué, joder? No llegaste a conocerla, Alex. Ropa. 

A Zac le pareció una idea inspirada.

Alex: ¿Qué pasa con la ropa?

Zac: Vanessa me ha dicho que Alice solo tenía la ropa que llevaba puesta, y se la han llevado para mandar analizarla. Va a necesitar ropa, ¿no?

Alex: Supongo, pero...

Zac: Piénsalo. Vuelve a casa y comenta durante el desayuno que Alice no tiene nada aparte de los camisones del hospital, y me juego una semana de paga a que tu madre y doña Fancy se pondrán a dar brincos como si llevaran muelles en los pies.
 
Alex: Yo... Es cierto. No se me había ocurrido.

Zac: Probablemente a ellas tampoco, todavía -metió más heno sucio en la carretilla-. Aún no se han repuesto del impacto, pero no pasará mucho tiempo antes de que piensen en lo práctico. Piénsalo tú primero, y ponlas a trabajar.

Alex: Es una idea genial.

Zac: Resuelvo los problemas del mundo mientras recojo mierda de caballo. 

La sonrisa de Alex asomó enseguida, pero se borró con igual rapidez.

Alex: Zac, hay un hombre en alguna parte, muy cerca de aquí, capaz de hacer lo que le han hecho a Alice. ¿Tienes alguna solución para eso?

Zac: Le daré vueltas, ya que hay mucha mierda de caballo. Cuida de tu familia, y recuerda que yo puedo calentar una silla de la sala de espera. Esta tarde voy a Missoula, así que puedo pasar por el hospital cuando termine.

Alex: No te diré que no. 

Zac asintió.

Zac: Entonces iré -dijo, y se puso de nuevo a limpiar-.

Esa tarde, después de reestructurar los horarios, llamar a Ashley para que fuera a dar una clase de última hora y dejar a Ben a cargo de todo, Zac llamó a la alegre puerta azul de la bonita casa de su hermana. Las ventanas que flanqueaban la puerta tenían jardineras rojas que él sabía que eran obra de su cuñado. Pensamientos morados y amarillos, cuyas flores siempre le habían recordado demasiado a caras humanas, rebosaban por los bordes.

Debía de haberlos plantado su hermana.
 
Sabía que detrás de la casa había un invernadero que, junto con los creativos columpios que imitaban una nave espacial, habían construido juntos.

Lo mismo que habían construido una vida, una familia, su original tienda de artesanía. Detrás de la casa también había un horno, con lo que algunas de las cerámicas de la tienda llevaban el sello de su hermana.

Ella siempre había sido creativa, pensó en ese momento. Capaz de crear objetos interesantes a partir de lo que la mayoría consideraría desperdicios inservibles.

Se habían peleado como hacen los hermanos, y Zac había preferido la compañía de Alex y el rancho a la de su hermana y su hogar. Pero siempre había admirado la creatividad de Miley. Incluso su calma casi imperturbable, aunque cuando a él le bullía la sangre en las venas, su actitud flemática lo exasperaba hasta más no poder.

Sin embargo, cuando Miley abrió la puerta, con el pelo castaño trenzado, la cara tan bonita como un pastelito decorado y la barriga enorme bajo una camisa de cuadros, solo sintió una oleada de cariño.

Zac: ¿Cómo puedes levantarte de la cama cargando con esto? 

Le tocó la barriga con el dedo índice.

Miley: Will ha improvisado un sistema de poleas.

Zac: No me sorprendería nada viniendo de él. ¿Dónde está el grandullón?

Miley: Durmiendo la siesta, aunque la bendita hora ya casi ha terminado. Entra rápido, ahora que hay un poco de silencio -lo hizo pasar, y al abrazarlo le dio una panzada que dejó a Zac un poco desconcertado-. Tiene al perrito con él en la cama. Se cree que no me he dado cuenta.

Su hermana entró en el salón; había un sofá grande y mullido con alegres amapolas rojas sobre un fondo azul, butacas orejeras de rayas rojas y azules, todos ellos muebles que el matrimonio había encontrado en mercadillos y había vuelto a tapizar.

Como las mesas, que habían barnizado otra vez, y las lámparas, que Miley había rescatado de algún montón de basura y había pintado para que parecieran nuevas.

Todos los muebles que lo rodeaban eran cacharros, ninguno perfecto ni impecable, pensó Zac. Y todo en su conjunto hacía de aquella casa un hogar.

Miley se dejó caer en una butaca, frotándose la barriga.

Miley: Mamá se está vistiendo. Has llegado antes. ¿Quieres un café? Yo ya me he tomado mi taza diaria, soy incapaz de dejarlo, pero puedo prepararte uno.

Zac: No te levantes.

Miley: ¿Y una infusión de sasafrás, vaquero? 

Zac sonrió.

Zac: Ni loco, hippy estrafalaria. ¿Por qué no estás en la tienda?

Miley: Necesitaba tomarme el día libre. Tenía que terminar unas cosas en el taller, y Will empieza a ponerse sobreprotector a estas alturas del partido -volvió a acariciarse la barriga-. Hoy podría haber llevado yo a mamá, Zac. Sé lo que opinas.

Zac: No es un problema.

Miley: Puedo encontrar canguro sin problemas, si quieres que os acompañe.

Zac: No te preocupes, Miley.

Miley: A ella le hace mucha ilusión, sobre todo por estar contigo -miró el techo cuando oyó un golpetazo, una serie de ladriditos y las risotadas de un niño-. Se acabó el tiempo.

Zac: Iré a buscarlo.

Miley le indicó que retrocediera.

Miley: No hace falta. Créeme, conoce el camino. Y he cometido el fallo de decirle que venías. Así que prepárate.
 
Zac: Me cae bien. Tiene tu creatividad y el optimismo de Will. Habéis fabricado un crío divertido.

Miley: Estamos fabricando otro. ¿Quieres saber qué es?

Zac: ¿Qué es de qué? Ah, ¿niño o niña? Creía que no queríais saberlo.

Miley: No queríamos... Con Brody no quisimos, y fue la mejor sorpresa de nuestra vida. Así que no queríamos, y no lo sabíamos, pero una noche nos pusimos a hablar de que el cuarto del bebé, que era unisex, había acabado siendo un cuarto de chico. ¿Lo dejábamos así, volvíamos a ponerlo unisex, o qué hacíamos, ahora que Brody tiene su cuarto de niño mayor y estamos a punto de llenar otra vez la cuna? De modo que decidimos saberlo. Y eso hicimos.

Zac: Vale, dame una pista.

Miley: Helado de fresa.

Zac: ¿Rosa? Una niña -alargó la pierna para darle una patadita en el pie-. Tendréis la parejita. Buen trabajo. -Vio que la barriga se le ondulaba-. Eso sí que es raro.

Miley: Sabe que estamos hablando de ella. Aurora o Liah. Lo hemos reducido a esos dos nombres. ¿Cuál te gusta?

Zac: No voy a ponerme entre mamá y papá.

Miley: No te he dicho cuál es mío y cuál de Will. Solo te pregunto cuál te atrae más.

Zac: Entonces, supongo que Aurora.

Miley: ¡Sí! -dio un puñetazo al aire-. Otro voto para mí. A ver si lo convenzo para que le pongamos Aurora y nos reservemos Liah por si tenemos otra niña...

Zac: ¿Ya estás pensando en tener otro bebé?

El perrito, un labrador cariñosísimo, bajó la escalera como una bala, saltó al regazo de Zac, le puso las patas delanteras en el pecho y le lameteó la cara. Brody, con el pelo lleno de mechones en punta, la cara rubicunda, los ojos tan desmandados como los del perrito, bajó la escalera con un cubo de plástico en la mano.
 
Brody: ¡Zac, Zac, Zac! 

Todo lo demás lo dijo demasiado rápido para la experiencia limitada de Zac en entender a niños de su edad, pero cuando soltó el cubo y saltó a su regazo igual que el perrito, Zac supo que era amor incondicional.

No sabría decir cómo había llegado a merecerlo, pero siempre lo ponía contento como unas castañuelas.

Brody bajó al suelo para ir a buscar el cubo y sacar un muñeco de acción.

Brody: Hombe de hiero.

Zac: Ya veo. Pensaba que eras un Power Ranger.

Brody: Power Ranger rojo. La Masa. Capitán América. Ranger platado.

Miley: Plateado -lo corrigió-. Pla-te-a-do.

Brody: Pla-te-a-do.

El niño nombró su colección de muñecos mientras se los enseñaba a Zac.

Miley: No consigo que mamá deje de comprárselos.

Katie: ¿Por qué no iba a comprárselos? -dijo Katie Efron, que en esos momentos bajaba la escalera-. 

Lucía un vestido gris oscuro y unas prácticas botas negras de caña corta.

Además, pensó Zac, lucía cara de felicidad. En su opinión, la felicidad llevaba demasiados años sin formar parte de su vestuario.

Estar contenta le sentaba bien, al igual que el pelo, que se había dejado de color gris piedra, y la carcajada que soltó cuando Brody corrió a abrazársele a las piernas.

Brody: ¡Zac! 

Katie: Ya lo veo.

Brody: Zac jugar.

Katie: Vamos -le dijo a Zac-. Dedícale un rato, tenemos mucho tiempo. Voy a preparar una infusión a Miley.

Miley: Mamá, me apetece mucho, gracias.

Zac: La quiere de sasafrás -dijo mientras se escurría de la butaca para sentarse en el suelo, lo que entusiasmó tanto al niño como al perrito-.

Miley: Pues sí.

Katie: No tardo nada.

Zac escogió algunos hombres para librar la batalla.

Zac: Le habéis devuelto la luz, Miley. Will, este crío y tú.

Miley: Creo que está volviendo a pasar. Tú le encendiste otra cuando volviste. Y la idea de que Vanessa Hudgens y tú estéis juntos hace que aún le brille más.

Cuando Zac levantó la cabeza de golpe y entornó los ojos, Miley se abrazó la barriga y se rio.

Miley: Puede que hayas viajado, Zac, pero no deberías haberte olvidado de cuántos conocidos tenemos en común. Estamos enterados de los bailoteos sexis que os marcasteis Vanessa y tú en el Roundup el sábado por la noche.

Zac: Bailoteos sexis -tapó los oídos a Brody-. ¿Es esa forma de hablar delante de un niño?

Miley: Que sepas que su padre y yo nos hemos marcado unos cuantos bailoteos sexis justo delante de él.

Zac: A lo mejor tengo que taparme los oídos yo.

Con una sonrisa socarrona, Miley se pasó la mano por una de las trenzas.

Miley: Anda, háblame de Vanessa y tú.

Zac: No te emociones.
 
Miley: Siempre me ha caído bien, todos me caen bien, pero Vanessa especialmente. No sabes cómo venía dos o tres veces al año con una bolsa de ropa para mí. Decía que, con lo bien que se me daba coser, a lo mejor podía remedarla y aprovecharla. A la ropa no le pasaba nada, puede que le faltara algún botón o que hubiera alguna costura un poco abierta. Lo decía para no herir mis sentimientos. Y cuando Will y yo abrimos la tienda, fue una de las primeras en venir. Tiene buen corazón, y clase. No estoy segura de que la merezcas -dijo sonriendo-.

Zac: Mujeres... ¿Brody? Son criaturas obstinadas. Más vale que lo sepas ya.

Brody: Mujeres -le enseñó la Ranger rosa y se rio a carcajadas-.

Una hora con su hermana y su entretenido sobrino, otra hora más o menos invitando a su madre a cenar; a Zac le parecían pasatiempos agradables. Lo que había entre uno y otro era deber. Detuvo el coche, tal como su madre le había pedido, para que ella pudiera comprar flores; esperó pacientemente mientras elegía las que quería y se guardó de decirle que los tulipanes amarillos no pasarían de esa noche.

Los habría pagado él, pero ella se negó en redondo.

La llevó al cementerio y dejó que fuera delante después de aparcar. Él no había ido allí desde el entierro, tampoco había tenido intención de regresar. En ese momento comprendió que haría ese viaje con ella siempre que se lo pidiera.

Podía dar las gracias por tener el cementerio bien cuidado, suponía, sin apenas nieve. Con la poca que quedaba, los caminos de tierra compactada eran bastante transitables para ella.

No la soltó el brazo por si acaso cuando anduvo entre las tumbas hasta llegar a la lápida pequeña y sencilla que llevaba el nombre de su padre.

“JACK WILLIAM SKINNER
ESPOSO Y PADRE”

Cierto, pensó Zac. Había sido ambas cosas. La lápida no necesitaba reflejar el éxito que había tenido en lo uno o lo otro.

Katie: Sé que para ti es difícil venir. Sé que no soy nada justa pidiéndote que vengas.

Zac: No se trata de justicia.

Katie: Él tenía flaquezas -continuó su madre mientras el viento le alborotaba el pelo-. Rompió promesas que te hizo.

Rompió las de todos, pensó Zac, pero guardó silencio.

Katie: Te hizo la vida más difícil por esas flaquezas y esas promesas rotas. Él lo sabía. Oh, Zac, lo sabía, y se esforzaba. Yo podría haberlo dejado, haberme ido contigo y Miley.

Zac: ¿Por qué no lo hiciste?

Katie: Le quería, y el amor es poderoso. -Mientras el viento le alborotaba el pelo, acarició la parte superior de la lápida con una mano-. Puede encajar los golpes, una y otra vez. Él nos quería. Por eso le dolía incluso más que a mí cuando volvía a caer. Se esforzaba mucho para compensarnos, pero después...

Después, pensó Zac. Recordaba montones de «después».

Zac: Había veces que apenas podías poner comida en la mesa, que las facturas se amontonaban.

Katie: Lo sé. Lo sé. -Aun así, su madre continuó pasando la mano enguantada por la lápida, como si estuviera calmando a un fantasma apesadumbrado-. Igual que sé que el juego era una enfermedad para él, una enfermedad contra la que luchaba. Nunca culpó a nadie salvo a sí mismo, Zac, y eso es importante recordarlo. Algunos lo hacen, echan la culpa a los demás de sus adicciones. Alcohol, drogas o el juego. Echar la culpa a otros es cruel, violento. Tu padre nunca fue cruel, nunca nos puso la mano encima, ni a mí ni a ninguno de nuestros hijos. No tenía una pizca de maldad. -Con un suspiro, dejó de acariciar la lápida y cogió la mano a su hijo-. Pero te defraudó.

Zac: ¿Y qué hay de ti? 

Dios santo, lo ponía furioso que ella jamás echara la culpa a su marido de las pérdidas, las estrecheces, las humillaciones.

Katie: Oh, Zac, me defraudó. Y mi decepción era mayor, mucho mayor, cuando después de mucho tiempo volvía a caer. En parte, me culpas de no obligarlo a que lo dejara.

Zac: Antes sí. Antes te echaba la culpa de eso. Ahora tengo más experiencia. No te culpo de nada, mamá. Créeme.

Ella lo miró de hito en hito, de forma inquisitiva, antes de cerrar los ojos.

Katie: Me quitas un peso de encima. No sabes cuánto me alivia saber que esa es la verdad.

Su padre, bien lo sabía él, no era el único que había cometido errores, que había defraudado a otras personas.

Zac: Me sabe mal no habértelo quitado antes. Te pido perdón.

Katie: Me equivoqué. Me equivoqué cuando lo disculpaba, cuando lo justificaba delante de Miley, de ti -le apretó la mano-. Me sabe mal, y te pido perdón. Él se decía que lo tenía todo bajo control. Sabía que no era cierto, pero se lo decía. Iba a una partida de póquer entre amigos solo a mirar, o apostaba poco dinero en una carrera de caballos, lo que fuera, en realidad. Sabía que volvería a caer, pero se decía que no lo haría. Dejó de ir a las reuniones.

Zac: ¿Qué reuniones?

Katie: De Jugadores Anónimos. No os dijo que iba ni a Miley ni a ti. La verdad es que, en parte, le daba vergüenza ir, necesitarlo. Cuando dejó de asistir, no me lo dijo, aunque yo había empezado a ver señales. Lo único en lo que me mintió durante el tiempo que estuvimos juntos fue sobre esas reuniones, cuando no me dijo que se las saltaba para ir a jugar. Fui capaz de perdonárselo, porque las mentiras y el juego eran lo mismo. Estaba orgulloso de ti, de ti y de Miley. Puede que tú no creas nunca que eso es verdad, y la culpa es suya, no tuya. Quizá no recuerdes los buenos momentos, y los tuvimos. O cómo te subió a un caballo la primera vez, trajo tu primer perro a casa, te enseñó a clavar un clavo y reparar una cerca. Pero hizo esas cosas, Zac, y estaba orgulloso de ser tu padre. Y tu padre jamás se perdonó por haberos dejado sin nada a Miley y a ti, por haberse jugado el rancho, hectárea a hectárea.

Zac: Era tu hogar.

Katie: Te contaré un secreto -le puso una mano en el brazo y se lo acarició-. El rancho no era sino trabajo para mí. Un medio para conseguir algo. Me habría gustado una casa como la de Miley. Tener vecinos, un patio, un jardincito. Los caballos, el ganado y los campos para arar y sembrar eran solo trabajo y más trabajo. A tu padre le encantaba. A ti te encanta. A mí nunca me gustó.

Zac: Pero tú... -no terminó la frase, negó con la cabeza-.

Un hombre quizá no pudiera entender nunca a las mujeres, ni la fortaleza que les corría por las venas. O de qué modo amaban.

Katie: Aprendí bastante bien a ser la mujer de un ranchero, pero lo cierto es que no lo llevaba en la sangre. Me encanta vivir con Miley, Will y el niño. Les soy útil, eso sí lo llevo en la sangre. Puedo hacerles la vida más fácil, y todos los días soy feliz viendo lo felices que están juntos. Cómo mi hija se ha labrado un porvenir. Nunca he sabido cómo hacerte la vida más fácil a ti, cómo compensarte por haber perdido lo que era tuyo por culpa del juego.

Zac: No lo necesito. Me las apaño bien. No necesito lo que ya no existe.
 
Katie: Ya sé que te las apañas bien. ¿Acaso no me mandabas dinero todos los meses sin falta? ¿Acaso no lo sigues haciendo? Y no es necesario que...

Zac: Sí que lo es -dijo interrumpiéndola-.

Katie: Sabes apañártelas, Zac, y sé que tendrás una vida feliz, pero las tierras eran tuyas, y yo no pude conservarlas.

Zac: No quiero que cargues con eso, mamá. No quiero pensar que llevas ese peso por mí. Si solo fueran las tierras, podría haberlas comprado, al menos en parte. Me marché para salir adelante yo solo, para demostrarme que podía hacerlo. Volví porque tenía que volver, y echaba de menos mi hogar. Mi hogar no eran esas tierras.

Katie: Si hoy quería que me trajeras tú era para poder decirte todas estas cosas, y quizá dejarlas de lado. Él nunca se perdonó por haber perdido lo que tendría que haber sido tuyo. Y cuando por fin aceptó que nunca lo recuperaría, se desesperó tanto que se quitó la vida. Eso no se lo pude perdonar -volvió a mirar la lápida, el nombre grabado en ella-. Todo lo demás se lo he perdonado. El día que lo enterramos aquí yo tenía el corazón seco. Rabia y culpa: no sentía nada más. Vinieron amigos y vecinos, les respondí con las palabras que se supone que hay decir. Os dije a tu hermana y a ti las palabras que se supone que hay que decir. Pero las palabras que le dije a él en mi fuero interno fueron rabiosas e implacables. 

Zac: Pero vienes aquí, para poner flores en su tumba.

Katie: Eso lo habría hecho tanto si lo hubiera perdonado como si no. Y lo he hecho. Le he perdonado. Perdió mucho más que unas cuantas hectáreas de tierra, unos cuantos edificios y animales, Zac. Perdió el respeto, si no el amor, de su hija; perdió a su hijo. Perdió los años que pudo haber pasado con sus nietos. Así que lo perdoné. Vengo aquí, y dejo las flores en su tumba y recuerdo que hubo buenos momentos, y que hubo amor entre nosotros. Miley y tú sois nuestro fruto, y ese es mi milagro. Así que puedo perdonarlo, y olvidar lo demás. -Se inclinó y dejó las flores-. No te pido que lo perdones, Zac. Pero necesitaba que intentaras entenderlo y olvidarlo. Quiero ver cómo mi hijo se labra una buena vida.
 
Durante demasiado tiempo, en demasiadas ocasiones, Zac la había considerado débil. Ahora veía que Cora no era la única mujer de su vida tan fuerte como un roble.

Zac: No te guardo ningún rencor, mamá. Perdóname si te he dado esa impresión. Sencillamente, no podía quedarme.

Katie: Oh, no, Zac, hiciste bien yéndote -sacó un pañuelo del bolsillo-. Te eché muchísimo de menos, pero estaba contenta de que te hubieras ido para vivir tu vida.

No eran palabras que Zac dijera fácilmente ni a menudo, pero comprendió que ella necesitaba oírlas; jamás se lo pediría, pero lo necesitaba.

Zac: Te quiero, mamá.

Con los ojos ya llorosos, Katie se deshizo en lágrimas.

Katie: Zac. Zac. -Se apoyó en él y hundió la cara en su pecho-. Te quiero mucho. Hijo mío, te quiero muchísimo.

Zac la sintió respirar como si llevara años conteniendo el aliento.

Katie: Ahora sé que has vuelto a casa de verdad.

Zac: Me marché porque lo necesitaba. He vuelto porque he querido. Echaba de menos a mi madre -oyó su sollozo ahogado contra su pecho. Ahora deja de preocuparte. Te está entrando frío. Vamos, subamos a la camioneta y pongamos la calefacción.

Katie miró la lápida, las flores.

Katie: Sí, es hora de irse.

Zac: Bien, porque he quedado con una preciosa mujer. -Le pasó el brazo por los hombros-. Voy a invitarla a una cena de lujo.

Ella se enjugó las últimas lágrimas.

Katie: ¿Te alcanzaría para una copa de vino?

Zac: Te gusta el vino, ¿verdad?

Katie: Esta noche sí.

Zac: Pues entonces pediremos una botella.


Cuando regresó a la cabaña, enseguida había visto el rastro en la nieve. La ira que casi había conseguido contener rebrotó cuando fue al cobertizo y encontró la puerta abierta.

Entró vociferando, seguro aún de que la encontraría. No se atrevería, ¡no se atrevería a desobedecer!

Pero la casa que él le había procurado estaba vacía, ni tan siquiera terminada de ordenar.

Pagaría por ello, lo pagaría caro.

Corrió de nuevo fuera, miró alrededor con los ojos entornados. La luna le proporcionaba luz suficiente para ver sus huellas, aunque el cielo iba a nublarse.

No iría muy lejos. Puta desagradecida. Y cuando la alcanzara, le rompería las dos piernas. Conque se había ido, ¿eh? Sería la última vez que daría un paso.

Se dirigió a la cabaña hecho una furia, abrió la puerta.

Tenía provisiones guardadas para todo un año. Sacos de alubias y arroz, harina y sal. Una pared entera de conservas.

Tenía leña dentro de casa y fuera, tapada por una lona. Pero guardaba las armas en su dormitorio.

Tres rifles, dos escopetas, media docena de pistolas y un AR-15 que le había costado una fortuna. Tenía las herramientas para fabricarse sus propios cartuchos de escopeta, y suficiente munición para librar una guerra a pequeña escala.

Llegaría el día, él lo sabía, en el que habría de librar una. Y estaría preparado. Preparado cuando los ciudadanos soberanos de esa nación que había sido grande en otra época se rebelaran para derrocar al gobierno corrupto y recuperar el país, las tierras, los derechos que les habían negado y habían concedido a los inmigrantes, los negros, los homosexuales y las mujeres.

Un gobierno que se meaba tanto en la Constitución como en la Biblia.

Se avecinaba una guerra, y él rezaba todas las noches para que fuera pronto. Pero esa noche tenía que perseguir a una mujer, una mujer a la que había tomado por esposa y había mantenido, una mujer que debía ser castigada.

Escogió un pesado revólver Colt, fabricado en los Estados Unidos de América y ya cargado. Se quitó el abrigo para ponerse un chaleco del ejército, que llenó de balas y cartuchos de escopeta. Se ató un cuchillo envainado al cinturón, se colgó unas gafas de visión nocturna al cuello y se puso una escopeta al hombro.

Llevaba casi toda la vida buscando rastros y cazando en esos bosques, pensó cuando volvió a salir. Ninguna puta ignorante y desagradecida llegaría muy lejos una vez que él encontrara su rastro.

Un rastro tan fácil de seguir que resultaba patético, aunque estuviera neviscando. El rastro de una mujer que deambulaba sin ninguna lógica, concluyó mientras apretaba el paso.

Se preocupó un poco cuando vio que ella había cambiado de dirección y que, si la mantenía, llegaría a la carretera de un rancho. Él no tenía relación con las personas que vivían ahí, y su lujosa casa estaba a casi dos kilómetros. Pero si ella había tomado esa carretera, si había ido en esa dirección...
 
No lo había hecho. Era demasiado tonta para eso, pensó con honda satisfacción cuando vio que sus huellas se alejaban de la dirección en la que estaba la casa.

Las perdió durante un rato, convencido de que Esther había recorrido un trecho por la carretera, y volvió a encontrarlas cuando ella se había adentrado en la nieve o había tropezado.

Con el cielo nublado, se puso las gafas y siguió adelante, despacio. También podía seguirle el rastro en la grava, por la manera de arrastrar la pierna.

Zorra estúpida, zorra estúpida. Repitió las palabras como una oración mientras seguía las huellas, cuando las piernas comenzaron a dolerle. ¿Cómo podía haber llegado tan lejos, maldita sea?

Vio sangre, se agachó, la examinó. Difícil de juzgar con la nieve húmeda, pero era bastante fresca, de manera que probablemente fuera suya.

Siguió andando. Un reguerito de sangre, una gota aquí, otra allá, pero apretó el paso hasta que le faltó el aire.

La cabeza estuvo a punto de estallarle de dolor cuando comprendió dónde la habrían llevado esas huellas. Aunque los pulmones le ardían, se obligó a correr, con la escopeta golpeándole la espalda y el revólver pesándole en el muslo.

La mataría, y estaría justificado.

¿No se había dicho que debería encerrarla, ponerle de nuevo los grilletes y tomar otra esposa? Más joven, en edad de tener hijos. Una esposa que le diera hijos varones en vez de niñas inútiles que él prefería vender a quedárselas.

Ya no se molestaría en encadenarla y alimentarla. No después de que le hubiera demostrado cuán falsa era. La destriparía como a un ciervo, la dejaría para que los animales dieran cuenta de ella.

Elegiría mejor a su siguiente esposa. No se mostraría tan amable con ella.
 
Pero cuando llegó a la carretera, supo que había perdido su oportunidad. Alcanzaba a ver más de quinientos metros en ambos sentidos, y no veía a Esther.

Se dijo que ella moriría de frío o agotamiento, ¡por fin! Se dijo que, aunque viviera, jamás guiaría a nadie hasta su cabaña. Se dijo que la corrupta policía local jamás seguiría su rastro como había hecho él.

Pero se aseguraría de ello, borrándolo, retrocediendo sobre sus pisadas, dejando rastros falsos.

Cuando la fina nieve dio paso a la lluvia, sonrió. Dios proveía, pensó, y rezó en silencio. El agua borraría el rastro de sangre, ayudaría a disimular sus huellas en la nieve. Aun así, se afanó bajo la lluvia, dejando otros rastros, retrocediendo cuidadosamente sobre sus pisadas, contento cuando la lluvia arreció durante una hora en que se dedicó a esa tarea.

Cuando regresó a sus tierras, las piernas le temblaban de cansancio y tenía los vaqueros empapados.

Aún halló la ira y la energía para dar una patada al perro, con saña.

**: ¿Por qué no se lo has impedido? Has dejado que se fuera.

Mientras el perro gimoteaba e intentaba resguardarse en su caseta, desenfundó el Colt. Tenía el dedo en el gatillo y, mentalmente, la bala en el cerebro del perro.

Pero se lo pensó mejor. Por la mañana, se llevaría al perro inútil atado a una cuerda. Lo dejaría correr por encima de todas las huellas que hubiera cerca de la cabaña. Ensillaría a su jamelgo y cabalgaría por los alrededores. Un hombre a lomos de su caballo, que saca a su perro a correr.

Eso haría.

Volvió a entrar en la cabaña y encendió la chimenea. Se desnudó por completo y se puso ropa interior de invierno para entrar en calor. El hambre lo atormentaba, pero el frío y el agotamiento eran lo peor. Otra vez con la cabeza a punto de estallarle de dolor, se metió en la cama.

Por la mañana, se dijo, saldría a cabalgar, se aseguraría de haber tapado todo lo que había que tapar.

Mientras conciliaba el sueño, deseó a Esther toda la ira que Dios desataba sobre los malvados y blasfemos.

Mientras él la maldecía, Alice pasó su primera noche de libertad en más de veinticinco años mecida por un sueño medicamentoso.

Por la mañana, con la piel caliente, el pecho congestionado, la garganta dolorida, él se obligó a vestirse, a comer, a ensillar el jamelgo. El perro cojeó y resolló, pero pisó las borrosas huellas.

Aunque la lluvia había hecho la mayor parte del trabajo, se recordó que Dios ayudaba a los que se ayudaban a sí mismos. Cabalgó durante más de una hora antes de que fuertes escalofríos lo obligaran a regresar.

No se molestó en encadenar al perro, ¿dónde iba a ir?, y apenas fue capaz de desensillar el caballo. Dentro de la cabaña, se tomó el jarabe para el resfriado directamente del frasco.

Necesitaba salir, aguzar el oído, ver si alguien hablaba de que habían encontrado a una vieja estúpida, ver si esa zorra mentirosa tenía algo que decir.

Pero eso debía esperar, debía esperar hasta que él se hubiera recuperado del resfriado que había contraído por su culpa.

Volvió a acostarse y durmió a ratos, entre escalofríos y fiebre alta.

No se despertó lo suficiente para tomar otra dosis de jarabe hasta más o menos el momento en que Zac pedía una botella de vino para su madre.


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