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domingo, 3 de septiembre de 2023

Capítulo 12


2012

Esther limpió el baño, de arriba abajo, como hacía cada dos días.

La limpieza lo era todo.

Las manos, enrojecidas, irritadas y cuarteadas por años usando agua caliente y jabones fuertes, le escocieron cuando metió el estropajo en el cubo. Le dolían las rodillas; la espalda le daba punzadas y latigazos.

Apenas los notaba.

Estaba muy orgullosa del suelo blanco de linóleo, del brillo que sacaba a los grifos del lavabo y la ducha.

Cantaba mientras limpiaba, su voz era tan joven, fuerte y bonita como ella lo había sido tiempo atrás.

Cuando terminara, barrería y limpiaría el resto de la casa, y cuando el señor llegara, estaría contento con ella.

Él se la había procurado, ¿no?, incluso le decía que se la había ganado. Y le advertía, pues ella era necia y perezosa, que podía volver a quitársela si no mostraba -a la casa y a él- el debido respeto.

Hasta le había dejado colgar una cortina de flores para separar el baño del resto de la casa.

El resto consistía en un espacio de dos metros y medio por tres metros donde había una cama individual, una lámpara con el pie de hierro oxidado y la pantalla rasgada, la silla que él había subido de su habitación del sótano, una encimera hecha con troncos de abedul y madera contrachapada y una barra de ducha que le servía como ropero.

Las paredes solo estaban enyesadas a medias; una alfombra trenzada marrón, deshilachada en los bordes, cubría el entarimado. Ella tenía dos armarios, uno para los platos de plástico y otro de despensa, así como una nevera portátil para guardar los alimentos perecederos.

Lo mejor de todo era que tenía una ventana. Era pequeña y estaba muy arriba, tocando el techo, pero le proporcionaba luz cuando hacía sol y podía ver el cielo y las estrellas por la noche.

Cuando se metía en la cama, veía más. Unos cuantos árboles, las montañas, o su silueta.

Tenía menos espacio que en la habitación del sótano, pero había llorado agradecida cuando el señor la había llevado a la casa y le había dicho que viviría ahí a partir de entonces.

Ya no llevaba grilletes, aunque el señor los había atornillado a la pared para recordarle qué se vería obligado a hacer si lo enfadaba.

Ella se esforzaba por no enfadarlo.

Allí, en lo que era un palacio para ella, podía calentar agua en el hornillo eléctrico y prepararse una infusión, o abrir una lata y cocinar sopa.

En temporada, incluso la había dejado salir para trabajar en el huerto. Por supuesto, había tenido que atarla, por miedo a que se alejara y se perdiera o un oso la dejara malherida.

Ella tenía que trabajar de madrugada o de noche con el perro atado, pues este la vigilaba, pero apreciaba mucho esas horas al aire libre, con las manos hundidas en la tierra, sembrando o arrancando malas hierbas.

En una o dos ocasiones le pareció oír a un niño que gritaba o lloraba, y en otra, quizá en más de una, estuvo segura de haber oído que alguien pedía ayuda. Pero el señor le decía que eran los pájaros y que siguiera trabajando.
 
El señor procuraba para sí y para los suyos, le gustaba decir, con pollos en el gallinero, la vaca lechera del corral y el caballo del potrero.

El huerto desempeñaba una función importante en ese sentido, y las mujeres trabajaban la tierra y cuidaban de su fruto. De igual manera que debían ser sembradas y dar fruto.

Ella había tenido otras tres hijas, así como dos abortos y un varón que había nacido muerto.

El señor se había llevado a las niñas, y aunque ella había llorado por cada una de sus pequeñinas, se había permitido olvidar. Luego había llegado el varón. Cuánta felicidad y esperanza había sentido, y después, cuánto sobrecogimiento y tristeza.

El señor dijo que era la ira de Dios contra ella, un castigo por sus maldades, la maldición de Eva.

Mientras sostenía aquella forma inmóvil, aquel niño sin vida, como un muñeco azul claro, supo que el señor decía la verdad.

Dios castigaba a los malvados. Ella era malvada. Pero todos los días se arrepentía de sus maldades, se esforzaba por conseguir la redención.

Se levantó con dificultad e hizo una mueca de dolor cuando las rodillas le crujieron. Llevaba su ropa de fregar, un holgado vestido de algodón que le llegaba a media pantorrilla y unas zapatillas de suela delgada. El pelo, ya muy por debajo de la cintura, le colgaba en una frágil trenza cana.

No tenía el lujo de un espejo, pues la vanidad era un pecado que anidaba en lo más recóndito del corazón de toda mujer, pero podía palparse las arrugas que le surcaban la cara.

Se decía que debía estar agradecida de que el señor quisiera que ella siguiera cumpliendo con sus deberes conyugales, que la premiara con comida y un techo.

Se puso la mano en la barriga, donde sabía que llevaba otro hijo. Rezó para que fuera varón. Todas las noches se arrodillaba y rezaba para tener un hijo varón, un hijo con el que su marido le permitiera quedarse. Un hijo al que querer y amamantar, al que cuidar y enseñar.

Vació el cubo, volvió a llenarlo. Era la hora de limpiar los armarios, la encimera, la nevera portátil y el pequeño fregadero. Era la hora de cumplir con su deber.

Pero después de llevar el cubo a la cocina, tuvo que apoyarse en la pared. Era el bebé, por supuesto, creciendo en su seno, necesitando alimentarse de ella, lo que tanto la cansaba y casi le daba fiebre.

Se prepararía una infusión, se sentaría un rato hasta que se sintiera más fuerte. Más fuerte para el bebé, pensó al sacar el bote de las hojas de diente de león que el señor había tenido la bondad de enseñarle a secar, a ella, una mujer ignorante.

Puso una taza de agua a hervir en una olla y, mientras se calentaba, utilizó el agua jabonosa y caliente del cubo para limpiar.

Era preferible no dejarla enfriar. Quien guarda, halla.

Cuando el agua rompió a hervir, se sintió febril y mareada. La infusión la entonaría, la infusión... y sentarse un ratito.

Vertió el agua hirviendo sobre la cucharilla de plástico con las hojas y se llevó la taza a la silla.

Cuando se sentó, cerró los ojos.

Esther: Solo vamos a descansar un momento -dijo al bebé-. Solo vamos a tomarnos un descanso. Esta noche tenemos que recoger alubias y tomates. Y a lo mejor calabazas. Tenemos... -Se interrumpió, gritó por el repentino y fuerte espasmo-. ¡No! ¡No, por favor!

Con el segundo espasmo, se dobló por la mitad en la silla y cayó al suelo de rodillas mientras la taza se le escurría de la mano y la infusión de diente de león se derramaba en la vieja alfombra trenzada.
 
Sintió que esa vida la abandonaba, la sintió fluir fuera de ella con sangre y dolor.

Dios castigaba a los malvados, pensó, y se tumbó en la alfombra, deseando su propia muerte.


En la actualidad

Vanessa consiguió llegar a casa justo antes de que anocheciera, y antes de otra de las nevadas de febrero. Mientras se quitaba la ropa de abrigo, le llegaron los aromas de la cocina.

Ness: ¡Dios mío, qué bien huele eso! Dicen que van a caer otros dos palmos, Clementine. A lo mejor quieres... -Cuando vio que la fuerte e impasible cocinera se apresuraba a enjugarse las lágrimas, se interrumpió y corrió a su lado-. ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Alguien se ha hecho daño? Mamá...

Sorbiéndose la nariz y procurando apartar a Vanessa, Clementine negó con la cabeza.

Clementine: Tu padre y ella han salido a cenar. No es nada. Se me ha metido algo en el ojo.

Ness: No me vengas con esas. Aunque tuvieras clavada una astilla tan grande como mi pulgar, te la arrancarías sin derramar una sola lágrima. Siéntate.

Clementine: ¿No ves que tengo el pollo a medias? 

Vanessa se apresuró a apagar el fogón.

Ness: Se conservará. He dicho que te sientes, y hablo en serio. Ahora.

Clementine: Me gustaría saber cuándo has empezado a dar órdenes en esta casa.

Ness: Te estoy dando esta. ¿O quieres que telefonee a mamá?

Clementine: ¡Ni se te ocurra! -Con las facciones crispadas, las mejillas aún húmedas, se sentó-. Ya está. ¿Satisfecha?
 
Aunque quería replicarle, Vanessa se mordió la lengua. Pensó en preparar té, pero decidió que le llevaría demasiado tiempo y podía perder la ventaja. En vez de eso, sacó una botella de whisky y echó dos dedos en un vaso.

Después de ponérselo delante, se sentó.

Ness: Anda, dime qué pasa. ¿Cuántas veces te lo he dicho yo cuando me había hecho daño, tenía un disgusto o simplemente estaba tan enfadada como para llorar?

Clementine: No es de tu incumbencia.

Ness: Tú eres de mi incumbencia.

Derrotada por ese argumento, Clementine cogió el vaso y se bebió la mitad del whisky.

Clementine: No sé qué me ha dado. Acabo de enterarme... Una amiga mía del club de patchwork... Tú conoces a Sarah Howard.

Ness: Claro. Fui a la escuela con su hijo menor, Harry. Yo... Oh, Clem, ¿le ha pasado algo a la señora Howard?

Clementine: No, no, ella está bien. Es solo que... -Alzando una mano, se rehízo-. Sarah es amiga de Denise McNee..., la madre de Karyn Allison, esa pobre chica. Recuperó su apellido de soltera después de divorciarse hace unos años. Mary, la prima de Sarah, se casó con el hermano de Denise, y Sarah y Denise se hicieron amigas con los años.

Ness: Vale.

Clementine: Esta noche íbamos a reunirnos, el club de patchwork, en mi casa. De ocho a diez. Sarah acaba de llamar para decir que no podrá venir; traía su tarta de moca.

A Vanessa no le costó seguir sus digresiones.

Ness: ¿Qué le ha pasado a Denise McNee, Clem?

Clementine: Se ha tomado un montón de pastillas, Vanessa. Se ha tragado un montón de las pastillas que el médico le recetaba para ayudarle a superar este momento tan terrible. No sé qué clase de malditas pastillas.

Ness: Ay, Clem.

Clementine: Ha sido Sarah quien la ha encontrado, había pasado a llevarle un guiso y a hacerle compañía un rato. Ha sido Sarah quien la ha encontrado y ha llamado a una ambulancia.

Ness: Se ha suicidado.

Clementine: Lo ha intentado. Todavía puede que lo consiga. Está en el hospital, y Sarah me ha dicho que aún no lo saben. Sarah estaba llorando, fuera de sí. Y me he puesto a pensar en cómo esa pobre mujer quería morirse, en cómo ha perdido a su hija de esa manera tan atroz, y es lo mismo que perder su corazón.

Ness: Lo siento mucho, Clem. Lo siento muchísimo.

Clementine: Ya nunca volverá a ser la misma, esa madre. -Con la barbilla temblándole, utilizó el borde del delantal para enjugarse los ojos enrojecidos-. Si vive, ya nunca será la que era. La gente me mira y piensa que no he tenido hijos, pero eso no es verdad.

Ness: No, no lo es. -Hablando con dulzura, le cogió la mano con firmeza-. Me tienes a mí, y a Alex y a Mike. Supongo que a Zac también, de hecho.

Clementine: Me ha afectado muchísimo. -Más calmada, se enjugó las lágrimas con la otra mano-. Una buena amiga llorando al teléfono por una amiga suya. Esa pobre chica muerta por razones que desconocemos. Y Cora, aguantando durante tantos años, sin saber si una hija suya está viva o muerta. Me ha afectado muchísimo, y me ha hecho pensar en cómo lo llevaría yo, en cómo lo superaría si algo le pasara a uno de los míos. -Meció un poco el cuerpo y tomó otro sorbo de whisky-. No es un amor comparable al de una madre por un hijo, sea cual sea la manera como ha entrado en su vida, y no hay pérdida ni dolor que puedan compararse.

Ness: Vamos a cuidarnos, y vamos a cuidar unos de otros, te lo prometo. ¿No dejo yo que Zac o Mike se me peguen como lapas casi siempre que voy a trabajar? ¿Para así tenerlos controlados?

Clementine sonrió.

Clementine: Eres un cielo la mayoría de las veces, Vanessa.

Ness: Lo soy. Vamos, quiero que hagas lo que sé que te tiene angustiada y lo que tú me dirías que hiciera en tu lugar. Ve al hospital para hacer compañía a tu amiga. Ella te necesita.

Clementine: No he terminado de preparar la cena.

Ness: Me las apañaré. Anda, vete. Va a nevar, así que conduce con prudencia, y quiero que me mandes un mensaje esta noche cuando llegues a casa. Para no preocuparme -se apresuró a añadir-.

Clementine: Conduzco cuando nieva en Montana desde antes de que tú nacieras. Me sentiría mejor estando con Sarah.

Ness: Pues ve.

Clementine: Sí -se levantó-. Bien, pon el pollo a fuego medio y déjalo cocer durante otros veinte minutos. No te vayas corriendo y lo dejes, porque se te quemará.

Ness: No, señora.

Clementine: Hay zanahorias y patatas asándose en el horno.

Vanessa escuchó sus órdenes, detalladas y reiteradas, mientras la mujer se abrigaba.

Una vez estuvo sola, volvió a encender el fogón, miró dentro del horno y levantó el paño que cubría la masa del pan a la que Clementine había dicho que le faltaban otros quince minutos para subir.

Se sirvió su copa de vino y pensó en la desesperación de una madre, en el aguante de otra. Una no había sido capaz de asimilar la pérdida. La otra había seguido adelante.

Pero ambas necesitaban hombros en los que apoyarse, amigos alrededor.

Familiares para llenar los vacíos, amigos que eran como de la familia.

Miró por la ventana, vio las luces de la choza encendidas.

Y siguiendo un impulso, mandó un mensaje de texto a Zac:

“¿Has cenado ya?”

Tardó un minuto en responder:

“No.”

“Ven a cenar con nosotros. Hasta te invitaré a una cerveza.”

Esta vez la respuesta le llegó en segundos:

“Ábrela y ponme un plato.”

“Hecho.”

Se alejó de la ventana, pinchó el pollo, y pensó que esa noche todos los polluelos de Clementine cenarían juntos en el gallinero.


Pasó un día, luego otro, y Vanessa no conseguía quitarse de la cabeza su conversación con Clementine. Daba igual que ya fuera de nuevo la misma mujer templada e impasible de siempre y que todo hubiera vuelto a la normalidad.

Puede que la tuviera tan grabada porque Denise McNee había entrado en coma y parecía suspendida en ese limbo entre la vida y la muerte. ¿Se podía elegir hacia dónde ir? ¿Era siempre una decisión?

No estaba segura de que hubiera respuestas, pero decidió hacer las preguntas.

Fue al Centro Ecuestre a caballo, los golpes de los cascos de Leo contra el duro asfalto de la carretera eran tan claros como tañidos de campanas. Prados nevados se extendían por doquier mientras el invierno ejercía alrededor su firme y glacial control.

Aun así, el cielo estaba azul y había halcones planeando por él. Puede que cuando febrero diera paso a marzo la primavera asomara la cabeza.

Vio la camioneta de su abuela, el todoterreno de Jessica, y los sorteó montada sobre Leo. Desmontó, abrió las puertas y entró al caballo.

La voz de Cora resonó:

Cora: Cambia de pies y llévala en la otra dirección. No hace falta que te agarres al arzón, Jessie.

Jessie: A mí me parece que sí.

Cora: Mantén la espalda recta. Muy bien. ¿Por qué no la pones al trote?

Jessie: Vale. Dios mío, mañana volveré a sentarme en un cojín.

Divertida, pues Jessica ya lo había hecho dos veces, Vanessa ató las riendas de Leo a una barra y le aflojó las cinchas.

Cuando se dirigió al borde del picadero, vio que Jessica llevaba a la yegua a un armónico trote.

Cora: Espalda recta -a lomos de Vaquero, su caballo preferido, la miraba con ojos de águila-. Muévete con ella, deja que sienta que estás con ella.

En opinión de Vanessa, su abuela nunca estaba tan atractiva como cuando montaba a caballo. Llevaba la camisa de cuadros metida por dentro de los vaqueros, y los pantalones metidos por dentro de unas llamativas botas rojas. Su bonito pelo, bajo un sombrero negro almidonado de ala vuelta.
 
Cora: Sigue al trote y cambia de pies. No te lo pienses demasiado, hazlo sin más.

Jessie: ¡Lo he hecho!

Cora: Pues claro. Ahora ve frenándola, deja que vaya un rato al paso. No levantes los hombros.

Cora hizo girar a su caballo y entonces vio a Vanessa. Su nieta se llevó un dedo a los labios, y recibió una sonrisa a cambio.

Cora: ¿Notas cómo responde?

Jessie: Sí -alzó una mano para colocarse bien el casco-. Sinceramente, las primeras veces no entendía a qué te referías. Pero ahora sí. No me puedo creer que esté haciendo esto. Que puedo hacer que ande y que se pare, ponerla al paso y al trote, en una dirección, luego en la otra.

Cora: ¿Y pasártelo bien?

Jessie: Me lo paso bien. Aunque lo paguen mi culo y mis piernas. Es una sensación genial.

Cora: Y vas a tener una sensación incluso mejor. Vas a llevarla del paso al trote y del trote al medio galope.

Incluso de lejos, Vanessa vio que Jessica agrandaba los ojos, que los ponía como platos.

Jessie: Ay, Cora, no creo que esté lista. Para serte sincera, me va bien ir despacito.

Cora: Estás lista. Tienes que confiar en mí, en la yegua, en ti. Trota un poco. Mete las rodillas, baja los talones y los codos. Dile qué quieres. Eso es. Ella quiere complacerte. Solo tienes que darle otro empujoncito, mantener la postura, darle la señal, y seguirá sola.

Jessie: ¿Y si me caigo?
 
Cora: No vas a caerte, pero si te caes, volverás a montar. Un empujoncito, Jessie.

La cara de miedo que puso Jessica hizo que Vanessa se preguntara si su abuela no se habría precipitado, si no habría forzado las cosas. Pero Jessica, con los labios apretados, se balanceó en la silla, espoleó a la yegua con los talones y la llevó con fluidez a un espléndido medio galope.

La preocupación dio paso al asombro.

Jessie: ¡Oh, Dios mío!

Cora: Muévete con ella, eso es. ¡Baja los codos! Mírate. Cambia de pies. Muy bonito, cariño. Muy bien. Vuelve a frenarla, despacio.

En cuanto Maybelle se detuvo, Jessica se llevó la mano al pecho.

Jessie: ¿Ha pasado de verdad?

Ness: Lo he grabado en vídeo -se acercó y le enseñó el móvil-. Bueno, los últimos segundos. Lo has hecho genial.

Cora: Aprende más deprisa de lo que ella se cree. Da otra vuelta. Al paso, al trote y al medio galope.

Jessie: ¿Por qué me da tantísimo miedo cuando acabo de hacerlo?

Cora: Hazlo otra vez, y la próxima será más fácil.

Jessie: Una vez más.

Vanessa giró sobre sus talones, grabando con el móvil a la amazona novata y a la yegua veterana.

Ness: Voy a mandarte este vídeo -le dijo cuando Jessica llevó a Maybelle al centro del picadero-.

Sin aliento, con la cara arrebolada y el ceño fruncido, Jessica echó un vistazo a la pantalla que Vanessa le enseñaba.

Jessie: ¿Voy a ponerme contenta o voy a morirme de vergüenza?

Ness: Creo que vas a quedarte impresionada.

Cuando Vanessa fue a buscar una banqueta, Jessica negó con la cabeza.
 
Jessie: No la necesito. Bajar es una de mis mejores habilidades ecuestres. Pero, ay, cómo me duele el trasero.

Cora: Cuando le dediques más tiempo y montes más a menudo, el trasero dejará de dolerte -desmontó con soltura-. Veamos si te acuerdas de cómo desensillar tu caballo.

Ness: De hecho, lo haré yo -agarró las riendas de Maybelle-. Tengo que hablar de una cosa con Cora.

Jessie: Entonces me iré a casa y me meteré en la bañera -acarició a la yegua-. Gracias, Maybelle. Gracias, Cora.

Cora: Ha sido un placer. Me has recordado lo bien que se pasa enseñando a una persona desde el principio.

Acompañada por Vanessa, Cora llevó a los caballos a las casetas.

Cora: Iba a desensillarlos aquí para que Jessica adquiriera práctica y cepillarlos luego en el CAH. Pero podemos hacerlo aquí si necesitas hablar conmigo. ¿Quieres una Coca-Cola? Tenemos unas cuantas en el cuarto de los arreos.

Ness: Traeré un par.

Vanessa se llevó la silla, la guardó y cogió los refrescos. Cora tenía la segunda silla de montar en el poste y ya estaba frotando a Vaquero con un paño.

Cora: ¿Qué te preocupa, cariño?

Ness: No te lo he preguntado nunca porque no quería ponerte triste -cogió un paño limpio y se puso manos a la obra-. Si te pone demasiado triste y no quieres hablar de eso, me callaré.

Cora: Esto parece serio.

Ness: Es sobre Alice. Creo que entiendo por qué se enfada la abuela y por qué lo hace mamá. La abuela... Tú eres su hija, y le duele que alguien te haya hecho sufrir tanto. Lo mismo ocurre con mamá. Y creo que ellas también sufren.
 
Cora: Sé que eso es cierto, y no hablamos mucho del tema porque reaviva el sufrimiento.

Ness: Yo no quiero hacer eso. -Mientras cepillaba a la yegua, miró a su abuela-. No quiero que sufras más todavía.

Cora: Pero te haces preguntas. Tienes muchas acumuladas, y eres la clase de persona que quiere respuestas. -Sin dejar de trabajar, la miró a los ojos-. Vamos, pregunta.

Ness: Supongo que el detonante ha sido la madre de Karyn Allison, yaya. Que quisiera morirse, ya que a lo mejor lo consiga. Y hablé personalmente con la madre de Bonnie y sé que, aunque no estaban tan unidas como dicen que lo estaban Karyn y su madre, su pena era infinita. Hizo que me preguntara cómo ha sido para ti, todos estos años, sin saber con seguridad si Alice está...

Cora: Viva. Sí está viva. Mi corazón me dice que lo está. Necesito creer que lo está.

Ness: Pero ¿por qué no estás enfadada? Veo que la abuela y mamá están enfadadas y lo entiendo. Veo tu convencimiento de que está viva y lo entiendo. Pero ¿por qué no estás enfadada? -En esencia era eso, comprendió Vanessa. No había conocido a Alice, y solo mencionar su nombre la encendía por dentro-. Alice se marchó sin más, os borró a todos de su vida. ¿Qué clase de persona, yaya, ni tan siquiera te dice que está viva y bien en alguna parte? ¿Qué clase de persona no entiende o ignora el sufrimiento, la preocupación?

Cora: Estuve enfadada. Bueno, «enfadada» es una palabra demasiado limitada para describir lo que sentía. No tengo una palabra que sea lo bastante grande. -Y Cora siguió peinando la crin de Vaquero con manos pacientes, con movimientos constantes-. Se largó el día de la boda de su hermana. El día más feliz de su vida. Esa noche, de hecho, tal como dedujimos. Dejó una nota diciendo que no iba a conformarse como Anne con la esclavitud del matrimonio, el aburrimiento de la vida en el rancho. Me echó en cara que yo nunca la había entendido, que no la quería tanto como a Anne. Para hacerme daño. A propósito. Alice sabía cómo meter el dedo en la llaga.

Vanessa se preguntó si Alice no habría hecho un favor al resto de la familia marchándose, pero se reservó esta opinión.

Cora: Yo no quería decírselo a Anne y a Sam, no quería amargarles la luna de miel. Pero esa noche se quedaron a dormir en una cabaña, y cuando volvieron para despedirse de todos antes de salir de viaje, tuve que hacerlo. Luego debí obligarlos a marcharse y decirles, y sinceramente en ese momento lo creía, que Alice solo estaba provocándonos como a ella le gustaba hacer, y que volvería pasados unos días.

Ness: Pero no volvió.

Cora: No volvió. Durante un tiempo, mandó postales de vez en cuando. Yo contraté a un detective. No iba a obligarla a volver. Tenía dieciocho años, así que de todas formas no podía, pero es inútil intentar retener a alguien que quiere irse. Solo quería saber que estaba bien, que no corría peligro... Por desgracia, no pudimos encontrarla -respiró hondo y pasó una mano por el cuello de Vaquero-. Dejé de estar enfadada, Vanessa, porque estar enfadada no cambiaba nada. Solía preguntarme si había sido demasiado dura con ella, o demasiado blanda. Yo estaba intentando mantener el rancho a flote, luego vino el rancho turístico y los primeros tiempos del resort. ¿Me había impedido todo eso ser una buena madre para ella?

Culparse no servía de nada, pensó Vanessa. No, no iba a permitirlo.

Ness: Yaya, veo cómo os tratáis mamá y tú. Lo veo y sé qué clase de madre fuiste, eres. Me destroza saber que has dudado de ti misma.

Cora: Las madres lo hacen, todos los días. Es curioso, Ness, cómo una mujer puede traer a dos hijas al mundo, darles la misma educación: las mismas reglas y valores, caprichos y castigos. Y aun así que puedan ser dos personas tan distintas. -Por un momento, apoyó la mejilla en el cuello de Vaquero-. Mi Alice nació cubierta de espinas. Podía ser divertida y dulce, y, Dios santo, encantadora. Pero mientras que Anne era feliz en el rancho, Alice siempre se sintió limitada por él. Sé que Alice pensaba que yo prefería a Anne, pero cuando una hija se esfuerza por sacar buenas notas y la otra se salta las clases, bueno, una de ellas recibirá elogios y la otra, castigos -suspiró y se rio sin ganas-. Alice nunca pareció entender cómo funcionaba todo. Cuando estaba en paz consigo misma, era una delicia. Audaz, aventurera y curiosa. Mientras que Anne podía ser demasiado seria, preocuparse demasiado porque todo estuviera perfecto, por complacer a todos al mismo tiempo, Alice la sacaba de ahí, la provocaba para que corriera riesgos. Muy parecido a lo que ocurre con Alex y Zac, pero Zac... no tenía sus espinas, jamás en su vida estuvo resentido con Alex por ser quien era, por tener lo que tenía. Ahí está la diferencia.

Ness: Y nada de eso importaba, ni importa ahora -dijo en voz baja-. Espinas, resentimientos, atrevida o curiosa, era tuya. Tú la querías. La quieres.

Cora: La quería, y la quiero. ¿Haberla perdido? ¿Saber que ha preferido olvidarme, olvidarnos a todos? Me duele igual que el primer día.

Ness: ¿Cómo lo soportas? ¿Cómo sigues adelante?

Cora: Tengo que verlo todo en su conjunto, no solo ese punto negro y vacío -sacó unas pastillas de menta del bolsillo y se las dio a los caballos-. Cuando murió tu abuelo, el que no llegaste a conocer, todo mi mundo se desmoronó. Lo quería, Vanessa, tanto que no sabía cómo podría seguir adelante en un mundo donde él no estuviera. Pero tenía a tu madre, y ella me necesitaba. Llevaba a Alice en mi vientre. Tuve que seguir adelante. -Después de pasar la mano por la trenza de Vanessa, cogió un raspador-. Tus bisabuelos... Sé que mamá y yo nos peleamos de vez en cuando. Es imposible que dos mujeres que viven bajo el mismo techo no lo hagan. Pero no hay nada en este mundo que pueda enturbiar el amor y la gratitud que siento por ella y por mi padre. Vendieron su casa para venir aquí porque yo los necesitaba. No podría haber seguido adelante sin ellos. Podría haber perdido el rancho, aun con la ayuda de tus tíos.

Ness: Podrías haberlo dejado estar, haberlo vendido. Todos lo habrían entendido.

Cora alzó la vista bajo el ala del sombrero mientras limpiaba el casco trasero derecho de Vaquero.

Cora: Mi Mike adoraba el rancho. Arriesgó todo lo que tenía para levantarlo. Yo no podía dejarlo estar, pero sin esa ayuda, podría haberlo perdido. En cambio prosperó, y sé que mi Mike estaría orgulloso de lo que hemos hecho. -Sonriendo, se apoyó en la pata delantera de Vaquero e inspeccionó la pezuña cuando el animal la levantó-. Tengo una hija que me alegra la vida, un yerno que es el mejor hombre que conozco. Y tres guapos nietos de los que me siento orgullosa todos los días. Tengo una vida plena, Vanessa, porque decidí vivirla. Tengo penas. Ninguna vida es plena sin ellas. Echo de menos a mi marido. No importa cuántos años hayan pasado desde la última vez que vi su cara, oí su voz. Todavía lo veo, todavía lo oigo, y eso me consuela. Echo de menos a mi hija, sus virtudes y sus defectos. Puedo querer otra oportunidad para ser su madre sin restar valor a todo lo que tengo, a todas las cosas buenas, por ese deseo.

Ness: Tienes una vida plena porque decidiste vivirla y te esforzaste para que lo fuera.

Cora: Sí, pero no infravalores a la madre de esa pobre chica, Vanessa, por no haber podido afrontar su pena. La desesperación es un ser vivo y poderoso.
 
Ness: No lo haré. No la infravaloro. Pero puedo valorarte más a ti, yaya, por ser más fuerte que la desesperación y más valiente que la pena.

Cora: Mi dulce niña -susurró-.

Ness: Veo lo fuerte que eres, yaya. Fuerte e inteligente, y también cariñosa. Veo esas cualidades en la abuela y en mamá. No resto valor a los hombres de nuestra familia cuando digo que estoy orgullosa de ser la siguiente en mantener alto el pabellón de la familia Riley, Bateau, Hudgens. Y por ti deseo que, dondequiera que esté, Alice se haya labrado una buena vida.

Cora: Eres un tesoro para mí, Vanessa. Un tesoro que brilla como el oro.

Cuando Cora rodeó los caballos para abrazarla, Vanessa la estrechó contra su pecho.

Sin embargo, pensó, aunque pudiera desearlo, por el bien de su abuela, le costaba creer que alguien pudiera labrarse una buena vida pasando por alto a su propia familia y a todas las personas que la habían querido.


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