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miércoles, 20 de marzo de 2019

Capítulo 1


Estaba perdiendo altura. El panel de control era un laberinto de números y luces resplandecientes y la cabina giraba como un carrusel que se hubiera vuelto loco. No necesitaba los timbrazos de la alarma para comprender que tenía problemas. Y tampoco aquella insistente señal luminosa en la pantalla del ordenador para saber que el problema era serio. Lo había sabido desde el momento en el que había visto aquel agujero negro.

Maldiciendo, reprimió el pánico e intentó hacerse con los controles empujando la palanca hasta su máxima potencia. El vehículo rebotó y fue sacudido al enfrentarse al empuje de la fuerza de la gravedad. Sintió la gravedad como si se hubiera golpeado contra una pared. Todo a su alrededor era un estruendo metálico. 

Zac: Aguanta, pequeña -consiguió musitar entre dientes-.

En la parte del suelo de la cabina que quedaba bajo sus pies se había abierto una grieta irregular de unos diez centímetros.

Zac: Aguanta, hijo de...

Presionó con fuerza hacia el este y maldijo otra vez al darse cuenta de que, por inteligentes que fueran sus maniobras, él y su nave terminarían siendo absorbidos por aquel agujero.

Las luces de la cabina se apagaron, dejándolo con la única iluminación caleidoscópica del panel de instrumentos. La nave giraba en espiral sobre su propio eje, como una piedra lanzada por un tirachinas. La luz en ese momento era un resplandor blanco, ardiente y brillante. Instintivamente, alzó el brazo para taparse los ojos. Pero una repentina y apabullante presión en el pecho lo dejó incapacitado para hacer otra cosa que no fuera jadear intentando llenar de aire sus pulmones.

Durante un instante, antes de desmayarse, recordó que su madre quería que fuera abogado. Pero él siempre había querido volar.

Cuando recuperó la conciencia, advirtió que ya no estaba girando en espiral. El aparato había emprendido una espeluznante caída en picado. Una mirada al panel de control le mostraba la altura que iba perdiendo.  Una nueva fuerza lo aplastaba contra el asiento, pero podía ver la curva de la tierra.

Consciente de que podía volver a desmayarse en cualquier momento, se lanzó hacia adelante para desacelerar y cederle al ordenador el control de la nave. De esa forma, sabía que buscaría una zona no habitada. Y si Dios existía, quizá funcionara el control de choque de aquella vieja máquina.

Quizá, solo quizá, viviera para ver un nuevo amanecer. Y quizá la abogacía no fuera tan mala.

Observó el mundo corriendo hacia él, azul, verde, hermoso. Al diablo con él, pensó. Sentarse tras un escritorio nunca sería tan hermoso como aquello.


Ness permanecía en el porche de la cabaña, observando el amenazante cielo nocturno. Los relámpagos que desgarraban el cielo y la cortina de agua que los acompañaba eran el mejor espectáculo de los alrededores.

Aunque estaba bajo el saliente del porche, tenía el pelo y la cara mojados. Tras ella, las luces de la cabaña resplandecían cálidas y acogedoras. Al oír el siguiente estallido de un trueno, se alegró de tener lámparas de petróleo y velas.

Pero la promesa de luz y calor no te hizo volver al interior de la casa. Aquella noche prefería el frío y aquella fuerza devastadora que se abría paso entre las montañas.

Si la tormenta duraba mucho más, el paso norte a través de las montañas sería impracticable durante semanas. No importaba, pensó mientras otra flecha de luz desgarraba el cielo. Tenía semanas y semanas por delante. De hecho, pensó, abrazándose a sí misma para protegerse de aquel viento estimulante, tenía todo el tiempo del mundo.

La mejor decisión que había tomado en su vida había sido la de hacer las maletas y atrincherarse en aquella cabaña de la familia. A ella siempre le habían gustado las montañas. Y los montes Klamath del suroeste de Oregón le ofrecían todo lo que necesitaba. Una imagen espectacular, altas y escarpadas cumbres, aire puro y soledad. Si tardaba seis meses en escribir su tesis sobre los efectos y las influencias de la civilización en los isleños de Kolbari, seis meses se quedaría. Había pasado cinco años estudiando antropología cultural, tres de ellos dedicados a hacer trabajo de campo. No había hecho una pausa en su vida desde que había cumplido dieciocho años y, desde luego, no se había permitido el lujo de pasar algún tiempo a solas, alejada de la familia, los estudios y los científicos que habitualmente la rodeaban. La tesis era importante para ella, demasiado importante, quizá; no le importaba admitirlo de vez en cuando. Desplazarse hasta allí para poder trabajar en soledad y permitirse algún tiempo para el estudio, era un excelente compromiso.

Ness había nacido en la cabaña de dos pisos que tenía tras ella y había pasado los cinco primeros años de vida en aquellas montañas, viviendo tan libre y sin ataduras como una gacela. 

Sonrió al recordarse a sí misma y a su hermana correteando descalzas. En aquella época, ambas creían que el mundo empezaba y terminaba en aquellas montañas y en sus padres, fieles representantes de la contracultura.

Todavía podía ver a su madre tejiendo esterillas y alfombras y a su padre cavando felizmente en el huerto. Por la noche escuchaban música y cuentos tan largos como fascinantes. Los cuatro eran felices y autosuficientes y solo veían a otras personas en sus excursiones mensuales a Brookings para comprar provisiones.

Podrían haber continuado allí, pero los sesenta habían cedido el paso a los setenta.  Un marchante de arte había descubierto uno de los tapices de la madre de Ness. Casi simultáneamente, su padre había descubierto que cierta mezcla de las hierbas que él mismo cosechaba servían para preparar una relajante y deliciosa infusión. Antes de que Ness hubiera cumplido ocho años, su madre se había convertido en una reconocida artista y su padre en un joven y exitoso empresario. Y la cabaña había pasado a ser un lugar para pasar las vacaciones desde que la familia se había trasladado y establecido en Portland.

Quizá había sido el impacto cultural que había sufrido Ness el que la había inclinado hacia la antropología. Su fascinación por las estructuras sociales y los efectos de las influencias externas a menudo habían dominado su vida. A veces hasta se olvidaba de la época en la que vivía en su ávida búsqueda de respuestas. Y, cada vez que eso ocurría, se iba unos días a la cabaña o a visitar a su familia. Aquello era lo único que necesitaba para volver al presente.

Empezaría al día siguiente, decidió. Si la tormenta había terminado para entonces, conectaría el ordenador y se pondría a trabajar. Pero solo cuatro horas al día. Durante los ocho meses anteriores, había trabajado el triple.

Cada cosa a su tiempo. Aquello era lo que siempre decía su madre. Pues bien, en aquella ocasión, se había propuesto recuperar parte de la libertad que había experimentado durante los primeros cinco años de su vida.

Tranquilidad. Ness dejó que el viento azotara su pelo y escuchó el martilleo de la lluvia sobre las piedras y la tierra. A pesar de la tormenta y el retumbar de los truenos, se sentía infinitamente serena. jamás en su vida había conocido un lugar tan tranquilo como aquel.

Vio una luz cruzando el cielo y, por un momento, creyó que era un satélite luminoso, o quizá un meteoro. Pero, cuando el cielo volvió a iluminarse, descubrió un vago perfil y un fogonazo metálico. Dio un paso adelante, dejándose empapar por la lluvia y entrecerró los ojos. Cuando el objeto se acercó, se llevó la mano a la garganta.

¿Un avión? Mientras observaba, creyó verlo deslizarse sobre las copas de los abetos que estaban al oeste de la cabaña. El estrépito del choque retumbó en todo el bosque, dejando a Ness completamente paralizada. En cuanto reaccionó, corrió al interior de la cabaña a buscar el impermeable y el botiquín de primeros auxilios.

Minutos después, mientras los truenos continuaban retumbando por encima de su cabeza, se subió al Land Rover. Se había fijado en el lugar en el que había caído el avión y ya solo podía esperar que su sentido de la orientación no le fallara.

Tardó casi treinta minutos en luchar contra la tormenta y los caminos surcados por la lluvia. En el momento de cruzar con el Land Rover el arroyo, apretó con fuerza los dientes. Ness era demasiado consciente del peligro de inundaciones en las montañas. Aun así, mantuvo la velocidad por encima de lo que habría sido recomendable. Giraba y tomaba desvíos confiando más en lo que le dictaba la intuición que en los datos que recordaba su memoria. Y ocurrió que estuvo a punto de atropellarlo.

Ness pisó el freno con fuerza cuando las luces del coche iluminaron una figura acurrucada a la orilla de una de las pistas que se utilizaba para transportar la madera. El Land Rover patinó, salpicando barro a su alrededor, hasta que las ruedas se agarraron a tierra. Ness tomó la linterna, salió y se arrodilló al lado del herido.

Vivo. Sintió una oleada de alivio cuando presionó los dedos contra el pulso que latía en su garganta. Iba vestido de negro y estaba empapado hasta los huesos. Automáticamente, extendió sobre él la manta que había llevado y comenzó a comprobar si tenía algún hueso roto.

Era un hombre joven, delgado y bien musculado. Mientras lo examinaba, rezó para que esas circunstancias se pusieran a su favor. Ignorando los rayos que cruzaban el cielo, iluminó su rostro con la linterna.

La herida de la frente la preocupó. Incluso en medio de aquella lluvia salvaje que lavaba su rostro sangraba copiosamente, pero la posibilidad de que tuviera el cuello o la espalda rotos le impedían levantarlo. Moviéndose rápidamente, buscó en el botiquín. Estaba poniéndole un vendaje cuando abrió los ojos.

Gracias a Dios. Aquel sencillo pensamiento cruzó su mente mientras le tomaba instintivamente la mano para tranquilizarlo.

Ness: Te vas a poner bien, no te preocupes. ¿Ibas solo? 

Él se la quedó mirando fijamente, pero solo veía una desdibujada figura.

Zac: ¿Qué?

Ness: ¿Había alguien contigo? ¿Hay algún otro herido? 

Zac: No -intentó levantarse-.

El mundo volvía a girar otra vez mientras se aferraba a ella, buscando apoyo. Deslizó la mano por el impermeable empapado de Ness.

Zac: Estoy solo -consiguió decir antes de desmayarse otra vez-.

Pero no tenía idea de lo solo que estaba.

Ness durmió a ratos durante la mayor parte de la noche. Había sido capaz de montar a aquel hombre en el Land Rover y tumbarlo después en el sofá. Lo había desnudado, lo había secado y le había curado las heridas antes de quedarse medio dormida frente a la chimenea. De vez en cuando, se levantaba para tomarle el pulso y mirarle las pupilas.

Estaba en estado de shock y Ness había decidido que indudablemente había sufrido una conmoción cerebral, pero el resto de sus heridas eran relativamente menores. Algunos golpes en las costillas y unos cuantos arañazos. Era un hombre con suerte, pensó, mientras tomaba el té y lo estudiaba a la luz del fuego. La mayor parte de los tontos tenían suerte. Porque ¿a quién sino a un tonto, se le podía ocurrir atravesar volando aquellas montañas en medio de una tormenta como aquella?

Continuaba lloviendo con furia en el exterior de la cabaña. Ness dejó la taza un lado y echó otro tronco al fuego. La luz aumentó, arrojando las sombras del fuego por la habitación. Un tonto muy atractivo, añadió con una sonrisa mientras arqueaba su dolorida espalda. Debía medir algo más de uno setenta y tenía una hermosa complexión. Era una suerte, para ambos, que Ness fuera una mujer fuerte, acostumbrada a trasladar su pesado equipaje y el equipo de trabajo. Se inclinó contra la repisa de la chimenea y lo observó con atención.

Definitivamente atractivo, pensó otra vez. Y lo sería todavía más cuando recobrara el color. Aunque estaba muy pálido, tenía una bonita fisonomía. Céltica, decidió, con aquellos pómulos altos y una boca perfectamente esculpida. Era obvio que no había visto una cuchilla desde hacía al menos un par de días. Eso y el vendaje de la frente le daban un aspecto libertino, casi peligroso. Tenía los ojos azules, recordó. De un azul particularmente claro e intenso.

Definitivamente, orígenes celtas, pensó otra vez mientras volvía a tomar la taza de té. Tenía el pelo castaño y ligeramente alborotado. Lo llevaba demasiado largo para ser militar, reflexionó y frunció el ceño al recordar la ropa que le había quitado. El mono negro tenía un aspecto definitivamente militar y además llevaba una especie de insignia en el bolsillo del pecho. Quizá perteneciera a algún grupo de élite del ejército del aire.

Se encogió de hombros y volvió a sentarse. Pero también llevaba unas zapatillas de lona. Zapatillas de lona y un reloj carísimo con al menos media docena de esferas. Lo único que había sido capaz de averiguar al dirigir una breve mirada a aquel reloj era que no iba bien. Aparentemente, tanto el propietario como el reloj habían salido lesionados del golpe.

Ness: No sé el reloj -le dijo en medio de un bostezo- pero creo que tú te pondrás bien.

Y sin más, volvió a dormirse.


Se despertó una vez con un espantoso dolor de cabeza y la visión borrosa. Había una chimenea, o bien era una simulación de primera clase. Olía a leña... a lluvia, pensó. Tenía el vago recuerdo de haber sido arrastrado en medio de la lluvia. En lo único que podía concentrarse era en el hecho de que estaba vivo. Y caliente.  Recordaba haberse sentido helado, húmedo y desorientado. Tanto que al principio creía haber caído en medio del mar. Pero había estado con... alguien. Una mujer. Una voz dulce y tranquila... Y unas manos delicadas. Intentó pensar, pero el martilleo de la cabeza hacía que el esfuerzo le resultara demasiado doloroso.

La vio sentada en una silla con una colorida manta sobre el regazo. ¿Sería una alucinación? Quizá, pero al menos era una alucinación bastante agradable. El cabello, oscuro, centelleaba a la luz del fuego. La media melena le llegaba a la altura de los hombros y en ese momento enmarcaba con un atractivo desorden su rostro. Estaba durmiendo. Podía ver sus senos subir y bajar sosegadamente.  Bajo aquella luz, su piel adquiría un brillo dorado. Sus facciones eran suaves, casi exóticas. Y sobre ellas se recortaba una boca ancha y llena, suavizada y relajada por el sueño.

En lo que a alucinaciones se refería, no se podían pedir mucho mejores. Cerró los ojos otra vez y durmió hasta el amanecer.

La chica había desaparecido cuando se despertó por segunda vez. El fuego todavía crepitaba en la chimenea y se filtraba por la ventana una luz tenue y acuosa. El dolor de cabeza no había cesado, pero era soportable. Con dedos recelosos, tocó el vendaje de su frente. Se dio cuenta de que podían ser horas o días los que llevaba inconsciente. Hizo un serio esfuerzo para incorporarse, pero descubrió entonces la debilidad de su cuerpo.

Y también lo estaba su mente, decidió mientras utilizaba las pocas fuerzas que tenía para mirar a su alrededor y descubrir el lugar en el que se encontraba. Era una habitación construida en piedra y madera, con una decoración sorprendentemente anticuada. Zac había visto algunas reliquias cuidadosamente conservadas construidas con esos mismos materiales. Su propia familia había pasado unas vacaciones en una de ellas, que incluían en el lote visitas a parques naturales y a diferentes monumentos. Volvió la cabeza lo suficiente para ver las llamas lamiendo los troncos de la chimenea. El aire era seco y olía a humo. Pero era poco probable que lo hubieran puesto a cubierto en un museo o en algún parque histórico.

Lo peor de todo era que no tenía la más remota idea de dónde estaba.

Ness: Oh, estás despierto.

Ness se detuvo en el marco de la puerta con una taza de café en la mano. Como su paciente se limitaba a mirarla fijamente, le sonrió para darle confianza y se acercó hasta el sofá. Parecía tan indefenso que la timidez con la que Ness había batallado durante toda su vida fue fácilmente superada.

Ness: Estaba preocupada por ti -se sentó al borde del sofá y le tomó el pulso-.

Podía verla más claramente en aquel momento. El pelo ya no lo llevaba despeinado, sino pulcramente peinado a un lado. Era de un suave tono negro. «Exótica» era exactamente la palabra adecuada para describirla, decidió, con aquellos ojos de largas pestañas, la nariz delgada y la boca llena. De perfil le recordaba a un dibujo que en una ocasión había visto de la antigua Cleopatra. Los dedos que había posado en su muñeca estaban fríos.

Zac: ¿Quién eres?

El pulso era firme, pensó Ness con un asentimiento de cabeza mientras continuaba contando sus pulsaciones. Y fuerte.

Ness: No soy Florence Nightingale, pero soy la única persona con la que cuentas -sonrió otra vez al tiempo que le alzaba los párpados para examinarle de cerca las pupilas-. ¿Cuántas chicas ves aquí?

Zac: ¿Cuántas debería ver?

Con una risa, Ness le ahuecó el almohadón en el que apoyaba la espalda.

Ness: Solo una, pero como sufriste una conmoción cerebral podrías ver gemelas.

Zac: Solo veo una -sonrió y alargó la mano para tocar aquella barbilla ligeramente apuntada-. Y muy guapa.

El color asomó a las mejillas de Ness al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás. No estaba acostumbrada a que la alabaran por su hermosura, normalmente, todo el mundo admiraba su inteligencia.

Ness: Prueba esto. Es una mezcla inventada por mi padre. Todavía no está en el mercado.

Y antes de que pudiera declinar su oferta, sostuvo la taza frente a sus labios.

Zac: Gracias -curiosamente, el sabor evocó un neblinoso recuerdo de la infancia-. ¿Qué estoy haciendo aquí?

Ness: Recuperarte. Tu avión se estrelló a unos cuantos kilómetros de aquí.

Zac: ¿Mi avión?

Ness: ¿No te acuerdas? -un ceño fruncido oscureció su mirada. Una mirada de oro. Sí, tenía unos ojos enormes, de un hermoso castaño dorado-. Supongo que poco a poco recuperarás la memoria. Te diste un buen golpe en la cabeza. -Lo urgió a seguir bebiendo y resistió la ridícula necesidad de apartarle el pelo de la frente-. Estaba viendo la tormenta, si no, no te habría visto caer. Es una suerte que prácticamente no estés herido. En la cabaña no tengo teléfono y están arreglando la emisora, así que ni siquiera puedo llamar al médico.

Zac: ¿La emisora?

Ness: Sí, aquí nos comunicamos por radio -le explicó con amabilidad-. ¿Crees que podrás comer algo?

Zac: Quizá. ¿Cómo te llamas?

Ness: Vanessa Hudgens -dejó la infusión a un lado y posó la mano en su frente para ver si tenía fiebre. Le parecía casi un milagro que no se hubiera resfriado-. Mis padres vivieron aquí durante la primera ola contestataria de los sesenta. Así que me llamo Vanessa, que seguramente es un nombre mejor que el de mi hermana, Sunny -al advertir su confusión, soltó una carcajada-. Puedes llamarme Ness. ¿Y tú?

Zac: Yo no...

La mano que aquella joven había posado en su frente estaba fría, era real. De modo que ella también tenía que ser real, razonó. ¿Pero de qué demonios le estaba hablando?

Ness: ¿Cómo te llamas? Normalmente me gusta saber el nombre de las personas a las que rescato de un avión destrozado.

Abrió la boca para decírselo, pero tenía la mente en blanco. Sintió el frío del pánico descendiendo por su espalda. Ness lo vio palidecer y advirtió el resplandor de sus ojos antes de que la agarrara de la muñeca con fuerza.

Zac: No puedo... No puedo recordarlo.

Ness: No lo intentes -maldijo en silencio, pensando en la radio que había llevado a arreglar la última vez que se había acercado a la ciudad por provisiones-. Estás desorientado. Quiero que descanses. Intenta relajarte mientras te preparo algo de comer.

Cuando cerró los ojos, Ness se levantó inmediatamente y volvió a la cocina. No tenía ninguna identificación, recordó mientras empezaba a preparar una tortilla. Ni cartera, ni documentos, ni permisos de ningún tipo.  Podía ser cualquiera. Un criminal, un psicópata... Riéndose de sí misma, cortó un poco de queso para mezclarlo con la tortilla. Siempre había tenido una fructífera imaginación. Al fin y al cabo, ¿no había sido su capacidad para imaginar las culturas primitivas como gente real, familias, amantes, hijos, la que le había permitido avanzar en su carrera?

Pero, aparte de la imaginación, también se le había dado bien juzgar a las personas. Probablemente, eso también se debía a su fascinación por las personas y sus costumbres. Y, admitió pesarosa, al hecho de que siempre se hubiera sentido mejor observando a los demás que interactuando con ellos.

El hombre que estaba luchando contra sus propios demonios en la cabaña de su casa no representaba ninguna amenaza para ella. Quien quiera que fuera, era inofensivo. Dio la vuelta a la tortilla con mano experta y se volvió para buscar un plato. Y con un chillido, tiró al suelo la sartén, la tortilla y todo. Su inofensivo paciente estaba en la puerta de la cocina, gloriosamente desnudo.

Zac: Efron -consiguió decir, fijando la mirada en el marco de la puerta-. Zachary Efron.

Como si estuviera muy lejos, la oyó maldecir. Emergió en medio de un desagradable marco y vio su rostro muy cerca del suyo. Lo estaba abrazando y parecía esforzarse para levantarlo. Intentando ayudarla, alargó el brazo y lo único que consiguió fue que los dos cayeran al suelo.

Ness quedó tumbada de espaldas, aprisionada por su cuerpo.

Ness: Creo que todavía estás un poco desorientado.

Zac: Lo siento -tuvo tiempo suficiente para comprobar que aquella joven era muy fuerte-. ¿Te he hecho daño?

Ness: Sí -lo seguía rodeando con los brazos y sus manos se extendían sobre los músculos de su espalda. Las apartó rápidamente, responsabilizando a la inesperada caída del ritmo agitado de su respiración-. Ahora, si no te importa, pesas un poco.

Zachary consiguió posar una mano en el suelo e incorporarse algunos centímetros. Estaba mareado, admitió, pero no estaba muerto. Y era una delicia sentir para si aquella mujer debajo de él.

Zac: Es posible que esté demasiado débil para moverme.

¿Era diversión lo que veía en sus ojos? Sí, decidió Ness; definitivamente, era diversión lo que veía en sus ojos. Esa diversión irritante y particularmente masculina.

Ness: Efron, si no te mueves, vas a terminar mucho más débil. -Advirtió en su rostro el fogonazo de una sonrisa antes de salir de debajo de él. Hizo un poco entusiasta intento de mantener la mirada fija en su rostro, y solo en su rostro mientras se incorporaba-. Si quieres conocer los alrededores, tendrás que esperar hasta que seas capaz de sostenerte en pie -deslizó la mano en su cintura para ayudarlo a incorporarse y sintió una fuerte e incómoda sensación-. Y hasta que busque entre las cosas de mi padre y encuentre unos pantalones.

Zac: De acuerdo -se hundió agradecido en el sofá-.

Ness: Esta vez quédate ahí hasta que vuelva.

Zachary no discutió. No podía. El camino hasta la puerta de la cocina y la vuelta al sofá había socavado sus fuerzas. Aquella debilidad era una extraña y molesta sensación. No podía recordar haber estado enfermo ni un solo día de toda su vida de adulto. Era cierto, se había dado un buen golpe en el aerociclo, pero entonces tenía... ¿cuántos? ¿Dieciocho años?

Maldita fuera, sí podía recordar eso, ¿por qué no era capaz de acordarse de cómo había llegado hasta allí? Cerró los ojos, se recostó contra el respaldo del sofá e intentó pensar a pesar de las punzadas que atormentaban su cabeza.

Había estrellado su avión. Al menos eso era lo que ella, Ness, había dicho. Desde luego, se sentía como si hubiera estrellado algo. Seguro que lo recordaría, de la misma forma que había recordado su nombre tras la inicial y aterradora amnesia.

Ness regresó con un plato en la mano.

Ness: Tienes suerte de que tenga bastantes provisiones. 

Cuando abrió los ojos, Ness vaciló y estuvo a punto de tirar la tortilla por segunda vez.

El aspecto de aquel hombre, se dijo a sí misma, medio desnudo, con solo una sábana cubriendo parte de su cuerpo y la luz del fuego danzando en sus ojos, era suficiente para que a una mujer le temblaran las manos. Entonces Zachary sonrió.

Zac: Huele bien.

Ness: Es mi especialidad -dejó escapar un largo suspiro y se sentó a su lado-. ¿Podrás comértela tú solo?

Zac: Sí. Solo me mareo cuando me levanto -tomó el plato y dejó que su hambre dominara la situación-. ¿Esto es real?

Ness: ¿Real? Por supuesto que es real.

Con una ligera carcajada, comió otro bocado.

Zac: No había comido verdaderos huevos desde... Ni siquiera me acuerdo.

Ness recordó que había leído en alguna parte que los militares utilizaban un sustituto del huevo.

Ness: Son huevos reales, de gallinas completamente reales -sonrió al verlo vaciar el plato-. Puedes comer más.

Zac: Esto debería bastarme -volvió a mirarla y la vio sonreír mientras daba un sorbo a su permanente taza de té-. Creo que todavía no te he dado las gracias por haberme ayudado.

Ness: Simplemente he estado en el lugar adecuado y en el momento oportuno.

Zac: ¿Por qué estás aquí? -miró a su alrededor-. ¿Qué haces en este lugar?

Ness: Supongo que podría decirse que estoy disfrutando de un año sabático. Soy antropóloga cultural y acabo de terminar mi trabajo de campo. Estoy trabajando en mi tesis.

Zac: ¿Aquí?

Le gustó que no comentara, como tantas veces había tenido que oír, que parecía demasiado joven para ser antropóloga.

Ness: ¿Por qué no? -tomó el plato vacío y lo dejó a un lado-. Es un lugar tranquilo, excepto cuando a algún avión le da por estrellarse. ¿Cómo tienes las costillas? ¿Te duelen?

Zachary bajó la mirada y vio por primera vez las heridas de las costillas.

Zac: No, la verdad es que no. Solo me escuece.

Ness: ¿Sabes? Has tenido mucha suerte. Excepto por la herida de la cabeza, solo te has hecho unos cuantos cortes y arañazos. Por la forma en la que has caído, no esperaba encontrarte con vida.

Zac: El panel de control...

Tenía una vaga imagen de sí mismo pulsando interruptores. Luces, fogonazos. El eco de los timbres de alarma. Intentó centrar sus pensamientos, concentrarse, pero le resultaba imposible.

Ness: ¿Eres piloto en pruebas?

Zac: ¿Qué? No, creo que no.

Ness le tomó la mano, como si quisiera consolarlo. Pero casi inmediatamente, sorprendido por la profundidad de la reacción que en ella provocaba, la apartó bruscamente.

Zac: No me gustan los rompecabezas -musitó-. 

Ness: A mí me apasionan. Así que te ayudaré a montar este.

Zachary giró la cabeza, hasta que sus ojos se encontraron.

Zac: Quizá no te guste verlo completo.

Ness sintió una punzada de inquietud. Aquel hombre debía ser muy fuerte. Cuando sus heridas hubieran sanado, su cuerpo sería tan fuerte como seguramente lo era su mente. Y estaban solos. Tan completamente solos como podían estarlo dos personas. Intentó sacudirse aquella sensación y se concentró en beber su infusión. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Echarlo de casa, dejarlo en medio de la lluvia?

Ness: No lo sabremos hasta que lo veamos -le dijo al cabo de un rato-. Si se aleja la tormenta, podré ir a buscar al médico dentro de un día o dos. Mientras tanto, tendrás que confiar en mí.

Y confiaba. No podía decir por qué, pero desde el momento en el que la había visto dormitando en la silla, había sabido que era una persona con la que se podía contar. El problema era que no sabía si podía confiar en sí mismo. O si ella podía confiar en él.

Zac: Ness... -se volvió hacia él y, en el momento en el que lo hizo, se olvidó de lo que quería decir-. Tienes un bonito rostro.

Observó sus ojos tornarse recelosos. Quería acariciarla, se sentía apremiado a hacerlo. Pero en cuanto alzó la mano, Ness se levantó para quedar fuera de su alcance.

Ness: Creo que deberías descansar un poco más. Hay una habitación para invitados en el piso de arriba -hablaba rápidamente. La tensión se reflejaba en sus palabras-. Ayer por la noche no pude subirte, pero seguramente estarías más cómodo.

Zachary la estudió un momento. No estaba acostumbrado a que las mujeres se apartaran de él. Estuvo reflexionando sobre aquella impresión hasta estar seguro de que era auténtica. No, cuando había atracción entre un hombre y una mujer, el resto era fácil. Y quizá todos sus circuitos estuvieran estropeados, pero apuesto a que allí había atracción por ambas partes.

Zac: ¿Estás emparejada?

Ness arqueó las cejas, ocultándolas bajo las hebras oscuras de su flequillo.

Ness: ¿Que si estoy qué?

Zac: Emparejada. ¿Tienes pareja?

Ness soltó una carcajada.

Ness: Es una forma un tanto pintoresca de decirlo. No, en este momento no. Déjame ayudarte a subir -le tendió la mano antes de que él pudiera levantarse solo-. Te agradecería que mantuvieras la sábana en su sitio.

Zac: Oh, no hace frío. 

Pero se encogió de hombros y sostuvo la sábana alrededor de sus caderas.

Ness: Así, apóyate en mí -se pasó el brazo de Zachary por los hombros y deslizó el suyo por su cintura-. ¿Estás bien?

Zac: Casi.

Cuando comenzaron a caminar, comprendió que solo estaba ligeramente mareado. Estaba seguro de que podría habérselas arreglado solo, pero le gustaba la idea de subir las escaleras abrazado a ella.

Zac: Nunca había estado en un lugar como este.

El corazón de Ness latía a demasiada velocidad. Y como Zachary apenas apoyaba su peso sobre ella, no podía culpar de ello al ejercicio. Aquella proximidad, sin embargo, era algo completamente diferente.

Ness: Supongo que a la mayor parte de la gente le parecería demasiado rústica, pero a mí siempre me ha encantado.

«Rústica» era una palabra demasiado suave para describirla, pensó Zachary, pero no quería ofenderla.

Zac: ¿Siempre?

Ness: Sí, yo nací aquí.

Zac pretendía volver a decir algo, pero cuando volvió la cabeza, inspiró la fragancia de su pelo. Cuando su cuerpo se tensó, fue consciente de sus heridas.

Ness: Es aquí mismo. Siéntate a los pies de la cama mientras la abro.

Zac hizo lo que le pedía y posó la mano en uno de los postes de la cama. Era madera, descubrió asombrado. Estaba seguro de que era madera, pero no parecía tener más de veinte o treinta años.  Y eso era ridículo.

Zac: Esta cama...

Ness: Es comodísima. La hizo mi padre, así que baila un poco, pero el colchón es muy bueno.

Zac tensó los dedos sobre el poste.

Zac: ¿La hizo tu padre? ¿Es de madera?

Ness: Sólida como un roble, y pesada como un tronco. Lo creas o no, yo nací en ella. En aquella época, mis padres no creían en los médicos para hacer algo tan básico y personal como tener un hijo. A mí todavía me cuesta imaginarme a mi padre con cola de caballo y llevando pulseras -se enderezó y descubrió a Zac mirándola fijamente-. ¿Ocurre algo?

Zac sacudió la cabeza. Necesitaba descanso... Mucho descanso.

Zac: ¿Esto era...? -hizo un gesto para señalar la cabaña- ¿alguna clase de experimento?

La mirada de Ness se suavizó, mostrando una mezcla de diversión y cariño.

Ness: Podría llamarse a sí -se acercó a una destartalada cómoda, construida también por su padre. Después de buscar en su interior, sacó unos pantalones de chándal-. Puedes ponerte esto. Mi padre siempre deja algo de ropa en la cabaña y parece que tenéis la misma talla.

Zac: Claro -le tomó la mano antes de que pudiera abandonar la habitación-. ¿Dónde me dijiste antes que estábamos?

Parecía tan preocupado que Ness te cubrió la mano con la suya.

Ness: En Oregón, al sudeste de Oregón. Justo en la frontera de California con los montes Klamath.

Zac: Oregón -aflojó ligeramente la presión de sus dedos-. ¿USA?

Ness: Por lo menos lo era la última vez que lo miré -preocupada, volvió a comprobar si tenía fiebre-.

Zac la agarró por la muñeca, concentrándose en no hacerlo con demasiada fuerza.

Zac: ¿De qué planeta?

Ness lo miró a los ojos. Si no hubiera tenido ya oportunidad de conocerlo, habría jurado que estaba hablando en serio.

Ness: Tierra. Ya sabes, el tercero en distancia del sol. Y ahora descansa, Efron. Lo único que te pasa es que estás nervioso.

Zac: Sí -dejó escapar un largo suspiro-, supongo que tienes razón.

Permaneció sentado donde estaba cuando Ness salió. Tenía un presentimiento, un mal presentimiento. Pero probablemente ella tenía razón. Si estaba en Oregón, en el hemisferio norte de su propio planeta, no estaba fuera de ruta. Fuera de ruta, repitió, y la cabeza comenzó a latirle. ¿Pero qué ruta llevaba? Bajó la mirada hacia el reloj que llevaba en la muñeca y frunció el ceño al ver las esferas. En un gesto nacido del instinto, más que de la razón, presionó el botoncito que sobresalía a uno de los lados. Las esferas se desvanecieron y una serie de números rojos pestañeó sobre la superficie negra. 

Los Ángeles. Sintió una oleada de alivio al reconocer aquellas coordenadas. Había vuelto a la base de Los Ángeles, después de... ¿Después de qué, maldita fuera?

Se tumbó lentamente y descubrió que Ness tenía razón. La cama era sorprendentemente cómoda. Quizá si durmiera, si desconectaba durante unas horas tal vez pudiera recordar todo lo demás.  Porque al parecer era importante para ella, Zac se puso los pantalones.


¿En qué lío se había metido?, se preguntó Ness. Se sentó frente al ordenador y fijó la mirada en la pantalla en blanco. Tenía a un enfermo en sus manos. A un enfermo increíblemente atractivo, por cierto. Un hombre que había sufrido una conmoción, una amnesia parcial... y que tenía unos ojos por los que merecía la pena morir. Ness suspiró y apoyó la cabeza entre las manos. Lo de la contusión podía manejarlo. Consideraba que había aprendido lo suficiente sobre primeros auxilios mientras estudiaba los hábitos tribales de los hombres del oeste. Con frecuencia, el trabajo de campo llevaba a los antropólogos a lugares remotos en los que no había ni médicos ni hospitales.

Pero su preparación no iba a servirle de nada con la amnesia. Y menos todavía con sus ojos. Su conocimiento de los hombres se reducía a lo que había aprendido en los libros y, normalmente, se enfrentaba con sus hábitos sociopolíticos y culturales. Su interés había sido únicamente científico.

Era capaz de poner una buena pantalla si era necesario. Su lucha contra la timidez había sido larga y dura. La ambición la había empujado hacia delante, la había impulsado a preguntar cuando habría preferido fundirse con los demás y ser ignorada. Le había dado fuerzas para viajar, para trabajar con desconocidos y para reunir un puñado de selectos amigos.

Pero en cuanto a las relaciones personales con los hombres.... Normalmente, no le resultaba difícil disuadir a los hombres con los que socializaba. La mayoría se sentían intimidados por su mente; normalmente los menos inteligentes. Después estaba su familia. Al pensar en ello sonrió. Su madre continuaba siendo la misma artista soñadora que años atrás tejía tapices en un telar hecho a mano. Y su padre... Ness sacudió la cabeza al pensar en él. William Hudgens podía haber ganado una fortuna con sus hierbas, pero él nunca sería un ejecutivo.

La música de Bob Dylan y reuniones en el extranjero. Apoyó a causas perdidas y estudios sobre los márgenes de beneficios.

El único hombre al que había llevado a cenar a casa había quedado tan confundido, nervioso, e indudablemente hambriento, que Ness no podía menos que echarse a reír cada vez que lo recordaba.  No había sido capaz de hacer otra cosa que quedarse mirando fijamente el soufflé de soja y calabaza que había preparado su madre.

Ness era una combinación del idealismo de sus padres, la práctica científica y los sueños románticos. Creía en las buenas causas, las ecuaciones matemáticas y los cuentos de hadas. Una mente rápida y la sed de conocimiento le habían hecho entregarse a su trabajo y dejar muy poco espacio para el amor. Y la verdad era que el verdadero amor, cuando tenía que aplicárselo a ella, la aterraba.

Así que se había dedicado a buscar en el pasado, en el estudio de las formas humanas de relación. Tenía veintitrés años y, como Zachary Efron habría dicho, no estaba emparejada.

Le gustaba aquella expresión. La encontraba acertada y concisa por una parte y romántica por la otra. «Estar emparejada» era un modo perfecto de describir una relación. Se corrigió a sí misma. Una verdadera relación, como la de sus padres. Quizá la razón por la que todavía se sentía más cómoda con los estudios que con los hombres fuera que todavía tenía que conocer a su pareja.

Satisfecha con su análisis, se puso las gafas y comenzó a trabajar.


1 comentarios:

Caromi dijo...

Se nota todo tan tecnológico y divertido
Que suerte la de Nessa que justo al chico que ayuda resulta ser uno taaaan guapo xD
Esta interesante, quiero saber que más pasa, pública pronto ❤️

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