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martes, 10 de enero de 2017

Capítulo 12


Fuera, el mundo se había tornado blanco. Sonia, el portero, que era una mujer, telefoneó para pedirle un taxi y juntas lo esperaron en el luminoso y elegante vestíbulo.

Ness: Así que el hombre que acaba de marcharse, el señor Efron… ¿no pidió un taxi?

Sonia: No. Traía su propio coche -estudió la densa capa de nieve que cubría la calzada-. Mala noche para conducir.

Ness: ¿Te fijaste hacia dónde se dirigía?

Sonia: Hacia Roosevelt, supongo.

Inquieta, Vanessa miró a Sonia. Su impecable uniforme de doble fila de botones no había cambiado durante generaciones, y en una joven como ella resultaba singularmente absurdo. Al menos en invierno, la tradicional capa ayudaba a disimular aquel delito contra la moda en dos colores.

Ness: ¿Tienes algún plan para esta noche? -le preguntó de pronto-.

Sonia se volvió para mirar detrás de ella, como buscando al presunto interlocutor de Vanessa.

Sonia: ¿Yo? -se llevó una mano al pecho-. Hacer de Santa Claus para mis dos hijos pequeños.

Hasta ese momento, Vanessa nunca había sabido que Sonia tenía hijos.

Ness: Suena divertido.

Sonia: Oh, sí que lo es -desvió casi imperceptiblemente la mirada hacia el reloj del vestíbulo-. Este año les toca una bici y una casita de muñecas. Imagino que mi marido se las habrá arreglado con la bici, pero de comprar casas de muñecas no tiene ni idea -sonrió, y aquella sonrisa tuvo una calidad especial, como hecha de amor, de orgullo y de nostalgia-. Ahora mismo le estará costando bastante convencerlos de que se acuesten.

Ness: Entonces deberías irte a casa y ayudarlo -dijo sorprendiéndose de sus propias palabras-.

Sonia volvió a mirar el reloj.

Sonia: Rick no entrará hasta dentro de una hora.

Pese a su urgencia por localizar a Zac, Vanessa sintió una profunda punzada de compasión. Vaciló, indecisa. Había perdido a Zac durante mucho tiempo, pero ahora sabía dónde encontrarlo. Y, sin embargo, aquella mujer estaba trabajando en lugar de estar en su casa, acostando a sus pequeños en Nochebuena. ¿Qué cosa podía haber en el mundo más importante que aquélla? Hacer regalos siempre entrañaba algún tipo de sacrificio, ¿no?

Ness: Yo me hago cargo.

Sonia se echó a reír.

Sonia: No puedo, señorita Hudgens. Perdería mi empleo si alguien se enterara.

Ness: Oh, por el amor de Dios… Esas cosas no le pasan a la gente buena por Navidad. Anda, cuelga el sombrero, la gorra y el silbato.

Pero Sonia todavía dudaba. Vanessa le puso una mano en el brazo.

Ness: Por favor. Esto significa para mí tanto como para ti -señaló la calle-. Mira, tu taxi ya ha llegado -haciéndose cargo de sus cosas, la empujó suavemente hacia el taxi que esperaba-.

Luego pagó la carrera al chófer y se quedó en la acera, viendo alejarse el vehículo amarillo.

Sonia se volvió para saludarla por el parabrisas trasero hasta que se perdió en la noche nevada. Su sonrisa fue lo último que vio Vanessa, como la sonrisa de un gato de Cheshire antes de desaparecer.

Mientras volvía al vestíbulo, experimentó la satisfactoria sensación de la obra bien hecha. Quizá la Navidad fuera un desastre para ella, pero no para los demás. La Navidad significaba algo importante para mujeres como Sonia, que trabajaban duro todo el año y se merecían pasar aquellas fiestas haciendo felices a sus hijos. Con aparatoso gesto teatral se puso la capa gris y roja, cerrándose el vistoso broche delantero. Volviéndose hacia el espejo de marco dorado, se caló la gorra de plato algo torcida, de manera que le cayera traviesamente sobre un ojo. Estaba ridícula. Como el mono disfrazado de un organillero. ¿En qué pensaban los dueños del edificio, cuando obligaban a trabajar a los porteros de esa guisa?

Pensaban seguramente que los inquilinos como los Hudgens lo preferían así.

Un movimiento en el exterior llamó su atención: un grupo de parejas bien vestidas estaban bajando de un coche elegante. ¡Clientes! Se apresuró a abrir y les sostuvo la pesada puerta de bronce y cristal. Eran tres parejas. Estuvo a punto de saludar a los Wyndham, los Blanton y los McQuigg, viejos amigos de sus padres. Con los años, había coincidido en la escuela y en los campamentos de verano con algunos de sus hijos.

Pasaron por delante de ella riendo y parloteando. Nadie la miró. Nadie la saludó. Como si no existiera. No se sintió dolida, sino perpleja. ¿Era solamente aquel grupo de inquilinos o todo el mundo trataba al portero de esa manera?

Cuando lo mismo sucedió con el siguiente grupo de inquilinos, se dio cuenta de que no era una casualidad. Ellos también la ignoraron, y eso que ella misma le había regalado a una de las parejas un cuenco estilo Tiffany como regalo de bodas. Entonces un hombre al que reconoció de inmediato, un famoso director de orquesta que había acudido a cenar varias veces a su casa cuando ella era jovencita, se bajó de un taxi. Segura de que se mostraría encantado de verla, sonrió. Pero el hombre apenas la miró mientras la saludaba secamente con la cabeza antes de dirigirse hacia el ascensor. Aquella gente, según descubrió Vanessa, trataba al portero con la misma consideración que a cualquier planta del vestíbulo.

Mientras se quedaba viendo las puertas del ascensor cerrarse, Vanessa hizo un descubrimiento todavía más turbador. Ella misma formaba parte de «aquella gente».

Cuando Rick se presentó para empezar su turno, Vanessa le hizo una rápida explicación que estuvo segura de que no llegó a entender del todo, y pidió un taxi. Se metió en el vehículo, estremeciéndose de frío cuando sus muslos hicieron contacto con la helada tapicería de plástico. Cerrándose el abrigo de diseñador para entrar en calor, reflexionó por un momento. Lo cierto era que no tenía la menor idea de a dónde dirigirse. Quería encontrar a Zac. Quería decirle que su reencuentro le había hecho mirar su vida de otra manera, retroceder un paso para contemplarla con una mirada tan crítica como dolorosa. Había abandonado la mejor fiesta de la ciudad y arriesgado su carrera para trabajar durante una hora como portero de su propio edificio. Y todo porque había vuelto a verlo y se había dado cuenta de que su antiguo sueño aún seguía vivo, esperando el momento adecuado para resurgir. De modo que, o perdía la cabeza o se convertía en una persona diferente.

Sintió al taxista mirándola expectante por el espejo retrovisor.

Ness: A Brooklyn.

De ordinario, hasta hacía apenas una hora, ni siquiera se habría dignado a mirar al chófer. En ese momento frunció el ceño cuando le pareció reconocerlo de algo, como si su rostro le resultara familiar.

**: Entendido -puso rumbo hacia el sur, por Roosevelt Drive-. Aunque tendrá usted que ser algo más precisa.

Ness: Eh… ¿sabe de alguna iglesia católica en Brooklyn? ¿Alguna que celebre la misa del Gallo?

Entrecerró los ojos por el espejo retrovisor.

**: Debe de haber como un par de docenas.

Ness: Quizá se me ocurra algún nombre durante el camino.

De hecho, dispuso de tiempo más que suficiente para pensarlo porque el tráfico estaba atascado varias manzanas antes de llegar al puente.

Ness: Maravilloso -masculló, irónica-. Voy a arrojarme en brazos de un hombre por segunda vez en mi vida, y me encuentro atrapada en una caravana.

**: ¿La segunda vez de su vida? ¿Qué pasó la primera?

Ness: Que no se presentó.

En la radio se oía una música de campanas. Con un timbre argentino, especial, que le hizo estremecerse.

**: Yo creía que eso ya se lo había explicado él.

Algo en su voz llamó su atención, y lo estudió con renovado interés. «Sólo es un taxista», se dijo. Llevaba una gorra con orejeras y una bufanda color rojo brillante.

Se le erizó el vello de la nuca. Aferrándose al asiento, se inclinó hacia delante para leer la credencial de taxista que llevaba pegada al taxímetro. Lawrence E. Simms.

Ness: ¿Larry?

Al fin llegaron al puente. La carretera, habitualmente tan abarrotada de coches, estaba extrañamente desierta.

Larry: Ése soy yo.

Ness: ¿Larry el elfo? ¿Larry el conductor de la Zamboni?

El taxista no pareció oírla mientras bajaba la ventanilla y sacaba la cabeza.

Larry: Hey, señora. ¿Ve usted lo mismo que veo yo? Oh, diablos…

Vanessa estiró el cuello y esbozó una mueca, esforzándose por distinguir algo entre la densa cortina de nieve, iluminada por los faros.

Ness: ¿Qué pasa?

Larry: Hay alguien en el puente.

Ness: ¿Qué quiere decir?

El taxista aminoró la velocidad y se detuvo.

Larry: Ahí, esa mujer… Parece que va a saltar, ¿no?

Una mujer se hallaba de pie al otro lado de la barandilla del puente. De alguna manera había sorteado la cadena de seguridad y estaba frente al río. No llevaba abrigo y el viento le azotaba la melena contra la cara.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

Ness: Pero… ¿esa mujer no es…? -se interrumpió, aterrada-.

Larry: Dicen que ésta es la mejor época del año para saltar.

Vanessa abrió la puerta y bajó del taxi. Extrañamente, no había nadie a la vista, sólo el taxista… y la mujer de la barandilla.

Caminó hacia ella, sintiendo los fríos copos de nieve en el rostro. No intentando ya encontrar a Zac, sino intentando ayudar a aquella mujer.

Era absurdo, por supuesto. ¿Qué podía hacer ella para ayudarla? Miró a un lado y a otro, pero ningún coche salía de la ventisca.

Ness: Este es el puente más transitado de toda la ciudad -murmuró, con los dientes castañeteándole-. ¿Cómo puede estar desierto?

Abajo, en el río, el petardeo de un motor de barco salpicaba el fantasmal silencio de la noche. Los fríos vapores que se levantaban del agua tenían un olor acre. El neblinoso resplandor de una farola iluminaba la figura esbelta y el delicado perfil de la mujer, con sus rasgos aparentemente congelados por el viento. No llevaba más que una falda de ante y un suéter de cachemira; ni abrigo, ni gorra, ni guantes.

Una helada sensación de reconocimiento asaltó a Vanessa. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Casi paralizada de terror, se acercó a la cadena de seguridad y aferró los fríos eslabones.

Ness: Amber -dijo obedeciendo a su instinto, que la aconsejaba no alzar la voz-. Soy yo, Vanessa.

Amber no se sobresaltó, lo cual ya era algo. Tampoco pareció ni remotamente sorprendida de ver a Vanessa. Tan frágil y quebradiza como un copo de nieve, no se movió. Simplemente se quedó donde estaba, como el mascarón de proa de un bajel.

Amber: Vete -dijo sin más, con voz clara y firme-.

Ness: No en tu vi… en un millón de años. Me alegro de estar aquí. Por favor, Amber, no lo hagas. Por favor.

Amber: ¿Qué te importa a ti?

Ness: Sí que me importa. Aunque sólo sea porque no he tenido la oportunidad de disculparme contigo por mi comportamiento de hoy.

Amber: Oh, estupendo, Vanessa. Siempre tenemos que terminar hablando de ti, ¿verdad?

Vanessa experimentó una punzada de esperanza al escuchar su tono de furia.

Ness: No es eso lo que estoy haciendo.

Amber: ¿Entonces qué estás haciendo? ¿Intentando mejorar mi vida para diversión y beneficio tuyos?

Vanessa se sintió desgarrada por la culpa y el miedo. En la helada noche, se vio obligada a analizar su relación con Amber. Se habían hecho amigas por las razones equivocadas: Vanessa había «creado» una figura mediática, nada más. Su amistad nunca había alcanzado la profundidad de una verdadera intimidad. Había sido, como cualquier otra relación de Vanessa, un acuerdo de negocios.

Ness: Me equivoqué. Me porté horriblemente contigo. Amber, por favor. Hazme daño, si quieres, pero no te lo hagas a ti misma. Por el amor de Dios, estamos en Navidad.

Amber: Para ti no es más que otro día de trabajo, ¿no? ¿Por qué de repente te parece tan especial la Navidad?

Ness: Bueno, hay… -se interrumpió-.

De pronto, en el peor momento de todos, no tenía ni la más remota idea de qué decir.

Amber: ¿Qué es lo que hay?

Ness: El árbol de Navidad. ¿En qué otro momento del año puedes poner un árbol en el salón de tu casa y decorarlo a tu gusto, para que te sientas bien viéndolo?

Amber: Si se supone que quieres darme una buena razón para seguir viviendo, vas a tener que hacerlo mejor. Tú no reconocerías el significado de la Navidad ni aunque te dieras de narices contra él.

Ness: Entonces quizá debería ser yo la que estuviera ahí fuera, a punto de saltar del puente, y no tú -le espetó. Seguía aterrada, pero distraer a Amber con su conversación evitaba al menos que se zambullera de cabeza en el East River-. Pero yo también conozco el verdadero significado de la Navidad. Se celebra el nacimiento de Cristo. Todo el mundo lo sabe.

Amber: En realidad, la Navidad no es el cumpleaños de Cristo -la contradijo ignorante-. Él no nació en pleno invierno.

Ness: ¿Cómo lo sabes?

Amber: Bueno, las ovejas estaban en los campos, ¿no? Si hubiera sido invierno habría hecho mucho frío aquella noche en las colinas de Judea, y los pastores de allá nunca dejan a las ovejas en los campos después de finales de octubre.

Ness: ¿Qué tiene que ver eso con…? -cerró la boca a tiempo-.

Amber: Además -continuó-. Herodes nunca habría ordenado a la gente que viajara a sus lugares de origen en pleno invierno para recaudar más impuestos.

Ness: Eso sí me convence. Todo el mundo sabe que los impuestos se pagan en primavera -aquello era una locura. Se suponía que estaba intentando convencer a Amber del verdadero significado de la Navidad al objeto de que no se arrojara por aquel puente. «Sigue tirándole de la lengua», se ordenó. Esa era la clave-. Pero escucha… el veinticinco de diciembre es una fecha tan buena como cualquier otra del año para honrar la Navidad.

Amber se abrazó, aterida de frío.

Amber: Jesús no habría celebrado su propio cumpleaños porque entre los judíos no era costumbre hacerlo.

Ness: Cualquiera con dos dedos de frente ignora los cumpleaños. Mira, la Navidad no es sólo un día para que la gente sea un poquito más amable con los demás. La Navidad es para celebrar el hecho de que no tenemos que cargar con nuestros propios problemas solos, de que un niño humilde puede ser nuestra salvación. Es un motivo de alegría, Amber, ¿y qué mejor manera de expresar la alegría que compartirla? Sé que no estoy haciendo un buen trabajo dándote una buena razón para que no saltes de este puente, pero te diré una cosa. He sido horrible contigo. Necesito volver a aprender a ser buena y generosa. Y lo estoy aprendiendo de la gente como tú, Amber. El mundo te necesita.

Amber: ¿Qué es lo que necesita? ¿Más ladrones? -se le quebró la voz-.

Ness: Más gente como tú para que pueda demostrar a la gente como yo lo que significa la desesperación. Tú estabas desesperada, y yo no me permití verlo.

Por primera vez, Amber volvió la cabeza para mirarla directamente.

Amber: Ahí has estado mejor. Pero sigues hablando de ti misma -bajó de nuevo la mirada al río-. No es ésta la vida que yo quería llevar. Necesito estar con la gente a la que quiero, con mi familia. Necesito que mi vida signifique algo más que una oportunidad de salir en los medios. Tú no me has dado nada, Vanessa, excepto la oportunidad de vivir una vida falsa. Hoy por fin me he dado cuenta.

Ness: Bien, entonces ve a pasar estas fiestas en casa. Tu madre quiere verte en Navidad, cariño. Te necesita. Puedo llevarte al aeropuerto, para que tomes el próximo vuelo al Raleigh Durham. Para mañana estarás en casa.

Amber: De acuerdo -dijo con tono suave, y una oleada de alivio barrió a Vanessa-.

Ness: Perfecto -rebuscó en su bolso-. Llamaré a mi agencia para hacerte la reserva…

Pero cuando extrajo el móvil, sacó también su llavero, que se le había enganchado. Su llavero especial, el del patín de plata.

Antes de que pudiera evitarlo, el llavero cayó, se deslizó por un agujero de la rejilla de hierro y desapareció en la negrura. Se lo imaginó cayendo al agua. Cerró los ojos por un momento, diciéndose que no importaba, que no era un presagio de mala suerte. Luego tecleó rápidamente el número de la agencia y le reservó un asiento en el próximo avión.

Ness: Todo arreglado -le dijo a Amber-. Debemos ponernos en camino hacia el aeropuerto.

Amber seguía mirando el río, como fascinada por la caída del llavero. Finalmente, con voz débil, patética, le confesó:

Amber: Estoy asustada.

En alguna parte detrás de ella, Vanessa oyó un ruido de tráfico. Un coche acercándose por el otro sentido, pensó. Temió que Amber entrara de pronto en pánico y cayera al agua.

Las botas de diseño de Amber temblaban en la estrecha y resbaladiza pasarela de hierro. ¿Cómo diablos iba a poder dar la vuelta? Era demasiado estrecha.

Vanessa oyó detenerse un coche, pero no se atrevió a volverse.

**: Yo me encargo -un hombre alto, de rápidos reflejos, pasó como una exhalación a su lado-.

Vanessa casi se desmayó de alivio.

Ness: Zac.

Apenas la miró mientras se acercaba a Amber. Estaba totalmente concentrado en salvarla. Salvó la cadena de seguridad y empezó a acercarse a ella.

Amber: Nos caeremos los dos -sollozó-.

Zac: No, no nos caeremos ninguno. No digas eso.

Vanessa contenía el aliento. La estructura de hierro del puente estaba cubierta de hielo. Zac pasó firmemente un brazo por el poste más cercano y estiró la otra mano.

Zac: Agárrate a mi mano… Así, muy bien. Ya te tengo.

Temblando de pánico, Amber había estirado la mano hacia atrás, a ciegas. Zac se la agarró con fuerza.

Zac: Tranquila -le dijo en voz baja-. Ya estás a salvo.

Ya más segura, Amber se dio entonces la vuelta y se dejó llevar por la pasarela, arrastrando los pies. De repente resbaló y cayó, agitando el brazo libre. Vanessa se mordió los nudillos para no gritar. Pero Zac tiró de ella con fuerza, hasta que se encontró en sus brazos.

Vanessa se adelantó entonces y la abrazó. Conmovida, se quitó el abrigo y se lo echó por los hombros.

Amber: Lo siento tanto… Lo que te hice estuvo muy mal…

Ness: Yo también me equivoqué -admitió-. No te escuché.

Amber temblaba incontroladamente de frío.

Amber: Es verdad.

Vanessa se recordó mirándose en el reflejo del ventanal del apartamento de sus padres. Había visto una imagen de sí misma en la fiesta, con su perfecta carrera, su perfecto vestido, sus perfectas joyas… y una conmovedora soledad en los ojos.

El taxista hizo sonar la bocina.

Larry: Vamos -llamó-. Son quince minutos hasta el aeropuerto.

Vanessa metió a Amber en el taxi y le puso un fajo de billetes en la mano.

Ness: ¿Quieres que te acompañe?

Amber: No. Estaré bien -le aseguró sorbiéndose la nariz-.

Mientras el taxi se alejaba, Zac se rascó la cabeza.

Zac: El taxista. ¿No es el tipo…?

Ness: No preguntes. Es magia.

El tráfico de coches se reanudó. Zac se quitó el abrigo para echárselo sobre los hombros y la estrechó contra su pecho.

Habría podido quedarse allí toda la noche, abrigada por sus brazos, segura y protegida.

Ness: ¿Cómo lo supiste? ¿Cómo supiste dónde encontrarme?

Zac: Me dirigía a la iglesia cuando escuché por el radiotransmisor la llamada de auxilio.

«El taxista», pensó.

Zac: ¿Y tú? ¿Qué estás haciendo aquí, Vanessa?

Ness: Te dejaste los guantes -los sacó del bolso y se los entregó-.

Zac: ¿Has venido hasta Brooklyn en plena Nochebuena para devolverme los guantes?

Asintió con la cabeza.

Con una risa profunda y vibrante, la metió en su coche y puso la calefacción a tope.

Zac: Supongo que necesitarás que te lleve a casa.

Se dispuso a asentir con la cabeza, pero de repente lo miró directamente a los ojos.

Ness: No quiero ir a casa.




Menos mal que Zac llegó a tiempo...
Y el tal Larry que lo encontramos hasta en la sopa 😆
Si Vanessa no quiere ir a su casa, no imagino donde irá... 

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2 comentarios:

Lu dijo...

Que lindo capítulo.
Pobre Amber... y Larry es como un amuleto de la suerte para Ness.
Ya quiero leer el próximo capítulo.


Sube pronto :)

Maria jose dijo...

Zac al rescate!!!
Muy bueno
Ya quiero seguir leyendo
Sube pronto


Saludos

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