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martes, 24 de septiembre de 2019

Primera parte: Inocencia perdida. Capítulo 1


El viernes 22 de julio de 2005, Vanessa Hudgens pidió una Fanta de naranja grande para acompañar las palomitas de maíz y las gominolas. Aquella elección, la habitual las noches de cine, le cambió la vida, y muy probablemente se la salvó. Aun así, nunca volvería a beber Fanta

Pero en ese momento lo único que quería era acomodarse en la butaca con sus dos amigas del alma y perderse en la oscuridad. 

Porque su vida, entonces y sin duda el resto del verano y tal vez para siempre, era un asco total. 

El chico al que quería, el chico con el que había salido de manera exclusiva durante siete meses, dos semanas y cuatro días, el chico con el que había imaginado que pasaría el último año de instituto -mano a mano, corazón con corazón-, la había dejado. 

Con un mensaje de texto. 
   
“Harto de perder el tiempo pq tengo q estar con alguien q quiera llegar hasta el final conmigo y no eres tú, así q se acabó. Chao”
   
Segura de que no lo decía en serio, había intentado llamarlo, pero él no había cogido el teléfono y Vanessa se había humillado enviándole tres mensajes. 

Luego había entrado en su página de Myspace. La palabra «Humillación» era demasiado suave para describir lo que había sufrido. 
   
“He cambiado el viejo modelo DEFECTUOSO por uno nuevo y cañón. 
¡Sale Vanessa! 
¡Entra Tiffany! 
Me he deshecho de una FRACASADA y pasaré el verano y el último año de instituto con la tía más cañón de la promoción de 2006.”
   
Aquella publicación, con fotos, ya había generado comentarios. Puede que Vanessa fuera lo bastante lista para saber que Austin había pedido a sus amigos que dijeran cosas feas y crueles sobre ella, pero eso no aliviaba ni la punzada de dolor ni la vergüenza. 

Pasó días dolida. Se regodeó en el consuelo y la rabia justificada de sus dos mejores amigas. Se puso furiosa con las pullas de su hermana menor, se arrastró hasta el trabajo de verano y hasta el club para las clases de tenis semanales que su madre se empeñaba en que recibiera. 

Un mensaje de su abuela la hizo echarse a llorar. CiCi podía estar meditando con el dalái lama en el Tíbet, dándolo todo con los Stones en Londres o pintando en su estudio de Tranquility Island, pero siempre se las arreglaba para enterarse de todo. 
   
“Ahora duele, y el dolor es real, así que abrazos, tesoro. Pero dentro de unas semanas te darás cuenta de que no es más que otro imbécil.
A por todas y namasté.” 
   
Vanessa no creía que Austin fuera un imbécil (aunque tanto Miley como Ash estaban de acuerdo con CiCi). Tal vez la había echado de su lado, y de una forma cruel, solo porque se negaba a hacerlo con él. Sencillamente no estaba preparada. Además, Miley lo había hecho con su exnovio después del baile de graduación (y dos veces más), y él la había dejado de todos modos. 

Lo peor era que Vanessa todavía quería a Austin y que, en su corazón desesperado de dieciséis años, sabía que no volvería a amar a nadie jamás. A pesar de que había arrancado las páginas de su diario donde había anotado sus futuros nombres -señora de Austin Butler, Vanessa Hudgens-Butler, V. H. Butler-, y de que las había hecho pedazos y las había quemado, junto con todas las fotos que tenía de él, en la hoguera que había encendido en el patio durante una ceremonia de empoderamiento femenino con sus amigas, seguía queriéndolo. 

Pero, como había señalado Ash, tenía que continuar viviendo aunque una parte de ella solo quisiera morir, de forma que había dejado que sus amigas la arrastraran al cine. 

De todos modos, ya estaba cansada de quedarse enfurruñada en su habitación y no tenía ningunas ganas de dar vueltas por el centro comercial con su madre y su hermana pequeña, así que ganó la opción del cine. Su amiga Ash también ganó, pues le tocaba elegir, y Vanessa tendría que tragarse un rollo de ciencia ficción llamado La isla que Ash estaba deseando ver. 

A Miley no le importaba qué escogiera. Como futura actriz, sentía que experimentar con todo tipo de películas y obras de teatro era tanto un deber como una formación previa necesaria para su carrera. Además, Ewan McGregor ocupaba uno de los cinco primeros puestos en la lista de novios de película de Miley. 
 
Ash: Vamos a coger sitio. Quiero un buen sitio. 
 
Ash, pequeña, compacta, con los ojos oscuros e intensos y una espesa mata de pelo rubio, recogió sus palomitas -sin mantequilla de mentira-, su bebida y unos M&M de cacahuete, sus favoritos. 

Ash había cumplido los diecisiete en mayo, tenía citas esporádicas, ya que por el momento prefería la ciencia a los chicos, y solo se libraba de la etiqueta de empollona debido a su habilidad como gimnasta y a la sólida posición que ocupaba en el equipo de animadoras... 

Un equipo capitaneado por desgracia por una tal Tiffany Bryce, ladrona de novios y zorrón. 
 
Miley: Tengo que ir al baño -palomitas con doble de mantequilla de mentira, una Coca-Cola y bombones de menta, pasó sus aperitivos a sus amigas-. Os busco. 
 
Ash: No te entretengas arreglándote -le advirtió-. Una vez que empiece la película tampoco va a verte nadie. 
 
Y además ya estaba perfecta, pensó Vanessa mientras hacía malabares con las palomitas de Miley de camino a una de las tres salas del Cineplex del centro comercial DownEast

Miley tenía el pelo largo, sedoso y castaño con reflejos dorados de peluquería, porque su madre, al contrario que la de Vanessa, no se había quedado estancada en los años cincuenta. Los hoyuelos añadían cierto encanto coqueto al óvalo clásico de su cara -a Vanessa le encantaba estudiar las caras-, y la verdad es que los hoyuelos salían a coquetear a menudo, ya que Miley siempre encontraba alguna razón por la que sonreír. Vanessa suponía que ella también sonreiría mucho si fuera alta y tuviera curvas y hoyuelos y los ojos de un azul brillante. 

Por si fuera poco, los padres de Miley apoyaban incondicionalmente su ambición de dedicarse a la interpretación. En opinión de Vanessa, su amiga se había llevado el premio gordo: tenía una apariencia espectacular, personalidad, cerebro y unos padres con una idea clara de qué iba la cosa. 

Pero Vanessa quería a Miley a pesar de todo. 

Las tres ya habían hecho planes -de momento en secreto, porque los padres de Vanessa no tenían idea de qué iba la cosa en absoluto- para pasar en Nueva York el verano después de la graduación. 

Tal vez incluso se mudaran allí; sin duda sería más emocionante que Rockpoint, Maine. 

Vanessa imaginaba que una duna de arena en mitad del Sahara sería más emocionante que Rockpoint, Maine. 

Pero ¿Nueva York? Luces brillantes, multitudes. 

¡Libertad! 

Ash podría hacer medicina en Columbia, Miley podría estudiar interpretación y presentarse a audiciones. Y ella... podría estudiar algo. 

Algo que no fuera derecho, como querían aquellos padres suyos que no tenían ni idea. No era de extrañar, aunque sí bastante patético y tópico, pues su padre era un abogado importante. 

David Hudgens se llevaría una decepción, pero no quedaba otra. 

Quizá estudiara arte y se convirtiera en una artista famosa, como CiCi. Eso sí que desquiciaría a sus padres. Y, como CiCi, aceptaría y rechazaría amantes a su antojo (cuando estuviera lista para hacerlo). 

Austin Butler se iba a enterar. 
 
Ash: Sal -ordenó al tiempo que le propinaba un codazo-. 
 
Ness: ¿Qué? Si estoy aquí. 
 
Ash: No, estás en la Zona de Rumia de Vanessa. Sal, únete al mundo. 
 
Tal vez le gustara estar en la ZRV, pero... 
 
Ness: Es que he de abrir la puerta con el poder de la mente porque tengo las manos ocupadas. Vale, hecho. Ya he vuelto. 
 
Ash: La mente de Vanessa Hudgens es algo increíble de contemplar. 
 
Ness: Debo usarla para hacer el bien, y no para derretir a Tiffany hasta reducirla a un charco de baba de zorrón. 
 
Ash: Tampoco es necesario. Su cerebro ya es un charco de baba de zorrón. 
 
Las amigas, pensó Vanessa, siempre sabían qué decir. Se uniría de nuevo al mundo con Ash -y con Miley, cuando dejara de toquetearse la cara y el pelo, ya perfectos, y volviera- y dejaría atrás la ZRV. 

Asistir a un estreno un viernes por la noche implicó que Vanessa entrara en una sala medio llena ya. Ash consiguió tres asientos justo en el centro; se quedó con el que estaba más alejado del pasillo para que Vanessa, aún sensible, ocupara el del medio, y dejó para Miley la butaca contigua al pasillo, pues sus piernas, más largas, lo agradecerían. 

Ash se removió en su asiento. Ya había calculado que quedaban seis minutos para que se apagaran las luces. 
 
Ash: Tienes que venir a la fiesta de Ally mañana por la noche. 
 
La ZRV empezó a llamarla. 
 
Ness: No estoy lista para una fiesta, y sabes que Austin estará allí con Tiffany, la del cerebro de baba de zorrón. 
 
Ash: Precisamente por eso, Ness. Si no vienes, todo el mundo pensará que te estás escondiendo, que no lo has superado. 
 
Ness: Es que me estoy escondiendo y no lo he superado. 
 
Ash: Pues por eso. No les des esa satisfacción. Tú te vienes con nosotras; Miley irá con Jake, pero es buen tío. Y ponte algo espectacular, deja que Miley te maquille, que se le da muy bien. Y te pones en plan: ¿quién?, ¿qué?, ¿ese? Ya sabes, como que lo tienes superadísimo. Dejas las cosas claras. 
 
Vanessa sintió que la ZRV tiraba cada vez más de ella. 
 
Ness: No creo que pueda hacerle frente. La actriz es Miley, no yo. 
 
Ash: En el musical de primavera hiciste de Rizzo en Grease. Miley estuvo increíble de Sandy, pero tú fuiste una Rizzo igual de alucinante. 
 
Ness: Porque he ido a clases de baile y sé cantar un poco. 
 
Ash: Cantas muy bien y estuviste genial. Sé Rizzo en la fiesta de Ally; ya sabes, segura de ti misma, sexy y a la mierda con todo. 
 
Ness: No sé, Ash. 
 
Aunque casi podía imaginárselo. Y también que Austin, al verla segura de sí misma, sexy y a la mierda con todo, querría volver con ella. 

Entonces Miley entró corriendo, se agachó junto a Vanessa y le agarró la mano. 
 
Miley: No vas a perder los papeles. 
 
Ness: ¿Por qué iba a...? ¡Ay, no, por favor! 
 
Miley: El zorrón se está retocando el brillo de labios, y el imbécil la espera a la puerta del baño como un perrito faldero. 
 
Ash: Mierda -agarró a Vanessa del brazo-. A lo mejor van a ver otra película. 
 
Ness: No, vendrán aquí, porque así es mi vida. 
 
Ash le apretó aún más el brazo. 
 
Ash: Ni se te ocurra pensar en irte. Austin te vería y quedarías y te sentirías como una fracasada. No eres ninguna fracasada. Este es tu ensayo general para la fiesta de Ally. 
 
Miley: ¿Va a ir? -Sus hoyuelos aparecieron de inmediato, deslumbrantes-. ¿La has convencido? 
 
Ash: Estamos en ello. Tú siéntate -se volvió lo justo para ver la puerta-. Tienes razón, están entrando. No te muevas -susurró al sentir que el brazo de Vanessa temblaba bajo su mano-. No les prestes la menor atención. Estamos aquí contigo. 
 
Miley: Aquí mismo, ahora y siempre -recalcó, que apretó la mano a Vanessa-. Somos... un muro de desdén. ¿Entendido? 
 
Pasaron por su lado: la rubia de la cascada de rizos, que llevaba unos vaqueros cortos y ajustados, y el chico de oro, alto, guapísimo, quarterback de los Wildcats, el equipo de fútbol americano del instituto. 

Austin dedicó a Vanessa esa sonrisa lenta que tiempo atrás le derretía el corazón y acto seguido, de forma deliberada, deslizó la mano por la espalda de Tiffany hasta el trasero y ahí la dejó. 

Cuando Austin le susurró algo al oído, Tiffany volvió la cabeza. Esbozó una sonrisa burlona con sus labios perfectos de brillo recién aplicado. 

Tenía el corazón roto y Austin había dejado un vacío en su vida, pero Vanessa seguía pareciéndose demasiado a su abuela para tolerar ese tipo de insulto. 

Le devolvió la sonrisa desdeñosa y levantó el dedo corazón. Ash dejó escapar una risita ahogada. 
 
Ash: Bien hecho, Rizzo. 
 
Pese a que se le aceleró el corazón, Vanessa se obligó a observar a Austin y a Tiffany mientras se sentaban tres filas más adelante y, sin perder un segundo, comenzaban a enrollarse. 
 
Miley: Todos los hombres quieren sexo -dijo sabiamente-. Vale, ¿por qué no iban a querer sexo? Pero cuando es lo único que quieren, no merecen la pena. 
 
Ash: Somos mejores que ella -pasó a Miley sus bombones de menta y su Coca-Cola-. Porque Tiffany no tiene nada más. 
 
Ness: Tienes razón. -Quizá le escocieran un poco los ojos, pero el corazón le ardía, y aquella quemadura la estaba sanando. Dio a Miley sus palomitas-. Iré a la fiesta de Ally. 
 
Miley soltó una carcajada deliberadamente socarrona y ruidosa. Lo bastante para que Tiffany diera un respingo. Luego sonrió de oreja a oreja a Vanessa. 
 
Miley: Seremos las reinas de la fiesta. 
 
Vanessa se colocó las palomitas entre los muslos y cogió de la mano a sus amigas. 
 
Ness: Os quiero, chicas. 
 
Para cuando terminaron los anuncios, Vanessa ya había dejado de prestar atención a las siluetas de tres filas más abajo. O casi. Esperaba ponerse a rumiar durante la película -de hecho, planeaba hacerlo-, pero la trama la enganchó. Ewan McGregor era maravilloso, y le gustaba lo fuerte y valiente que parecía Scarlett Johansson. 

Sin embargo, quince minutos más tarde se dio cuenta de que debería haber acompañado a Miley al baño -aunque habría sido un desastre con Tiffany, la del brillo de labios, ahí dentro- o haberse tomado con mucha más calma la Fanta

Al cabo de veinte minutos, se rindió. 
 
Ness: Tengo que hacer pis -susurró-. 
 
Ash: ¡Venga ya! -susurró-. 
 
Ness: No tardo. 
 
Miley: ¿Quieres que te acompañe? 
 
Negó con la cabeza mirando a Miley y le dio las palomitas y la Fanta que le quedaban. 

Salió de la fila de butacas arrastrando los pies y remontó el pasillo a toda prisa. Después de girar a la derecha, corrió hacia el baño de mujeres y abrió la puerta de un empujón. 

Vacío, sin cola. Aliviada, entró en uno de los cubículos y reflexionó mientras vaciaba la vejiga. 

Había gestionado bien la situación. A lo mejor CiCi tenía razón. A lo mejor estaba a punto de darse cuenta de que Austin era un imbécil. 

Pero era muy guapo, y tenía esa sonrisa y... 
 
Ness: Da igual -murmuró-. Los imbéciles también pueden ser guapos. 
 
Aun así, pensó en ello mientras se lavaba las manos y se estudiaba en el espejo que había sobre el lavabo. 

Ella no tenía los largos rizos rubios de Tiffany, ni sus intensos ojos azules ni su cuerpo de escándalo. Vanessa era del montón, lo tenía claro. 

Una melena negra del montón en la que su madre no le dejaba darse reflejos. Ya vería cuando cumpliera los dieciocho y pudiera hacer lo que le diese la gana con su pelo. Ojalá no se lo hubiera recogido en una coleta aquella noche, porque de repente eso hizo que se sintiera una cría. Quizá se lo cortara. De punta y con una cresta. Quizá. 

La boca pequeña, aunque Miley dijera que era sexy, a lo Julia Roberts. 

Y los ojos castaños, pero no profundos e intensos como los de Ash, sino castaños sin más, como su asco de pelo. Por descontado, Miley, porque Miley era así, le decía que los tenía de color ámbar. 

Pero ámbar no era más que un sinónimo elegante de marrón. 

Eso también daba igual. Tal vez fuera una chica del montón, pero no era falsa, al contrario que Tiffany, cuyo pelo también era castaño debajo del tinte. 
 
Ness: Yo no soy falsa -dijo al espejo-. Y Austin Butler es un imbécil. Tiffany Bryce es una zorra. Que les den. 
 
Asintió con determinación y salió del baño con la cabeza bien alta. 

Pensó que los estallidos (¿petardos?) y los gritos procedían de la película. Se maldijo por haberse entretenido y estar perdiéndose una escena importante y aceleró el paso. 

Ya estaba cerca de la puerta de la sala cuando esta se abrió de golpe. El hombre, con los ojos desorbitados, dio un paso tambaleante antes de caer de bruces. 

Sangre... ¿aquello era sangre? El hombre arañó la moqueta verde, una moqueta por la que iba extendiéndose el rojo, y a continuación se quedó inmóvil. 

Destellos, Vanessa veía destellos al otro lado de la puerta, que las piernas del hombre mantenían abierta apenas unos centímetros. Explosiones y más explosiones, gritos. Y personas, sombras y siluetas, que caían, corrían, volvían a caer. 

Y una figura, oscura en la oscuridad, que ascendía metódicamente fila tras fila. 

Vanessa miró petrificada a la sombra, que se dio la vuelta y disparó por la espalda a una mujer que corría. 

Vanessa se quedó sin respiración. De haber sido capaz de coger aire, lo habría expulsado en forma de grito. 

Parte de su cerebro no aceptaba lo que acababa de ver. No podía ser real, tenía que ser como en la película: una simulación. Pero su instinto se activó de golpe e hizo que volviera corriendo al baño y se agazapara detrás de la puerta. 

Las manos se negaban a responderle, buscó con torpeza en su bolso, toqueteó con torpeza su teléfono. 

Su padre había insistido en que asignara al 911, el teléfono de emergencias, el número uno en la marcación rápida del móvil. 

Se le nubló la vista y recuperó el aliento, aunque en jadeos irregulares. 
 
**: Nueve uno uno. ¿Cuál es su emergencia? 
 
Ness. Los está matando. Los está matando. ¡Ayuda! Mis amigas. Dios, Dios, Dios. Está disparando a la gente. 
   

Zac Efron odiaba trabajar los fines de semana. Tampoco es que el resto de los días lo apasionara trabajar en el centro comercial, pero quería volver a la universidad en otoño. Y la universidad conllevaba ese pequeño detalle llamado matrícula. Si se le sumaban los libros, el alojamiento y la comida, no quedaba otra que trabajar los fines de semana en el centro comercial. 

Sus padres cubrían la mayor parte de los gastos, pero no podían hacer frente a todo. Su hermana empezaría la carrera el año siguiente, y su hermano ya llevaba tres cursos en la American University de Washington D. C. 

Zac tenía clarísimo que no quería pasarse la vida como camarero, así que debía ir a la universidad. Y puede que antes de que se pusiera otro birrete y la toga averiguara a qué demonios quería dedicar el resto de su vida. 

Pero durante el verano servía mesas e intentaba verle el lado bueno. La ubicación del restaurante del centro comercial estaba bien, y las propinas no eran malas. Quizá trabajar de camarero en Mangia cinco noches a la semana con turno doble los sábados acabara con su vida social, pero comía bien. 

Los cuencos de pasta, las pizzas bien cargadas y los trozos del famoso tiramisú de Mangia no habían añadido mucha carne a su larga y huesuda complexión, pero no porque no lo hubiera intentado. 

Tiempo atrás, su padre albergaba la esperanza de que su hijo mediano siguiera sus pasos como estrella del fútbol americano, tal como había hecho el mayor, con gran éxito. Pero la completa falta de habilidad de Zac en el campo de juego y su delgadez frustraron esas esperanzas. Sin embargo, que a los dieciséis años las piernas le midieran ya un metro y que estuviera dispuesto a pasarse todo el maldito día corriendo lo habían convertido en una especie de estrella en el equipo de atletismo, y eso compensaba un poco. 

Más tarde su hermana había aliviado la presión con su increíble talento en el campo de fútbol. 

Sirvió los primeros de una mesa de cuatro: insalata mista para la madre, ñoquis para el padre, palitos de mozzarella para el chico y raviolis fritos para la chica. Coqueteó de manera inocente con la muchacha, que le dedicaba sonrisas largas y tímidas; de manera inocente porque calculaba que tendría unos catorce años y, por tanto, estaba fuera del radar de un universitario a punto de empezar segundo. 

Zac sabía tontear de forma inofensiva con las chicas jóvenes, con las mujeres mayores y con casi todas las demás. Las propinas eran importantes y, después de cuatro veranos sirviendo mesas, había perfeccionado su encanto con los clientes. 

Cubrió su sección: familias, varias parejas mayores, unas cuantas citas nocturnas de treintañeros. Lo más seguro era que fueran citas de cena y cine, lo que le recordó que podía preguntar a Chad, el ayudante de encargado de la tienda de videojuegos GameStop, si quería ir a la última sesión de La isla cuando acabaran su turno. 

Pasó tarjetas de crédito -hacer la pelota a los de la mesa tres le había granjeado nada más y nada menos que un veinte por ciento de propina-, recogió y puso mesas, entró y salió de aquella cocina de locos y, por fin, llegó la hora de su descanso. 
 
Zac: Dory, me cojo mis diez minutos. 
 
La camarera jefa echó un rápido vistazo a su sección y asintió con la cabeza. 

Zac salió por la puerta doble de cristal y se adentró en el caos del viernes por la noche. Se había planteado enviar un mensaje de texto a Chad y tomarse los diez minutos de descanso en la cocina, pero le apetecía salir. Además, sabía que Britt trabajaba en el quiosco de ropa deportiva los viernes por la noche y que podía dedicar cuatro o cinco de los diez minutos a un coqueteo no tan inofensivo. 

Britt tenía un novio intermitente, y lo último que sabía Zac era que habían vuelto a dejarlo. Podía probar suerte y, tal vez, conseguir una cita con alguien cuyo terrible horario coincidía con el suyo. 

Gracias a sus largas piernas, avanzaba deprisa entre los compradores, entre los grupitos de chicas adolescentes y los chicos adolescentes que las seguían, en torno a las mamás que empujaban cochecitos o perseguían a niños pequeños, en medio de la incesante música que adormecía el cerebro y que él ya no escuchaba. 

Zac tenía una gran mata de pelo castaño (cosa de la ascendencia italiana de su madre). Dory no lo pinchaba diciéndole que se cortara el pelo, y su padre por fin se había dado por vencido. Los ojos del chico, de mirada profunda y color azul pálido sobre una piel de tono aceitunado, se iluminaron cuando vio a Britt en el quiosco. Aminoró, se metió las manos en los bolsillos del pantalón, con aire informal, y se acercó a ella. 
 
Zac: Hola. ¿Qué tal? 
 
Ella le sonrió y puso en blanco sus bonitos ojos azules. 
 
Britt: Liada. Todo el mundo se va a la playa menos yo. 
 
Zac: Y yo -se apoyó en el mostrador bajo el cual se exponían las gafas de sol; esperaba tener buen aspecto con aquel uniforme compuesto de camisa blanca, chaleco y pantalones negros-. Estoy pensando en ir a ver La isla, hay una última sesión a las once menos cuarto. Es casi como ir a la playa, ¿no? ¿Te apuntas?

Britt: Uy... No sé -se toqueteó el pelo, una melena de color rubio playero a juego con el tono dorado de su piel, que, según las sospechas de Zac, obtenía del autobronceador de otro expositor-. La verdad es que me apetece verla. 
 
Sintió un rayo de esperanza y tachó a Chad de su lista. 
 
Zac: Hay que divertirse un poco, ¿no? 
 
Britt: Sí, pero... es que le he dicho a Misty que quedábamos después de cerrar. 
 
Chad entró de nuevo en la lista. 
 
Zac: No pasa nada. Iba a ver si Chad quería venir. Podríamos ir los cuatro. 
 
Britt: A lo mejor. -De nuevo aquella sonrisa-. Sí, tal vez. Le pregunto a Misty. 
 
Zac: Genial. Me voy a ver a Chad. -Se apartó para dejar más espacio a la mujer que esperaba pacientemente mientras su hija, que también rondaba los catorce años, se probaba medio millón de gafas de sol-. Mándame un mensaje con lo que sea. 
 
**: Si pudiera llevarme dos pares -comentó la niña, que miraba cómo le quedaban unas gafas espejadas con los cristales de color azul-, tendría uno de repuesto. 
 
*: Solo unas, Natalie. Estas son las de repuesto. 
 
Britt: Luego te escribo -murmuró, y acto seguido activó el modo trabajo-. Esas te quedan muy bien. 
 
**: ¿En serio? 
 
Britt: Sí, de verdad -oyó Zac que respondía mientras se alejaba-. 
 
Aceleró el paso, tenía que recuperar el tiempo. 

GameStop estaba llena del montón de frikis y flipados habitual y, acompañando a los frikis y flipados más jóvenes, de padres de ojos vidriosos que trataban de sacarlos de allí. 

Los monitores permitían probar distintos videojuegos: los que eran para todos los públicos en las pantallas de la pared y los menos amables en portátiles individuales. Estos últimos solo podían probarlos los mayores de dieciocho años o los menores bajo la supervisión parental. 

Localizó a Chad, rey de los frikis; estaba explicando un juego a una mujer de expresión confundida. 
 
Chad: Si a su hijo le van los juegos de estilo militar, estrategia y aventuras, este le encantará -se subió las gafas de culo de vaso por el puente de la nariz-. Salió hace solo un par de semanas. 
 
*: Parece tan... violento. ¿Es apropiado? 
 
Chad: Ha dicho que cumple dieciséis años. -Le hizo un gesto con la cabeza a Zac-. Y que le gusta la serie Splinter Cell. Si esos se le dan bien, este también. 
 
La mujer suspiró. 
 
*: Supongo que a los chicos siempre les gustará jugar a la guerra. Me lo llevo, gracias. 
 
Chad: La llamarán de la caja registradora cuando llegue su turno. Gracias por comprar en GameStop. No puedo hablar, tío -dijo a Zac cuando la clienta se marchó-. Estoy hasta arriba. 
 
Zac: Treinta segundos. Última sesión, La isla
 
Chad: Me apetece un montón. Somos clones, chaval. 
 
Zac: Genial. Tengo a Britt casi en el bote, pero quiere traerse a Misty. 
 
Chad: Vaya, bueno, yo... 
 
Zac: No me falles, tío. Es lo más cerca que he estado de sacarle una cita. 
 
Chad: Sí, pero Misty da un poco de miedo. Y... ¿tengo que pagarle la entrada? 
 
Zac: No es una cita. Estoy intentando convertirlo en una cita, pero para mí, no para ti. Tú eres mi compinche, y Misty, la de Britt. Clones -le recordó-. 
 
Chad: Vale. Supongo. Madre mía. No tenía pensado... 
 
Zac: Estupendo -dijo antes de que Chad cambiara de opinión-. Tengo que largarme. Nos vemos allí. 
 
Salió corriendo. ¡Iba a ocurrir! Una salida en grupo podía allanarle el camino para pasar un rato a solas con ella, y eso abría la puerta a la posibilidad de algo de roce. 

No le iría mal algo de roce. Pero le quedaban tres minutos para volver a Mangia o Dory lo mataría. 

Había echado a correr cuando oyó lo que parecían petardos o una serie de explosiones de tubo de escape. Le recordaron a los juegos de disparar de GameStop. Más sorprendido que alarmado, miró hacia atrás. 

Entonces comenzaron los gritos. Y el estruendo. 

Y se dio cuenta de que no procedían de detrás de él, sino de más adelante. El estruendo eran docenas de personas que corrían. Saltó a un lado para esquivar a una mujer que corría hacia él a toda velocidad empujando un cochecito con un crío que lloraba a pleno pulmón. 

¿Era sangre lo que tenía en la cara? 
 
Zac: ¿Qué...? 
 
La madre siguió corriendo, con la boca abierta en un grito silencioso. 

Tras ella se acercaba una avalancha. Una estampida de gente que pisoteaba bolsas de compras abandonadas, que tropezaba con ellas y con los que se caían. 

Un hombre resbaló, las gafas le salieron disparadas y acabaron aplastadas bajo el pie de alguien. Zac lo agarró del brazo. 
 
Zac: ¿Qué está pasando? 
 
*: Tiene un arma. Ha disparado, ha disparado... 
 
El hombre se puso de pie y corrió todo lo que le permitía la cojera. Un par de chicas adolescentes entraron a toda prisa, llorando y gritando, en una tienda que había a su izquierda. 

Y entonces Zac se dio cuenta de que el ruido -disparos- no procedía solo de delante de él, sino también de detrás. Pensó en Chad, a un esprint de treinta segundos a su espalda, y en la familia del restaurante, al doble de tiempo en sentido contrario. 
 
Zac: Escóndete, tío -murmuró a Chad-. Busca un lugar donde esconderte. 
 
Y echó a correr hacia el restaurante. 

Los estallidos y las explosiones no cesaban, y para entonces parecían llegar desde todas partes. Los cristales se resquebrajaban y se hacían añicos, una mujer con una pierna ensangrentada se acurrucó debajo de un banco; gemía. Zac oyó más alaridos y, lo que era peor, cómo se interrumpían de golpe, como cuando una grabación se corta. 

Entonces vio que el niño de los pantalones cortos de color rojo y la camiseta de Barrio Sésamo se tambaleaba como un borracho ante la puerta de Abercrombie & Fitch

El escaparate explotó. La gente se dispersó, se lanzó en busca de cobijo y el niño cayó al suelo llamando a su madre a gritos. 

Al otro lado del centro comercial, Zac vio a un tirador -¿un chico?- que se reía mientras disparaba, disparaba, disparaba. En el suelo, el cuerpo de un hombre se sacudía cada vez que recibía un impacto de bala. 

Zac cogió al niño de la camiseta de Barrio Sésamo al pasar corriendo y se lo metió debajo del brazo como si fuera el balón de fútbol que nunca había sido capaz de manejar. 

Los disparos -y nunca, jamás, olvidaría cómo sonaban- se acercaban. Por delante y por detrás. Por todas partes. 

No conseguiría llegar a Mangia con el niño a cuestas. De forma instintiva, cambió de dirección y se lanzó de cabeza hacia el quiosco. 

Britt, la chica con la que había tonteado cinco minutos antes, hacía una vida entera, yacía en el suelo en medio de un charco de sangre. Sus bonitos ojos azules lo miraban fijamente mientras el niño que llevaba bajo el brazo berreaba. 
 
Zac: Ay, Dios, madre mía. Ay, Dios, ay, Dios. 
 
Los disparos no cesaban, no cesaban. 
 
Zac: Vale, vale, estás bien. ¿Cómo te llamas? Yo soy Zac, ¿tú cómo te llamas? 
 
Brady: Brady. ¡Quiero a mi mamá! 
 
Zac: Vale, Brady, la encontraremos dentro de un minuto, pero ahora tenemos que estar muy callados. ¡Brady! ¿Cuántos años tienes? 
 
Brady: Estos -levantó cuatro dedos mientras unas lágrimas como puños le resbalaban por las mejillas-. 
 
Zac: Ya eres un chico grande, ¿eh? Tenemos que estar callados. Hay unos tipos malos. ¿Sabes que existen los malos? 
 
Con el rostro anegado de lágrimas y mocos, y los ojos como platos a causa del miedo, Brady asintió. 
 
Zac: Vamos a estar callados para que los malos no nos encuentren. Y voy a llamar a los buenos. A la policía. 

Hizo todo lo que pudo para evitar que el niño viera a Britt y para impedir que su propio cerebro se centrara en ella; en ella y en su muerte. 

Abrió una de las puertas correderas del armario de almacenaje y sacó la mercancía. 
 
Zac: Métete aquí, ¿vale? Es como si estuviéramos jugando al escondite. Yo no me muevo de aquí, pero tú métete ahí mientras llamo a los buenos. 
 
Ayudó al niño a esconderse, sacó el teléfono y entonces se dio cuenta de lo mucho que le temblaban las manos. 
 
**: Nueve uno uno, ¿cuál es su emergencia? 
 
Zac: Centro comercial DownEast -comenzó-. 
 
**: La policía está en ello. ¿Estás en el centro comercial? 
 
Zac: Sí. Tengo a un niño conmigo. Lo he metido en el armario del quiosco de ropa deportiva. Britt, la chica que trabajaba aquí... está muerta. Está muerta. Dios. Hay al menos dos tiradores. 
 
**: ¿Puedes decirme tu nombre? 
 
Zac: Zac Efron. 
 
**: Bien, Zac, ¿crees que estás a salvo donde estás? 
 
Zac: Joder, ¿está de coña? 
 
**: Lo siento. Estás en un quiosco, así que al menos estás algo cubierto. Te aconsejo que te quedes donde estás, que busques refugio en el interior en lugar de intentar salir del edificio. ¿Hay un niño contigo? 
 
Zac: Me ha dicho que se llama Brady y que tiene cuatro años. Se había separado de su madre. No sé si ella... -Miró a su alrededor, vio que Brady se había hecho un ovillo, que tenía los ojos vidriosos y se chupaba el dedo-. Creo que está, ya sabe, en estado de shock o algo así. 
 
**: Trata de mantener la calma, Zac, y no hagas ruido. La policía ya está en el lugar de los hechos. 
 
Zac: Siguen disparando. No paran de disparar. Y se ríe. Lo he oído reírse. 
 
**: ¿Quién se reía, Zac? 
 
Zac: Estaba disparando, el cristal ha estallado, había un hombre en el suelo, y él no paraba de dispararle y de reírse. Dios mío. 
 
Oyó gritos, no los chillidos de antes, sino una especie de grito de guerra. Algo tribal y triunfante. Y más disparos, pero entonces... 
 
Zac: Ha parado. El tiroteo ha parado. 
 
**: Quédate donde estás, Zac. Irán a ayudarte. Quédate donde estás. 
 
Zac se volvió hacia Brady. La mirada de ojos vidriosos del niño se cruzó con la suya. 
 
Brady: Mami. 
 
Zac: Iremos a buscarla enseguida. Ya vienen los buenos. Ya vienen. 
 
Aquella fue la peor parte, pensaría después. La espera... con el olor de la pólvora que abrasaba el aire, los gritos de ayuda, los gemidos y los sollozos. Y ver en sus propios zapatos la sangre de la chica a la que ya nunca llevaría al cine.

1 comentarios:

Maria jose dijo...

Oh Dios que fuerte
Me siento mal por decirlo, pero que forma para contar la novela
Que gran primer capítulo
Me ha gustado mucho
Fue muy intenso
Olvide la sipnosis asi que me cayó de sorpresa
Siguela pronto que se ve excelente
Saludos
PD: no se por que cuando leí el nombre de austin me dio mucha risa.

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