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domingo, 8 de septiembre de 2019

Capítulo 25


Vanessa no estaba convencida de que él tuviera razón. Durante los días que siguieron, hubo que recurrir a su aplomo, a su capacidad de control. Probablemente lo consiguió en parte gracias a su sangre real. Pero para ella, el talento se lo había legado una muchacha de Nebraska que había cautivado a Hollywood.

Participó en fiestas, en un sinfín de almuerzos y recepciones organizados por sus parientas, en los que el tema era siempre el mismo. Vanessa se dedicó a escuchar los consejos y a responder a las preguntas como habría hecho cualquier mujer a punto de casarse. Vio en alguna ocasión a Zachary, pero nunca a solas. Pasó horas y horas con las pruebas y de compras con sus tías y primas.

Llegaban al palacio regalos de todo el mundo. Aquel era un aspecto de la farsa que no había previsto, pero le dio la vuelta y sacó partido de él. Vajillas de oro, recipientes de plata, jarrones Sung, que hacían llegar jefes de Estado y monarcas aliados. La venganza que en otro momento había sido algo terriblemente personal se había extendido y abarcaba tanto a las amistades como a personas desconocidas. Tal vez no estuvieran al corriente de aquello, pero la princesa y los presidentes formaban parte del mismo complot.

Como era de rigor, Vanessa se hacía cargo en persona de los regalos. Pasaba las horas escribiendo cartas y recibiendo a invitados que llegaban para la ceremonia.

Llegó un regalo importantísimo de Nueva York. Zachary se había encargado de poner a Celeste al corriente de todo. En medio de cuanto se había recibido destacaba una bellísima caja china lacada. Una especie de rompecabezas lleno de compartimentos, cajoncitos, placas correderas y resortes. Al cabo de unos días, Vanessa escondería el Sol y la Luna en uno de sus compartimientos secretos y mandaría la caja, lo mismo que haría con los jarrones y la vajilla, a su domicilio.

Había abandonado el audaz plan de llevarse el collar encima, ya que Adel, con su consabido orgullo, le había proporcionado el medio ideal para la venganza.

Vio a su padre tan solo una vez más antes del día de la boda y únicamente porque ella misma fue quien decidió pedir audiencia. Las mujeres, ya fueran princesas o no, necesitaban un permiso por escrito de un hombre de la familia para salir solas.

Se plantó ante él con las manos cruzadas al final de sus largas mangas, con el diamante de compromiso de Zachary y los pendientes que Celeste le había regalado. La amatista estaba ya entre el equipaje: con ella pagaría las instalaciones de agua y demás del centro que iba a abrir.

Ness: Gracias por recibirme.

Los despachos de su padre constituían una sinfonía de rojo y azul, en tonos intensos. A su espalda colgaba una espada con incrustaciones de piedras preciosas en su empuñadura. Lo encontró sentado tras un escritorio de ébano, tamborileando en él con sus dedos repletos de anillos.

Adel: Puedo dedicarte muy poco tiempo. Deberías estar con las preparaciones de la ceremonia de mañana.

El orgullo heredado de su padre iba a estallar, pero la habilidad, legado de la madre, lo mantuvo a raya, de forma que Vanessa respondió con calma:

Ness: Todo está dispuesto.

Adel: Si es así, tendrías que ocupar tu tiempo en reflexionar sobre el matrimonio y tus deberes como esposa.

Antes de responder, Vanessa hizo un esfuerzo para distender las manos.

Ness: Apenas he pensado en otra cosa. He de darle las gracias por haberlo dispuesto todo.

Ambos sabían que a un hombre también se lo juzgaba por el coste de la boda de una hija.

Adel: ¿Es eso lo que querías decirme?

Ness: También he venido a pedir permiso para ir hoy a la playa con Yasmin y mis otras hermanas. He tenido poco tiempo para conocerlas.

Adel: ¡Haberte quedado aquí en lugar de marcharte a vivir a otra parte!

Ness: Pero siguen siendo mis hermanas.

Adel: Son mujeres de Jaquir, hijas de Alá, lo que no has sido nunca tú.

Lo de mantener la cabeza baja y el tono suave era lo que le resultaba más difícil.

Ness: Ni usted ni yo podemos renegar de nuestra sangre por mucho que podamos desear hacerlo.

Adel: Pero yo puedo negar a mis hijas la corrupción que implica tu influencia -dijo extendiendo los brazos-. Mañana te casarás en una ceremonia que corresponde a tu rango. Luego te marcharás de Jaquir y yo ya no tendré que pensar más en ti. Inshalla. Para mí moriste cuando abandonaste Jaquir. No hace falta renegar de lo que no existe.

Vanessa dio un paso adelante sin preocuparse de lo que se jugaba con el gesto.

Ness: Llegará un día -dijo como en un susurro-, en el que pensará en mí. Se lo prometo.

Aquella noche, sola en su habitación, no soñó. Lloró.


El día de su boda la despertó la llamada del muecín. Vanessa abrió las ventanas para que el calor y la luz entraran en su habitación. Aquel sería el día más largo y tal vez más difícil de su vida. Le quedaba muy poco tiempo antes de que las mujeres y las criadas invadieran su intimidad y empezara para ella la tortura de vestirse para la ceremonia.

Dejó la mente en blanco y llenó la bañera con agua caliente y unas gotas de aceite perfumado.

Si aquella boda hubiera sido real, real para ella, ¿le habría proporcionado emoción, alegría, nerviosismo? En aquellos momentos no sentía más que dolor y aflicción por aquello que no existiría nunca. La boda sería una farsa, como solían serlo las promesas que se hacían en tales ceremonias, de un extremo a otro del mundo.

¿Qué era el matrimonio para una mujer sino una forma de esclavitud? En él renunciaba a su propio apellido y al derecho a ser algo más que una esposa. Se sometía a la voluntad del marido, a sus deseos, a su honor, negándose ella misma.

En Jaquir llamaban sharaf al honor del hombre. Sobre este se concebían las leyes y se desarrollaban las tradiciones. El honor perdido no tenía reparación posible. Así se conservaba la castidad de las mujeres con fanatismo, pues un hombre era responsable de la conducta de su hija mientras viviera. En lugar de libertad, a las mujeres se les concedían sirvientas, se las dispensaba del trabajo físico y se les permitía llevar una vida vacía de contenido. Aquella dorada esclavitud duraría el tiempo que las mujeres permitieran que se las vendiera para el matrimonio, de la misma forma que ella había consentido por venganza.

Sin embargo era cierto lo que su padre había dicho. Ni ella era una mujer de Jaquir, ni Zachary tenía sangre beduina. Todo era simulación, todo era farsa. Y no podía olvidarlo aquel día, el más importante de su vida, el que había esperado desde su niñez. Por sus venas podía correr sangre de Adel, pero nunca sería su hija.

Cuando hubiera terminado, cuando se hubiera puesto punto final a la interminable fanfarria, ella haría lo que había ido a hacer allí. Lo que había jurado hacer. Viviría la venganza, aún candente después de tantos años, como algo salvaje y al tiempo dulce.

Una vez se hubiera desquitado, se romperían para siempre los lazos que la ataban a la familia. Aquello la haría sufrir, aquello le dolería. Lo sabía de antemano. Todo tenía un precio.

Aparecieron las mujeres de la casa cuando acababa de salir del baño. Procedieron a perfumarle el cuerpo y el cabello, a aplicarle kohl en los ojos, un toque de rojo en los labios. Aquello se iba convirtiendo en una especie de sueño, la incesante música de los tambores, el tacto de una serie de dedos en su piel, el murmullo de las voces femeninas. Su abuela permanecía sentada en una butaca dorada, dando instrucciones, asintiendo, secándose de vez en cuando los ojos.

Ness: ¿Recuerdas el día de tu boda, abuela?

Surgió el suspiro, tan débil y frágil como sus huesos.

July: Una mujer no olvida el día en que realmente se convierte en mujer.

Iban cubriendo su cuerpo con seda, seda pura, seda bordada, blanco sobre blanco.

Ness: ¿Cómo te sentiste?

July sonrió ante el recuerdo. Era mayor para una mujer de su cultura, pero no había olvidado su niñez.

July: Me casaba con un hombre apuesto y franco, y tan joven… Tú te pareces a él, como tu padre. Éramos primos, pero él me llevaba muchos años, tal como corresponde. Tuve el honor de que me escogiera a mí. Temía no complacerlo. -Luego se echó a reír, y su sexualidad, viva aún, brilló en sus ojos-. Pero aquella noche perdí el miedo.

Se bromeó sobre la noche de bodas, con regocijo y también con cierta envidia. Muchas manos se ocupaban de la cabellera de Vanessa, la trenzaban, la rizaban, le aplicaban humo de incienso. Vanessa no se veía con ánimos de protestar.

La mayoría se retiró cuando apareció la modista con el vestido. Con algún chasquido y alguna instrucción impartida entre dientes, Dagmar ayudó a Vanessa a ponerse el vestido. Estaba saciada ya de paraíso y deseaba volver a París, donde lo peor que podía esperar una mujer en un paseo por la tarde eran unos silbidos y alguna proposición. Se desataron los «¡oh!» y los «¡ah!» mientras iba abrochando aquella interminable hilera de botones forrados.

Dagmar: Una novia espléndida, Alteza. Un momento -señaló, impaciente, el tocado-. Querría ver todo el efecto.

El fino tul cayó en cascada frente a sus ojos. Velo, incluso aquel día. Algo más que añadir al sueño, pensaba Vanessa mientras miraba a través de aquella especie de neblina. Dieron la vuelta al espejo y se vio cubierta de inmaculado satén, de consistente encaje, y observó la exuberante cola que brillaba bajo la luz en su despliegue hasta el otro extremo de la habitación. Las costureras habían trabajado más de cien horas entre todas para coser las perlas que la adornaban. El tocado, consistente en una pequeña corona de perlas y diamantes, sujetaba los metros y metros de fino tul.

Dagmar: Está maravillosa. El vestido ha quedado como le prometí.

Ness: Más que eso. Se lo agradezco mucho.

Dagmar: Ha sido un placer. -Y un descanso haber terminado-. Me gustaría desearle la mayor felicidad, Alteza. Espero que todo salga a las mil maravillas.

Vanessa pensó en el Sol y la Luna.

Ness: Así será.

Aceptó el ramo de orquídeas y rosas blancas.

Era la novia, pero no habría marcha nupcial, ni cacharros atados al parachoques, ni lluvia de arroz. En cierta manera resultaba más fácil aparentar que era una comedia, una parte más de un juego.

Con las manos frías, sin el menor temblor, y el corazón sosegado, siguió a su séquito hacia el salón donde sería presentada oficialmente a su marido y a los hombres de su familia.

Aquella imagen dejó a Zachary sin respiración. No encontró otro modo de explicárselo al verla. Un instante antes respiraba con normalidad y pensaba como el común de los mortales, pero de repente, en cuanto la vio, su mundo se paralizó. Incluso las manos se le entumecieron. Los nervios, cuya existencia aún no había descubierto, se agolparon en su garganta y estuvo a punto de asfixiarse.

Cada uno de los familiares dio un beso a la novia; algunos lo hicieron con gesto solemne y otros con alegría. Su padre, a regañadientes. Fue él mismo quien colocó la mano de Vanessa sobre la de Zachary, y con ello concluyó con sus obligaciones.

Se impartieron las bendiciones. Se pronunciaron palabras del Corán, pero en árabe, de forma que Zachary lo único que captó fue la calidez de aquella mano, al borde del temblor, en la suya.

Vanessa sabía que él llevaría la throbe blanca y el tocado que exigía el Islam. La vestimenta habría podido dar a la ceremonia otro toque de inverosimilitud, pero por alguna razón tuvo el efecto contrario: le hizo ver que por más que pretendiera fingir o negar la realidad, el matrimonio era un hecho real. Evidentemente, sería algo temporal, se desharía con facilidad, pero aquel día era auténtico.

Pasó más de una hora antes de que se iniciara la procesión. Se abrió con un grito, seguido por el tradicional chasquido de las lenguas de las beduinas que esperaban en el vestíbulo. Zachary oyó los tambores y la música que marcaban el comienzo de la larga marcha.

Aquella noche recorrerían de nuevo aquellos pasillos, pero en secreto.

Zac: ¿Ya se acabó?

Vanessa tuvo un sobresalto ante el murmullo de Zachary, pero enseguida vio que tenía que tomárselo con sentido del humor.

Ness: Ni muchísimo menos. Hay que distraer a los invitados. Primero música y bailarinas. A ti no se te permitirá verlas. -Le dirigió una leve sonrisa-. No creo que dure más de veinte minutos.

Zac: ¿Y después?

Ness: La fiesta nupcial propiamente dicha. Tendremos que avanzar entre las hileras de butacas hasta instalarnos en un estrado con miles de flores. Allí permaneceremos sentados mientras se desarrolle la ceremonia y las felicitaciones, algo que durará un par de horas.

Zac: ¿Dos? Perfecto -murmuró-. ¿Y no van a servir nada mientras tanto?

A Vanessa le dieron ganas de besarlo por aquella salida. Pero se contentó con reír.

Ness: Después, en el festejo. ¿Cómo te has vestido así, Zac?

Lo había hecho a petición de Adel, pero le pareció más prudente no citarlo.

Zac: Donde fueres… -respondió enseguida-.

Pero se terminó el tiempo de la charla. Vanessa no había exagerado en lo de las flores. Cubrían las paredes, desde suelo hasta el techo. Pero deslumbraban aún más que estas las joyas que lucían las mujeres que habían tenido el privilegio de asistir al acto. Tampoco había exagerado en cuanto a la duración. Los novios permanecieron más de dos horas bajo la enramada, intercambiando apretones de manos y besos y oyendo deseos de felicidad. El fuerte aroma a rosas y los perfumes que se iban concentrando allí hicieron que Zachary notara un principio de jaqueca.

Pero aquello no terminaba allí. Acto seguido, los llevaron, los arrearon, según Zachary, hasta un amplio salón con una estrecha puerta de entrada. En su interior había una infinidad de mesas repletas de comida, fruta, carnes con aroma a especias y apetitosos postres. En el centro, un pastel de veinte pisos.

Alguno de los invitados había colado una Polaroid, y las mujeres posaban felices ante el objetivo y, acto seguido, se escondían la foto. Zachary pidió que les hicieran una a los dos y, al igual que las mujeres, la disimuló entre su vestimenta.

Ocho horas más tarde, acompañaron a Zachary y a Vanessa hacia las habitaciones en las que iban a pasar su primera noche como marido y mujer.

Ness: ¡Vaya! -exclamó cuando se hubo cerrado la puerta y desvanecido la última risita-. ¡Valiente espectáculo!

Zac: Yo solo he echado en falta una cosa.

Ness: ¿Lucha en el barro?

Zac: ¡Qué cínica! -Tomó sus manos antes de darle tiempo a quitarse el tocado-. No he besado a la novia.

Vanessa se relajó y sonrió.

Ness: Aún hay tiempo.

Se acercó a él, se apoyó en él. Una vez y nada más. Eso es lo que se dijo. Por una vez se permitió el lujo de creer en lo de felices para siempre. El aroma a flores seguía presente. La seda crujió al rodearla él con sus brazos. El beso de Zachary fue cálido, intenso, exactamente lo que ella necesitaba.

Zac: ¡Eres muy nerviosa, Ness! He estado a punto de perder la respiración al verte entrar en aquel salón.

Ness: Y yo no me he puesto nerviosa hasta que te he visto. -Apoyó la cabeza contra su hombro-. Nunca podré pagarte lo que has hecho por mí.

Zac: No hay que pagar lo que se hace por motivos egoístas. Además, mañana nos vamos.

Ness: Pero…

Zac: Ya se lo he dicho a tu padre. -Con delicadeza le quitó el tocado; sus dedos deseaban introducirse en aquella cabellera-. No ha visto ningún problema en lo de que me llevara enseguida de luna de miel a mi esposa. He procurado que comprendiera que íbamos a pasar quince días en París antes de volver a Nueva York.

Ness: Tienes razón, es mejor. Cuanto menos vea a mis hermanos y hermanas, más fácil será para mí olvidarlos.

Zac: Eso no creo que se consiga así como así.

Ness: Él no permitirá que los vea. Lo sé, lo acepto. Lo que no sabía era lo que me costaría renunciar a algo que he tenido durante tan poco tiempo. -Empezó a desabotonarse el vestido-. Tendríamos que descansar, Zachary. Será una noche muy larga.

Él la ayudó en la tarea de desabrochar.

Zac: Hay algo más prioritario que el descanso. -Fue besándola mientras seguía con el vestido-. Te he echado de menos, Ness. He echado de menos el sabor a ti.

Vanessa se hizo bajar el vestido.

Ness: Por una vez, puedes saborear todo lo que quieras.

Las hacendosas costureras francesas habrían hecho una mueca al ver como caía al suelo el vestido.


Zachary se despertó en medio de la oscuridad y se quedó inmóvil notando el cuerpo de Vanessa pegado al suyo. Ella dormía, pero tenía un sueño ligero, de forma que él sabía que si se movía mínimamente o murmuraba su nombre, lo oiría, y pensó que aún no era el momento.

No era corriente en él dormir así antes de un trabajo. El problema en un oficio como el suyo era que nunca llegaba uno a establecer una rutina.

El Sol y la Luna… En una época no tan lejana, la perspectiva de conseguir aquella joya, de tenerla entre sus manos, le habría proporcionado semanas de satisfacción. En aquellos momentos lo único que deseaba era terminar de una vez con el maldito golpe y poder instalar a Vanessa en su casa de Oxfordshire, ante el fuego de la chimenea, con dos perros lobos a sus pies.

¿Estaré envejeciendo?, pensaba.

¿Estaré… Dios no lo quiera, acomodándome?

Lo cierto era que se había enamorado y aún le costaba asimilarlo.

Pasó el dedo por encima del anillo de Vanessa, por el aro de diamantes que él había puesto en su dedo durante aquel circo al que habían llamado boda. Pero aquello para él significaba más de lo que jamás habría esperado o deseado. Vanessa era su esposa, la mujer a la que ansiaba llevar a casa, de la que soñaba presumir ante su madre, con la que quería planificar el futuro.

El futuro… Levantó la mano para apartarse el pelo de los ojos. Había dado un gran salto en poco tiempo; no hacía mucho, todo lo que planificaba era la distracción de la noche siguiente; ahora, en cambio, pensaba en tener niños y hacer vida familiar. De todas formas, en su vida había dado muchos saltos y hasta entonces siempre había salido airoso de todo. Un ladrón de escalada necesitaba tanto la destreza como el equilibrio. Y aquella noche le harían falta los dos.

Era una lástima no haber podido conseguir una noche de bodas sencilla, con champán, música y desenfreno hasta el amanecer. En cuanto al desenfreno, no podía quejarse, pues había durado hasta que los dos cayeron rendidos. Había visto a Vanessa como un volcán, humeante, peligroso, en cuya última erupción él tembló como el típico adolescente en el asiento trasero de un coche. Las dudas y los temores del primer día habían desaparecido con la pasión que él mismo había visto brillar en sus ojos. Habían pasado página de las tensiones vividas desde su llegada a Jaquir, aunque solo fuera por unas horas.

Eran socios en la cama y ahora, para lo mejor o para lo peor, lo eran también en la venganza. Le acarició la mejilla, murmuró su nombre. Ella se despertó en el acto.

Ness: ¿Qué hora es?

Zac: Acaban de dar la una.

Vanessa se levantó de un salto y empezó a vestirse.

Durante el día habían ido de blanco. Por la noche irían de negro. No hizo falta intercambiar palabra alguna para comprobar las herramientas y colocarse los cinturones. Vanessa colgó una bolsita por encima de su pecho, en la que llevaba unas pinzas, un mando a distancia, una cajita acolchada, las limas y la llave de latón.

Ness: Dame media hora -comprobó su reloj y lo puso en el sistema cronómetro-. No salgas antes de las dos y media, pues te arriesgarías a encontrarte con los guardias del ala este.

Zac: Si trabajáramos con suficiente rapidez, no tendríamos que separarnos.

Igual que él, se puso los guantes quirúrgicos.

Ness: Eso ya lo hemos hablado más de una vez. Sabes que tengo razón.

Zac: Lo que no significa que me guste.

Ness: Tú concéntrate en la combinación. -Se puso de puntillas para darle un beso-. ¡Suerte!

Él la reclamó un segundo más, dándole más intensidad al beso.

Zac: ¡Que sea lo mejor!

En un instante, Vanessa desapareció como una sombra.

Tenía que planteárselo como cualquier otro golpe: con frialdad, así lo había planificado. Así lo había esperado. Y una vez llegada la noche que tanto había anhelado se sentía nerviosa como una ladronzuela de tiendas. Avanzaba deprisa, manteniéndose cerca de la pared, agudizando constantemente el oído.

Sus ojos se acostumbraron enseguida a la oscuridad, salpicada por algún resquicio de luz de luna procedente de alguna ventana sin celosía. Aquellos corredores albergaban fortunas: marfil indio, jade chino, porcelana francesa. Pero a ella le causaban el mismo efecto que cualquier baratija que hubiera podido ver en un mercadillo. Lo que le interesaba eran los guardias. Bajo rápidamente la escalera hacia la planta inferior.

Silencio absoluto. Oía sus propios latidos. Las flores llegadas desde Europa para su boda añadían un aroma dulzón a la atmósfera. Un par de palomas blancas dormían en una jaula dorada en medio de mil pétalos. Vanessa pasó por delante de ellas, por delante de una serie de salones, del gran salón, de los despachos. El acceso al centro de seguridad se encontraba en una puerta disimulada en una esquina. Había que proteger a los invitados y no molestarlos con cuestiones tan mundanas como las alarmas o las armas. Conteniendo el aliento, Vanessa hizo deslizar la puerta.

Esperó: cinco latidos, diez, pero la oscuridad y el silencio seguían inamovibles. Sus suelas de goma no hicieron el menor ruido al entrar. Una vez dentro, cerró la puerta. Tomó la escalera pronunciada y abierta. Si se le agotaba el tiempo y la encontraban, no tendría lugar donde esconderse ni pretexto que dar. Sin luz ni pasamanos para guiarse, no podía apresurarse y arriesgarse a caer. Fue descendiendo poco a poco, con cautela, con demasiada lentitud para su tranquilidad.

Al llegar abajo tenía el corazón desbocado. Hizo un esfuerzo para inspirar profundamente unas cuantas veces. Una ojeada al reloj le indicó que tenía veinte minutos para desactivar las alarmas antes de que Zachary tocara la primera combinación. Tiempo suficiente. Encendiendo por primera vez la linterna, examinó el lugar.

Vio unas cajas apiladas que cubrían toda una pared. La capa de polvo que tenían le indicó que no eran nuevas. En otra vio un armario con puertas de cristal con doble cerradura. En él se alineaban como soldados una colección de fusiles. El aceite brillaba en sus cañones. Frente a este se encontraba la alarma. Intentando obviar el armamento que tenía a su espalda se puso manos a la obra.

No tocó el sistema de seguridad exterior. Tardó cinco interminables minutos en desatornillar la placa de la alarma y localizar el primer hilo. Tenía que haber doce en total, cuatro para cada cerradura. Con las notas presentes en su cabeza, fue desconectándolos de uno en uno, siguiendo el código de color. Primero el blanco, luego el azul, después el negro y por fin el rojo.

Echó una ojeada al techo, preguntándose si Zachary se encontraba ya en su sitio. Había desconectado dos de las alarmas, pero la tensión se acumulaba en la base de su cráneo. El menor error en aquel estadio haría añicos años de preparación.

Acababa de situar el último hilo y cogía las pinzas cuando oyó pasos. Sin tiempo para sentir miedo, colocó de nuevo la tapa y con el dedo la atornilló mínimamente antes de echarse a toda prisa tras las cajas.

Eran dos y cada uno de ellos llevaba una pistola enfundada y sujeta al hombro por encima de la throbe. Aquellas voces, que no tenían nada de estridentes, sonaban como disparos de bala en su cabeza. Se acurrucó y procuró no respirar.

Uno de los hombres se quejaba del trabajo extra que les habían impuesto la boda y los invitados. Al otro le iba más el parloteo e iba alardeando de un viaje en el que había visitado Turquía, donde había estado con unas prostitutas traídas de Budapest. Ahora su mujer tenía sífilis, enfermedad que él le había contagiado.

Encendieron las luces antes de detenerse a menos de un palmo de donde Vanessa intentaba camuflarse con las cajas. Con una carcajada, el otro sacó una revista que llevaba escondida bajo la túnica. En la portada se veía a una mujer, desnuda, con las piernas abiertas, masturbándose. Aunque fueran guardias de palacio, si los matawain los pillaban con la revista, podían perder una mano o un ojo. Los minutos iban transcurriendo y las gotas de sudor se deslizaban por la espalda de Vanessa.

Sacaron y encendieron un cigarrillo turco mientras seguían con los ojos clavados en las fotos. El humo que llegó hasta Vanessa la mareó un poco. Uno de los hombres se pasó la mano por la ingle antes de devolver el cigarrillo a su compañero.

Vanessa tuvo que oír los resoplidos y unos comentarios que habrían hecho sonrojar a la prostituta más avezada. En uno de los movimientos de aquellos hombres, la throbe de uno rozó los pies de ella. Notó el olor a sudor. Empezó una especie de regateo, primero a las buenas pero luego más vehemente, durante el cual Vanessa no se atrevió ni a mirar el reloj. Zachary estaría ya abordando el primer cuadrante. La alarma podía sonar de un momento a otro. Todo se habría frustrado. El dinero cambió de manos. La revista desapareció. Se apagó el cigarrillo y se escondió la colilla. A pesar del martilleo que notaba en sus oídos, Vanessa oyó sus risas. Se marchaban por fin y ella esperó, impaciente, a que se apagara la luz.

En cuanto se hizo de nuevo la oscuridad, se levantó. Ya no había tiempo para la cautela. La esfera de su reloj indicaba que tenía tan solo noventa segundos para cortar el último hilo.

Notaba la boca seca. Aquello y la náusea eran experiencias nuevas para ella. Cuando levantó la tapa estuvo a punto de caérsele de las manos, pues tenía los dedos entumecidos. Cuarenta y cinco segundos. Sujetó la tapa entre las rodillas y buscó el hilo. Su mano seguía tan firme que tuvo la impresión de que actuaba con independencia de aquel cuerpo empapado de sudor. Con la delicadeza de un cirujano, lo sujetó. Veinte segundos. Pasó la pinza por el cable, giró, fijó.

Vanessa se pasó el revés de la mano por delante de la boca antes de mirar de nuevo el reloj. Dos segundos. Esperó, contándolos. Se levantó y, con paciencia, contó otro minuto entero. Ninguna alarma rompió el silencio. Dejó de rezar en el momento en que sujetaba de nuevo la tapa.


Los dedos de Zachary eran ágiles; su oído, agudo. Trabajó con la paciencia de un especialista en tallar piedras preciosas. O la del mejor ladrón. Mientras esperaba oír el clic de las gachetas, se iba haciendo una y otra vez la misma pregunta. ¿Dónde estaba ella?

Habían pasado quince minutos del momento óptimo calculado para que Vanessa entrara en la cámara.

Por medio del amplificador de ella, Zachary oyó el repique que le indicó que se había soltado el primer cerrojo. Había solucionado lo de la alarma. Un pequeño consuelo. Tocó el segundo cuadrante y ladeó la cabeza sin perder de vista la puerta. Cinco minutos más, se dijo. Si en aquel plazo no aparecía, iría a buscarla y mandaría al cuerno el collar. Flexionó los dedos como un pianista a punto de ejecutar un arpegio. Saltó el primer cerrojo antes de que oyera el giro del tirador de la puerta. Se había apretado contra la pared detrás de esta cuando Vanessa entró.

Zac: Llegas tarde.

La risita que soltó indicaba que tenía los nervios a flor de piel.

Ness: Lo siento, no pasaba ni un taxi.

Se acercó a él, lo abrazó y con ello se calmó.

Zac: ¿Algún problema?

Ness: No, en realidad ninguno. Simplemente un par de guardias con una revista porno y un porro turco. Nada, una fiestecita.

Zachary la miró a los ojos: se la veía tranquila pero pálida.

Zac: Tendré que recordarte que ahora eres una señora casada. Se acabaron las fiestecitas si no se me invita a mí.

Ness: Hecho. -Se apartó, sorprendida de cómo se había disipado su temor-. ¿Todo bien por tu parte?

Zac: ¡Vaya preguntas! Será mejor que te ocupes de la llave, cariño, pues yo casi he terminado.

Ness: ¡Ese es mi héroe!

Zac: Que no se te olvide.

Trabajaron codo con codo; Zachary en la última combinación, Vanessa en la complicada llave. En dos ocasiones tuvo que interrumpirla, ya que el sonido de la lima lo distraía.

Zac: Ya está. -Retrocedió un paso-. Casi había olvidado la satisfacción que siente uno al oír que ceden los cierres. -Echó una ojeada al reloj y sonrió-. Treinta y nueve minutos, cuarenta segundos.

Ness: Felicidades.

Zac: Me debes mil libras, mi amor.

Vanessa se secó el sudor de la frente al levantar la vista hacia él.

Ness: Cárgalas en mi cuenta.

Zac: Ya me parecía a mí que te harías la sueca. -Con un suspiro, apoyó la rodilla en el hombro de ella-. ¿Qué, terminando?

Ness: A ti te he dejado el trabajo fácil -murmuró-. Tiene unas muescas muy complicadas. Si me paso limando, no funcionará.

Zac: ¿Quieres que lo pruebe yo? Eso puede llevarnos una hora.

Ness: No, casi está a punto.

Metió la llave y la hizo girar con suavidad hacia la izquierda, luego hacia la derecha. Notaba la resistencia en las yemas de los dedos. Casi era capaz de ver con los ojos cerrados los puntos en los que el latón rozaba contra el interior de la cerradura. Sacó la llave, limó un pelín aquí, otro pelín allí, le aplicó una gota de aceite y cogió el papel de lija para pasar a la tarea más intrincada. Sus dedos estaban perdiendo flexibilidad como los de un cirujano en una larga y monótona operación.

Pasó media hora más. Por fin introdujo la llave, la hizo girar y notó que la cerradura cedía. Por un momento no fue capaz de hacer otra cosa que seguir arrodillada donde se encontraba con la llave en la mano. Toda su vida se había encaminado hacia aquel instante. Ya en el punto de llegada, no podía hacer ni un gesto.

Zac: ¿Ness?

Ness: Es algo así como morir un poco… Alcanzar por fin la meta de tu vida. Tomar conciencia de que algo ha concluido y nada de lo que puedas hacer a partir de ahí tendrá la misma importancia. -Sacó la llave y la guardó en su bolsa-. De todas formas, no todo se ha acabado.

Sacó el mando a distancia y marcó el código. Apareció una luz roja parpadeante. El diamante de su dedo proyectaba destellos mientras hacía el puente. El rojo pasó a verde.

Ness: Eso debería bastar.

Zac: ¿Debería?

Se volvió para sonreírle.

Ness: No trae garantía.

Zachary retrocedió un poco para dejar que fuera ella quien abriera la puerta de la cámara. De esta salió una ráfaga de aire caliente, de la que Vanessa incluso captó el levísimo sonido. Tal vez se tratara del llanto de la reina muerta hacía tanto tiempo. Aplicó la linterna hacia el interior y arrancó destellos al oro, la plata y las piedras preciosas.

Ness: La cueva de Alí Baba -dijo, feliz-. La mayor fantasía del ladrón. ¡Santo cielo! ¡Y yo que creía haberlo visto todo!

Los lingotes de oro estaban apilados formando una pirámide de casi un metro y a su lado estaban los de plata. Se veían copas, urnas y bandejas hechas con los mismos metales preciosos, algunas con joyas incrustadas. Al lado de una corona rodeada de diamantes se veía un tocado femenino con rubíes que parecían gotas de sangre. Vanessa abrió la tapa de un cofre y se encontró con un par de palmos de piedras sin tallar.

También se guardaban en aquella cámara obras de arte, piezas de Rubens, Monet o Picasso, que Adel jamás exhibiría en el palacio, si bien consideraba que valía la pena invertir en ellas. Aquello llamó la atención de Zachary y lo distrajo de la imagen de las joyas. Se agachó y con la ayuda de la linterna examinó aquellas telas con aire reflexivo.

Ness: El tesoro del rey -su voz resonó sordamente-. Algunas piezas adquiridas con petróleo, otras con sangre, con amor o traición. Todo esto y mi madre murió sin nada más que lo que yo robaba para mantenerla -se lamentó; Zachary se incorporó, volviéndose hacia ella-. Y lo peor de todo es que cuando murió seguía amándolo.

Con gesto cariñoso, él secó sus lágrimas con los dos pulgares.

Zac: No llores, Ness. Él no lo merece.

Ness: No. -Con un suspiro procuró dejar a un lado la aflicción-. Voy a llevarme lo que es mío. -Enfocó con la linterna el muro opuesto y se encontró ante la explosión de vida del Sol y la Luna-. Ahí está.

Acercó su mano. Tal vez fue el collar lo que la atrajo. Sus manos temblaban, aunque no de miedo, ni de pena. Temblaban de emoción. Estaba en una vitrina de cristal, pero esta no mitigaba lo más mínimo aquel fuego. Amor y odio. Paz y guerra. Promesa y traición. Una sola mirada bastaba para experimentar todas las pasiones, todos los placeres.

Las joyas siempre eran algo personal, pero ninguna lo sería nunca tanto como aquella.
Zachary también dirigió su haz de luz sobre el collar, cruzándolo y uniéndolo al de la linterna de ella.

Zac: Supera todo lo imaginado. En mi vida habría podido soñar llevarme algo comparable a esto. Tuyo es -dijo, poniéndole la mano encima del hombro-. Tómalo.

Vanessa lo sacó de la vitrina. Pesaba. Le sorprendió un poco notar tanto peso. Parecía una ilusión, como si fuera a eludir las manos de quien intentara reclamarlo. Sin embargo, en las suyas casi notaba los latidos de la vida de aquella joya, el resplandor de su promesa. Al observarlo detenidamente bajo la luz, le pareció ver la sangre que lo había empapado tantos años atrás.

Ness: Como hecho para ella.

Zac: Tal vez se hizo para ella.

Aquello arrancó una sonrisa porque vio que él la comprendía.

Ness: Siempre me he preguntado cuál sería la impresión de tener el destino en mis manos.

Zac: ¿Y qué te parece?

Se volvió hacia él, sosteniendo la joya como una promesa.

Ness: Solo recuerdo su risa. Lo único que lamento es no poder devolvérselo.

Zac: Estás haciendo más que eso. -Recordó el edificio de Manhattan infestado de ratas que Vanessa iba a convertir en un centro para mujeres maltratadas-. Tu madre estaría orgullosa de ti, Ness.

Con un gesto de asentimiento, sacó de su bolsa una tela de terciopelo y envolvió el collar con ella.

Ness: Él vendrá a buscarlo. -Cubrió el diamante y luego la perla. Sus ojos reflejaban la misma pasión que la joya-. Supongo que lo entiendes.

Zac: Lo que entiendo es que contigo uno jamás se aburre.

Barrió por última vez la cámara con la linterna. Un grabado detrás de la vitrina vacía. Le llamó la atención. Lo enfocó. Era antiguo pero se veía bastante claro. Tal vez se hubiera grabado con un diamante.

Zac: ¿Qué dice?

Ness: Es un mensaje de Berina. Escribió: «Muero por amor y no de vergüenza. Allahu Akbar». -Cogió la mano de Zachary-. Tal vez ahora también ella podrá descansar en paz.


1 comentarios:

Lu dijo...

Me encanto el capitulo.
Espero que no pase nada malo con Ness y Zac y puedan irse tranquilos de ahi.
Si me gustaria que el padre de Ness le pida perdon a ella o algo.

Sube pronto :)

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