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sábado, 12 de agosto de 2017

Capítulo 1


Zark inhaló trabajosamente una bocanada de aire, sabiendo que tal vez fuera la última. Casi no quedaba oxígeno en el barco, y el tiempo se le agotaba. En cuestión de segundos, una vida entera podía pasar ante los ojos. Se alegraba de estar solo para que nadie fuera testigo de su alegría y de sus miserias.

Leilah, siempre Leilah. Con cada áspera vaharada la veía: los ojos azul claro, el pelo rubio de su único amor. Mientras la sirena de alarma aullaba en el interior de la cabina, Zark oía la risa de Leilah. Tierna, dulce. Y, al fin, burlona.

-Bajo el sol rojo, qué felices éramos... -musitó en medio de jadeos entrecortados mientras se arrastraba hacia la consola de mandos-. Socios, amigos y amantes...

Le dolían cada vez más los pulmones. El dolor lo atravesaba como mil dardos envenenados de los pantanos de Argenham. No podía malgastar aire en palabras inútiles. Pero podía malgastar pensamientos. Y sus pensamientos seguían fijos en Leilah.

¡Y pensar que ella, la única mujer a la que había amado, tuviera que ser la causa de su muerte! De su muerte, y de la del mundo según lo conocían. ¿Qué funesto giro del destino había causado el accidente que la había transformado de devota científica en una fuerza del odio y la maldad?

Se había convertido en su enemiga. La mujer que en otro tiempo fuera su esposa. Que seguía siéndolo, se dijo mientras se levantaba con gran esfuerzo hacia la consola. Si vivía y conseguía desbaratar su último plan para asolar la civilización en Perth, tendría que ir tras ella. Tendría que destruida. Si es que tenía fuerzas.

El Comandante Zark, Defensor del Universo, Líder de Perth, marido y héroe, apretó el botón con dedo tembloroso...

¡CONTINUARÁ EN EL SIGUIENTE NÚMERO!


**: Maldita sea -masculló Michael Hudgens, y se apresuró a mirar a su alrededor para cerciorarse de que su madre no lo había oído-.

Llevaba unos seis meses mascullando juramentos, casi siempre en susurros, y no quería que ella se enterara. Se le pondría esa expresión en la cara.

Pero su madre estaba ocupada revisando las primeras cajas que habían llevado los hombres de la mudanza. Él tenía que estar sacando sus libros, pero había decidido darse un descanso. Y cuando más le gustaba descansar era en los descansos que incluían a los cómics de la Universal y al Comandante Zark. Su madre quería que leyera libros de verdad, pero casi no tenían dibujos. En su opinión, el Comandante Zark estaba muy por encima de John Silver el Largo y de Huck Finn.

Tumbado de espaldas, Michael observó el techo recién pintado de su nuevo cuarto. El apartamento estaba bien. Sobre todo, le gustaba la vista sobre el parque, y tener ascensor también molaba. Lo que no le apetecía nada era empezar en un cole nuevo el lunes.

Su madre le decía que no se preocupara, que haría amigos nuevos y podría ir a ver a los de antes. Eso se le daba muy bien a su madre: le acariciaba el pelo y le sonreía de ese modo que le hacía sentir que todo iba a la perfección. Pero su madre no estaría allí cuando todos los niños de su clase lo miraran como al nuevo. Él no pensaba ponerse ese jersey nuevo, ni aunque mamá dijera que el color le iba con los ojos. Quería ponerse una de sus sudaderas viejas para que así, por lo menos, algo le resultara familiar. Imaginaba que ella lo entendería, porque su madre siempre lo entendía todo.

Sin embargo, todavía parecía triste a veces. Michael se apoyó en la almohada, con el cómic en la mano. Deseaba que su madre no se sintiera tan mal porque su padre se hubiera marchado. Ya hacía mucho tiempo, y él tenía que concentrarse mucho para recordar una imagen de su padre.

Nunca los visitaba, y solo telefoneaba un par de veces al año. Pero daba igual. Michael deseaba poder decide a su madre que no importaba, pero temía que se disgustara y empezara a llorar.

Él no necesitaba un padre, teniéndola a ella. Se lo había dicho una vez, y ella lo abrazó tan fuerte que se le cortó la respiración. Luego, esa noche, la oyó llorar en su habitación. Así que no había vuelto a decírselo.

Los mayores eran muy raros, pensó Michael con la sensatez de sus casi diez años. Pero su madre era la mejor. Casi nunca le gritaba y, cuando lo hacía, siempre se arrepentía. Y, además, era guapísima. Michael sonrió mientras empezaba a quedarse dormido. Seguro que su madre era tan guapa como la Princesa Leilah. Aunque su pelo era negro, en vez de rubio, y sus ojos castaños, en vez de azul cobalto.

Le había prometido que cenarían pizza para celebrar el traslado al apartamento nuevo. A él lo que más le gustaba, aparte del Comandante Zark, era la pizza.

Se sumió en el sueño de tal modo que él, con la ayuda de Zark, salvaría el universo...

Poco después, cuando Vanessa se asomó, vio que su hijo, su universo, se había quedado dormido con un cómic de la Universal en la mano. La mayoría de sus libros, algunos de los cuales hojeaba de tarde en tarde, seguían embalados en las cajas. En otras circunstancias, le habría echado al despertar un pequeño sermón acerca de la responsabilidad, pero ese día no tuvo valor. Michael se estaba tomando tan bien la mudanza, aquel nuevo cataclismo en su vida...

Ness: Este será bueno para ti, cariño -olvidándose de la montaña de cajas que le quedaban por desembalar, se sentó al borde de la cama para mirarlo-.

Se parecía tanto a su padre... el cabello castaño claro, los ojos negros, la testaruda barbilla... Ella rara vez pensaba en el hombre que había sido su marido al mirar a su hijo. Pero ese día era distinto. Ese día significaba un nuevo comienzo para ellos, y los comienzos le hacían pensar en los finales.

Iba a hacer seis años, pensó, un tanto asombrada por cómo pasaba el tiempo. Michael era muy pequeño cuando Andrew los abandonó, cansado de las deudas, de la familia y, sobre todo, cansado de ella. El dolor se había disipado, aunque el proceso había sido largo y lento. Pero nunca perdonaría a Andrew por haber abandonado a su hijo sin miramientos.

A veces le preocupaba que a Michael pareciera importarle tan poco. Egoístamente, la alegraba que no hubiera formado un vínculo estrecho y duradero con el hombre que los había abandonado, pero a menudo, de noche, cuando todo estaba en silencio, se preguntaba si su hijito no guardaba algo dentro de sí.

Pero, en ese momento, al mirarlo, no le pareció posible.

Vanessa le acarició el pelo y se volvió para contemplar la vista de Central Park. Michael era extravertido, alegre y generoso. Ella se había esforzado mucho porque lo fuera. Nunca le hablaba mal de su padre, a pesar de que a veces, sobre todo los primeros años, tenía la amargura y el rencor a flor de piel. Había procurado ser un padre y una madre para él, y creía haberlo conseguido casi siempre.

Había leído libros sobre béisbol para ayudar a Michael a entrenarse. Había corrido tras él, pegada al asiento de su primera bici. Y, al llegar el momento de soltarlo, había contenido el deseo de seguir agarrándolo y se había regocijado al verlo bajar haciendo eses por el carril bici.

Hasta conocía al Comandante Zark. Sonriendo, le quitó el cómic arrugado de la mano. El pobre y heroico Zark y su descarriada esposa Leilah. Sí, Vanessa conocía al dedillo las tribulaciones y azares políticos del planeta Perth. No era fácil desenganchar a Michael de Zark y aficionarlo a Dickens o a Twain, pero tampoco lo era criar a un hijo sola.

Ness: Ya habrá tiempo -murmuró tendiéndose junto a su hijo. Tiempo de sobra para los libros y la vida de verdad-. Ay, Mike, espero no haberme equivocado -cerró los ojos, deseando tener alguien con quien hablar, alguien que pudiera aconsejarla o tomar decisiones, certeras o equivocadas, a pesar de que con el tiempo había aprendido a evitar aquel deseo-.

Después, con el brazo sobre la cintura de su hijo, ella también se quedó dormida.


La habitación estaba en penumbra cuando se despertó, aturdida y desorientada. Enseguida se dio cuenta de que Michael no estaba a su lado. Una punzada de pánico disipó su aturdimiento, pese a que sabía que era absurdo tener miedo. Michael no saldría del apartamento solo. No la obedecía a ciegas, pero al menos respetaba sus diez reglas básicas.

Mike: Hola, mamá -estaba en la cocina, adonde su instinto doméstico la llevó primero-.

Tenía entre las manos un sándwich pringoso de mantequilla y mermelada.

Ness: Creía que querías pizza -dijo, viendo en la encimera el gran frasco de mermelada y el paquete de pan aún por cerrar-.

Mike: Y sigo queriendo -le dio un buen mordisco al sándwich y sonrió-. Pero me apetecía comer algo ahora.

Ness: No hables con la boca llena, Mike -dijo automáticamente mientras se inclinaba para besarlo-. Podías haberme despertado, si tenías hambre.

Mike: Da igual. Pero no he encontrado los vasos.

Vanessa miró a su alrededor y notó que, en su búsqueda, había vaciado dos cajas. Se dijo que debería haber organizado la cocina antes que nada.

Ness: Bueno, enseguida nos ocuparemos de eso.

Mike: Estaba nevando cuando me desperté.

Ness: ¿De veras? -se apartó el pelo de los ojos y se irguió para mirar por la ventana-. Ah, sí, todavía está nevando.

Mike: A lo mejor el lunes hay dos metros de nieve y no puedo ir al cole -se subió a un taburete junto a la encimera-.

Ni ella al trabajo nuevo, pensó Vanessa, permitiéndose soñar un poco despierta. Nada de presiones, ni de responsabilidades nuevas.

Ness: Me parece improbable -mientras lavaba los vasos, miró hacia atrás-. ¿De verdad te preocupa, Mike?

Mike: Más o menos -se encogió de hombros-.

Aún quedaba un día para el lunes. Podía pasar cualquier cosa. Terremotos, ventiscas, un ataque del espacio exterior...

Pensó en esto último. Él, el Capitán Michael Hudgens de las Fuerzas Especiales de la Tierra, lucharía sin descanso, hasta la muerte, para proteger y salvar a...

Ness: Puedo ir contigo, si quieres.

Mike: Pero, mamá, los chicos se reirían de mí -le dio otro mordisco al sándwich. La mermelada de uva chorreó por los lados-. No será para tanto. Por lo menos en ese colegio no estará la tonta de Angela Wiseberry.

Vanessa no se atrevió a decirle que en todo colegio había una Angela Wiseberry.

Ness: ¿Sabes qué? El lunes iremos los dos a nuestra nueva misión y nos encontraremos aquí a las cuatro cero cero para informar.

La cara de Michael se iluminó al instante. No había nada que le gustara más que una operación militar.

Mike: Señor, sí, señor.

Ness: Bien. Ahora voy a pedir una pizza y, mientras llega, iremos sacando los platos.

Mike: Que lo hagan los prisioneros.

Ness: Se han escapado. Todos.

Mike: Rodarán cabezas por esto -masculló metiéndose el último pedazo de sándwich en la boca-.


Zachary Efron II permanecía sentado ante su mesa de dibujo, sin una sola idea en la cabeza. Bebía café frío, confiando en que estimulara su imaginación, pero su mente seguía tan en blanco como el papel que tenía delante. Sabía que los bloqueos existían, pero él rara vez los sufría. Sobre todo, teniendo el plazo de entrega encima. Y, naturalmente, iba muy retrasado.

Zac peló otro cacahuete y arrojó la cáscara hacia el cuenco. Golpeó en un lado y cayó al suelo, donde ya había unas cuantas. Por lo general, primero se le ocurría el guión y, más tarde, las ilustraciones. Pero como no había tenido suerte de ese modo, había cambiado de chip, con la esperanza de que, con el cambio de rutina, se le ocurriera alguna idea.

Pero aquel método tampoco estaba funcionando, lo mismo que él.

Cerró los ojos y procuró concentrarse para tener una experiencia extracorpórea. De la radio llegaba una vieja canción de Slim Whitman, pero él no la oía. Estaba viajando a años luz de distancia. Había pasado un siglo. El segundo milenio, pensó con una sonrisa. Había nacido demasiado pronto. Aunque no creía que pudiera culpar a sus padres por haberlo tenido con un siglo de antelación.

Nada. Ni soluciones, ni inspiración. Abrió los ojos de nuevo y miró la página en blanco. Con un editor como Rick Skinner, no podía permitirse ínfulas artísticas. El hambre y la miseria estaban siempre a un paso. Molesto, Zac tomó otro cacahuete.

Lo que necesitaba era un cambio de escenario, una distracción. Su vida se estaba volviendo demasiado monótona, demasiado vulgar y, a pesar de su bloqueo temporal, demasiado fácil. Necesitaba algún desafío. Tirando las cáscaras, se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Era alto, fibroso y fuerte, gracias a las horas que dedicaba cada semana a levantar pesas. De niño había sido disparatadamente flaco, a pesar de que siempre había comido como un caballo. Las burlas no le importaron mucho hasta que descubrió a las chicas. Entonces, con la silenciosa determinación que lo caracterizaba, había cambiado cuanto podía cambiar. Le había costado un par de años y mucho sudor desarrollar el cuerpo, pero lo había conseguido. Aún no daba por sentado su físico, y procuraba ejercitar el cuerpo tanto como ejercitaba la mente.

Su despacho estaba lleno de libros, todos ellos leídos y releídos. Le dieron ganas de sacar uno al azar y zambullirse en él. Pero tenía un plazo de entrega. El gran perro marrón tumbado en el suelo se giró sobre la panza y lo miró.

Zac le había puesto de nombre Tas, por el Diablo de Tasmania de los dibujos de la Warner, pero Tas no era precisamente un torbellino de energía.

El perro bostezó y se restregó lánguidamente el lomo contra la alfombra. Zac le gustaba. Zac nunca le pedía que hiciera tonterías, y casi nunca se quejaba si había pelo en los muebles o si hacía de vez en cuando una incursión en el cubo de la basura. Además, Zac tenía una voz agradable, baja y paciente. Lo que más le gustaba a Tas era que Zac se sentara en el suelo con él y le acariciara el denso pelaje marrón mientras le contaba sus ideas. Tas miraba su cara fina y angulosa como si comprendiera cada palabra.

A Tas también le gustaba la cara de Zac. Era amable y fuerte, y la boca casi nunca se curvaba con reproche. Sus ojos eran claros y soñadores. Sus manos anchas y recias conocían los mejores sitios para rascar. Tas era un perro muy feliz. Bostezó y volvió a dormirse.

Cuando sonó el timbre, e1 perro se movió lo justo para tensar la cola y gruñir un poco.

Zac: No, no estoy esperando a nadie. ¿Y tú? Iré a ver -pisó las cáscaras de los cacahuetes con los pies descalzos, y lanzó una maldición, pero no se molestó en agacharse a recogerlas-.

Esquivó un montón de periódicos y una bolsa de ropa sucia que tenía que llevar a la lavandería. Tas se había dejado un hueso en la alfombra Aubusson. Zac lo mandó a un rincón de una patada y abrió la puerta.

**: Su pizza.

Un chico huesudo de unos dieciocho años sostenía una caja que olía a gloria. Zac respiró hondo, disfrutando su aroma codiciosamente.

Zac: Yo no la he pedido.

**: ¿Este es el 406?

Zac: Sí, pero yo no he pedido pizza -husmeó otra vez-. Ojalá la hubiera pedido.

**: ¿No es usted Hudgens?

Zac: No, soy Efron.

**: Demonios.

Hudgens, pensó Zac mientras el chico cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro. Hudgens acababa de mudarse al 604, el apartamento de Henley. Se rascó la barbilla, pensativo. Si Hudgens era la morena de largas piernas a la que había visto subiendo cajas esa mañana, merecía la pena investigar.

Zac: Conozco a los Hudgens -dijo, y sacó unos billetes arrugados del bolsillo-. Yo se la subiré.

**: No sé, no debería...

Zac: Bah, no te preocupes por nada -añadió otro billete-.

La pizza y la vecina nueva tal vez fueran la distracción que necesitaba.

El chico consideró la propina.

**: Está bien, gracias -a lo peor, los Hudgens no eran ni la mitad de generosos-.

Con la caja en equilibro sobre la mano, Zac se dispuso a salir. Entonces se acordó de las llaves. Se paró un momento a rebuscar en los bolsillos de sus vaqueros descoloridos y entonces recordó que las había dejado en la mesilla de la entrada al llegar la noche anterior. Las encontró debajo de la mesa, se las guardó en un bolsillo, notó que tenía un agujero y se las metió en el otro. Esperaba que la pizza llevara pepperoni.

Ness: Será la pizza -agarró a Michael antes de que el chico saliera corriendo hacia la puerta-. Deja que abra yo. ¿Recuerdas las normas?

Mike: No abras la puerta a no ser que sepas quién es -recitó haciendo girar los ojos a espaldas de su madre-.

Vanessa puso la mano sobre el picaporte, pero miró por la mirilla antes de abrir. Frunció un poco el ceño al ver aquella cara. Habría jurado que aquel hombre la miraba fijamente con unos ojos azules muy claros y risueños. Tenía el pelo rubio y revuelto, como si hiciera mucho tiempo que no se peinaba ni iba al peluquero. Pero su rostro era cautivador: fino, huesudo, sin afeitar...

Mike: Mamá, ¿vas a abrir o no?

Ness: ¿Qué? -retrocedió al notar que llevaba más tiempo del necesario observando al repartidor-.

Mike: Me muero de hambre -le recordó-.

Ness: Perdona -abrió la puerta y descubrió que aquella cara fascinante iba a acompañada de un cuerpo alto y atlético. Y que aquel hombre iba descalzo-.

Zac: ¿Ha pedido una pizza?

Ness: Sí.

Pero fuera estaba nevando. ¿Qué estaba haciendo descalzo?

Zac: Bien -antes de que Vanessa se diera cuenta de lo que pretendía, Zac entró en el apartamento-.

Ness: Démela a mí -dijo rápidamente-. Llévate esto a la cocina, Michael -tapó a su hijo con su cuerpo y se preguntó si necesitaría un arma-.

Zac: Bonito piso -miró relajadamente los bultos y las cajas abiertas-.

Ness: Le traeré el dinero.

Zac: Invita la casa -sonrió-.

Vanessa se preguntó si se acordaría de las clases de autodefensa que había tomado durante dos años.

Ness: Michael, llévate eso a la cocina mientras yo le pago al repartidor.

Zac: Vecino -la corrigió-. Vivo en el 406... ya sabe, dos pisos más abajo. Llevaron la pizza por error a mi apartamento.

Ness: Entiendo -pero, por alguna razón, aquello no la tranquilizó-. Lamento las molestias -tomó su bolso-.

Zac: Ya está pagada -no sabía si iba a agredirlo o a huir, pero de lo que estaba seguro era de que, en efecto, la investigación merecía la pena-.

Era alta, más o menos de la estatura de una modelo, pensó, y con ese mismo cuerpo discreto y elegante. Llevaba el pelo, negro y bonito, apartado de la cara en forma de diamante, dominada por unos grandes ojos castaños y una boca un ápice demasiado grande.

Zac: ¿Por qué no considera la pizza mi versión del comité de bienvenida?

Ness: Es usted muy amable, pero no puedo...

Zac: ¿Va a rehusar la amabilidad de un vecino? -como le parecía excesivamente fría y desconfiada para su gusto, Zac miró al niño-. Hola, soy Zac -esta vez, su sonrisa obtuvo respuesta-.

Mike: Yo soy Mike. Acabamos de mudamos.

Zac: Ya lo veo. ¿De fuera de la ciudad?

Mike: Ajá. Nos hemos cambiado de piso porque mamá tiene un trabajo nuevo y el otro era muy pequeño. Desde mi ventana se ve el parque.

Zac: Desde la mía también.

Ness: Disculpe, señor...

Zac: Zac -repitió mirando a Vanessa-.

Ness: Sí, bueno, es muy amable por habernos subido la pizza -y también muy raro, pensó-. Pero no quisiera abusar de su tiempo.

Mike: Puede comerse una porción. Nosotros nunca nos la acabamos.

Ness: Mike, estoy segura de que el señor... Zac tendrá cosas que hacer.

Zac: No, qué va -no era un maleducado, le habían enseñado buenos modales hasta el hartazgo. En otra ocasión, tal vez los hubiera utilizado y se habría marchado haciendo una leve inclinación de cabeza, pero algo en la reserva de aquella mujer y en la cálida bienvenida del chico lo hacía obstinarse-. ¿Tiene una cerveza?

Ness: No, lo siento, yo...

Mike: Tenemos refrescos. Mamá a veces me deja tomar uno -no había nada que le gustara más que la compañía. Le lanzó a Zac una sonrisa ingenua-. ¿Quiere ver la cocina?

Zac: Me encantaría -siguió al chico, viendo que Vanessa hacía una mueca parecida a una sonrisa-.

Ella se quedó en el centro de la habitación un momento, con los brazos en jarras, sin saber si irritarse o ponerse furiosa. Después de pasarse el día cargando cajas, no le apetecía tener compañía. Y menos la de un extraño. Lo único que podía hacer era darle una porción de la dichosa pizza y quedar en paz con él.

Mike: Tenemos un triturador de basuras. Hace un ruido muy raro.

Zac: Apuesto a que sí -se inclinó obedientemente sobre el fregadero mientras Michael apretaba el interruptor-.

Ness: Mike, no lo pongas en marcha sin nada dentro. Como verá, todavía estamos un poco desorganizados -se acercó a un armario recién colocado y sacó unos platos-.

Zac: Yo llevo aquí cinco años, y todavía no me he organizado.

Mike: Vamos a tener un gatito -se subió a un taburete y tomó las servilletas que su madre había puesto en un cestillo de mimbre-. En la otra casa no permitían animales, pero aquí sí podemos tener uno, ¿verdad, mamá?

Ness: En cuanto nos organicemos, Mike. ¿Sin azúcar o normal? -le preguntó a Zac-.

Zac: Una normal vale. Parece que le ha cundido el día.

La cocina estaba limpia como una patena. Junto a la única ventana, de una redecilla de macramé, colgaba un próspero helecho. La señora Hudgens tenía menos espacio que él, lo cual le parecía una pena. Ella sin duda le sacaría mayor partido que él a la cocina. Echó otro vistazo a su alrededor antes de sentarse junto a la encimera. Pegado a la nevera había un dibujo de buen tamaño, hecho con ceras, que representaba una nave espacial.

Zac: ¿Lo has hecho tú? -le preguntó a Mike-.

Mike: Sí -tomó la ración de pizza que su madre le había puesto en el plato y le dio un buen mordisco-.

Zac: Es bueno.

Mike: Se supone que es Segundo Milenio, la nave del Comandante Zark.

Zac: Lo sé -le dio un bocado a su porción-. Te ha salido muy bien.

Michael, que engullía la pizza a toda velocidad, dio por sentado que Zac reconocía el nombre de Zark y su medio de transporte. Según él, todo el mundo estaba al corriente de esas cosas.

Mike: Estoy intentando hacer el Desafío, la nave de Leilah, pero es más difícil. Y, además, de todos modos creo que el Comandante Zark la va a hacer estallar en el próximo número.

Zac: ¿Tú crees? -le lanzó a Vanessa una sonrisa desenfadada cuando ella se sentó a la encimera-. No sé, no sé. Ahora mismo está metido en un buen lío.

Mike: Sí, pero no le pasará nada.

Ness: ¿Le gustan a usted los cómics?

Al sentarse, reparó en lo grandes que eran sus manos. Iba vestido con descuido, pero tenía las manos limpias y un cierto aire de competencia desenfadada y mundana.

Zac: Sí, mucho.

Mike: Yo tengo más cómics que todos mis amigos. Mamá me regaló la primera edición de Comandante Zark en Navidad. Tiene diez años. Entonces Zark era solo capitán. ¿Quiere verlo?

El niño era una auténtica joya, pensó Zac: dulce, inteligente y espontáneo. Respecto a la madre, se reservaba el juicio de momento.

Zac: Sí, claro, me encantaría.

Antes de que Vanessa pudiera decirle que se acabara la cena, Michael saltó del taburete y echó a correr. Ella se quedó callada un momento, preguntándose qué clase de hombre leía cómics. Sí, ella los hojeaba de cuando en cuando para saber qué clase de lecturas hacía su hijo, pero ¿leerlos? ¿Una persona adulta?

Zac: Es un chico estupendo.

Ness: Sí, lo es. Es usted muy amable por... hacerle caso cuando habla de cómics.

Zac: Los cómics son mi vida -dijo muy serio-.

Ella lo miró con cierto asombro. Aclarándose la garganta, volvió a concentrarse en su cena.

Ness: Entiendo.

Zac se mordió la lengua para no echarse a reír. Aquella mujer era un hueso duro de roer, desde luego. Aunque fuera su primer encuentro, no veía razón para no seguir pinchándola un poco.

Ness: Imagino que usted no.

Ness: ¿Que no qué?

Zac: Que no lee cómics.

Ness: No, yo, eh, no tengo tiempo para leer esas cosas -hizo girar los ojos, sin darse cuenta de que Michael le había copiado aquella costumbre-. ¿Quiere otro trozo?

Zac: Sí -se sirvió sin esperar a que lo hiciera ella-. Pues debería sacar tiempo, ¿sabe? Los cómics pueden ser muy instructivos. ¿En qué trabaja?

Ness: Oh, trabajo en banca. Soy responsable de préstamos del National Trust.

Zac dejó escapar un silbido de admiración. -Menudo trabajo para alguien de su edad. Ella se tensó automáticamente.

Ness: Llevo trabajando en banca desde los dieciséis.

También era suspicaz, pensó él mientras se lamía la salsa del pulgar.

Zac: Eso pretendía ser un cumplido. Pero me da la sensación de que a usted no le gustan mucho los cumplidos -era dura aquella mujer, pensó, aunque, por otro lado, tal vez no le quedara más remedio. No llevaba anillo de casada. Ni siquiera tenía una marca blanca que probara que se lo había quitado hacía poco-. Yo también he hecho algunos negocios en banca. Ya sabes, ingresos, reintegros, cheques devueltos, esas cosas.

Ella se removió, incómoda, preguntándose por qué Michael tardaba tanto. Estar sola con aquel hombre la ponía nerviosa. Nunca le costaba trabajo mirar a los ojos de la gente, pero con Zac, sí. Él no apartaba la mirada.

Ness: No quería ser brusca.

Zac: No, no lo ha sido. Si quisiera pedir un préstamo en el National Trust, ¿por quién tendría que preguntar?

Ness: Por la señora Hudgens.

Definitivamente, un hueso duro de roer.

Zac: ¿Señora es su nombre de pila?

Ness: No, me llamo Vanessa -dijo sin comprender por qué le costaba tanto decírselo-.

Zac: Vanessa, entonces -le ofreció la mano-. Encantado de conocerte.

Ella esbozó una débil sonrisa. Era una sonrisa cauta, pensó Zac, pero algo era algo.

Ness: Lamento haber sido antipática, pero ha sido un día muy largo. Una semana, en realidad.

Zac: Yo odio las mudanzas -dijo cuando ella le estrechó la mano. La de Vanessa era fresca y tan esbelta como toda ella-. ¿Tienes alguien que te ayude?

Ness: No -apartó la mano, azorada-. Pero nos las apañamos bien.

Zac: Ya lo veo.

«No se necesita ayuda». Parecía llevar aquel letrero en grandes letradas enmarcado en la cara. Zac conocía a unas cuantas mujeres como ella, tan ferozmente independientes, tan desconfiadas de los hombres en general que no solo llevaba un escudo protector: llevaban un arsenal entero de dardos envenenados tras él. Un hombre sensato debía mantenerse apartado de ellas. Lástima, porque ella era una preciosidad, y el crío era un encanto.

Mike: No me acordaba de dónde lo había guardado -regresó colorado por el esfuerzo-. Es un clásico. Hasta el vendedor se lo dijo a mamá.

Y además le había cobrado un riñón y parte del otro por él, pensó Vanessa. Pero a Michael le había gustado más que el resto de sus regalos.

Zac: Está en muy buen estado -pasó la primera página con el cuidado de un joyero puliendo un diamante-.

Mike: Siempre me lavo las manos antes de leerlo.

Zac: Buena idea -era asombroso que, después de tanto tiempo, siguiera sintiendo tanto orgullo. Y aquel estallido de satisfacción-.

Allí estaba, en la primera página. Guión y dibujos de Zac Efron. El Comandante Zark era su hijo, y a lo largo de diez años se habían hecho grandes amigos.

Mike: Es una historia fantástica. Explica por qué el Comandante Zark dedicó su vida a defender el universo contra la maldad y la corrupción.

Zac: Porque su familia había sido aniquilada por el malvado Flecha Roja en su ambición por alcanzar el poder.

Mike: Sí -se le iluminó la cara-. Pero al final se venga de Flecha Roja.

Zac: En el número 73.

Vanessa apoyó la barbilla sobre una mano y se quedó mirándolos. Se dio cuenta de que el desconocido no solo intentaba complacer a Michael: estaba hablando en serio. Estaba tan obsesionado por los cómics como un niño de nueve años.

Lo más curioso era que parecía bastante normal. Hasta hablaba bien. En realidad, estar sentada a su lado la turbaba porque era un hombre extremadamente viril, con su cuerpo fibroso y recio, su rostro anguloso y sus grandes manos. Vanessa ahuyentó rápidamente aquella idea. No quería empezar a pensar así de un vecino, y menos aún de uno cuyo nivel intelectual se había quedado en la adolescencia.

Zac pasó un par de páginas. Sus ilustraciones habían mejorado a lo largo de una década, lo cual era tranquilizador. Sin embargo, había logrado mantener la misma pureza de trazo, las mismas imágenes directas y nítidas que se le habían ocurrido diez años antes, cuando trataba penosamente de salir adelante haciendo retratos.

Zac: ¿Es tu preferido? -señaló con la punta del dedo un dibujo de Zark-.

Mike: Sí, claro. Tres Caras me gusta, y el Diamante Negro mola, pero el Comandante Zark es mi favorito.

Zac: El mío también -le revolvió el pelo-.

Al llevarles la pizza, no sabía que allí encontraría la inspiración que llevaba buscando toda la tarde.

Mike: Si quieres, puedes leerlo algún día. Te lo prestaría, pero...

Zac: Lo comprendo -cerró el cómic cuidadosamente y se lo devolvió-. No puedes prestar una pieza de coleccionista.

Mike: Será mejor que lo guarde.

Ness: Antes de que os deis cuenta, estaréis intercambiando números -se levantó y empezó a recoger los platos-.

Zac: Lo cual a ti te divierte, ¿no?

Su tono hizo que Vanessa se volviera para mirarlo rápidamente. No había sonado áspero, y sus ojos seguían teniendo una expresión clara y suave, y sin embargo... algo le advertía que tuviera cuidado.

Ness: No quería insultarte. Pero me resulta un tanto extraño que un adulto tenga por costumbre leer cómics -metió los platos en el lavavajillas-. Siempre he pensado que era algo que los chicos abandonaban a cierta edad, pero supongo que también podría considerarse, ¿qué? ¿Una afición?

Él alzó las cejas.

Ella había vuelto a mirarlo cara a cara, con aquella media sonrisa en los labios. Obviamente, intentaba enmendarse. Pero a él no le apetecía que se saliera con la suya tan fácilmente.

Zac: Los cómics no son una simple afición para mí, señora Vanessa Hudgens. No solo los leo. También los escribo.

Mike: ¡Madre mía! ¿De verdad? -se quedó mirándolo como si fuera un rey coronado-. ¿Lo dices de verdad? ¿En serio? ¡Ay va! ¿Tú eres Zac Efron? ¿El verdadero Zac Efron?

Zac: En carne y hueso -le dio un suave tirón de la oreja mientras Vanessa lo miraba como si acabara de llegar de otro planeta-.

Mike: ¡Hala, Zac Efron está aquí! Mamá, es el Comandante Zark. Mis amigos no van a creérselo. ¿Tú te lo crees, mamá? ¡El Comandante Zark en nuestra cocina!

Ness: No -murmuró sin dejar de mirarlo-. No me lo puedo creer.




Qué mono el hijo de Ness 😊
Y este Zac me gusta, es muy atrevido. Aunque algo descarado 😆

Espero que os haya gustado el capítulo.

¡Gracias por leer!


1 comentarios:

Maria jose dijo...

Oh que sorpresa
Me encanto el capitulo
Ya quiero saber mas
Esta historia se ve que estara muy interesante
Sube pronto
Saludos

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