topbella

viernes, 20 de mayo de 2016

Capítulo 1


El aire azotaba sus mejillas y se colaba entre su pelo; olía a primavera y a nuevos brotes. Vanessa alzó el rostro, tanto para plantarle cara al viento como para disfrutar de él. Bajo ella, su yegua, reluciente y elegante, se esforzaba por alcanzar mayor velocidad; mientras el sol brillara en lo alto ambas cabalgarían como dos seres libres.

Los cascos aplastaban la hierba, corta y dura, y las flores silvestres dispersas, a las que no prestó mayor atención. Se incorporó al sendero de tierra marrón bordeado de salvia, con su característico color plateado.

No había árboles en aquel llano vasto y abierto ni ella buscaba sombra. Galopó por un trigal que resplandecía bajo el sol, mecido apenas por una esquiva brisa. Más allá se extendían los campos de heno, acres y más acres de heno listo para la primera cosecha. Escuchó y reconoció la llamada de una alondra. Contra lo que pudiera parecer, no era granjera. Si alguien se hubiera referido a ella con ese término, se habría reído o enojado, dependiendo de su humor.

Sembraban cereal porque lo necesitaban, al igual que se sembraban y cultivaban los bancales de verduras. El hecho de producir los alimentos que consumían la hacía independiente y, a su juicio, nada era más importante. Los años buenos sobraba grano suficiente para proporcionar algunos ingresos suplementarios y con esos dólares extra se podían comprar más cabezas de ganado. Lo importante era el ganado.

Era ranchera, como antes lo habían sido su abuelo y el padre de su abuelo.

Los campos se extendían hasta donde podía abarcar con la vista. Sus tierras. Eran campos ricos y ondulados, acres y acres de cereal que brotaba rápidamente, y tras ellos venían los llanos y las praderas donde pastaban el ganado y los caballos. Ese día, sin embargo, no tenía que revisar el estado de las cercas, ni contar cabezas ni sumergirse en los libros de cuentas sobre el escritorio de piel y madera de roble de su abuelo. Ese día quería libertad y se la había tomado.

No se había criado en los vastos y agrestes llanos de Montana, no había nacido sobre una silla de montar. Era de Chicago: su padre había preferido la medicina al rancho y el Este al Oeste. No lo culpaba por ello, como había hecho su abuelo. Era cuestión de gustos; cada uno tenía derecho a elegir la vida que quería llevar. Por eso ella había vuelto allí, al lugar donde estaban sus raíces, cinco años atrás, tras cumplir veinte.

Detuvo la yegua en lo alto de la colina. Desde aquel punto se divisaban, más allá de los campos cultivados, los pastizales, delimitados por cercas de alambre que apenas se distinguían desde esa distancia, lo cual creaba la ilusión de un espacio abierto e ilimitado por el cual el ganado podía vagar a sus anchas. En otra época seguramente había sido así, reflexionó al tiempo que se retiraba el pelo hacia atrás por encima del hombro. Si entrecerraba los ojos, casi podía verlo, abierto y libre, tal y como debía de ser cuando sus antepasados se habían establecido allí. Habían llegado atraídos por la fiebre del oro, pero la tierra los había atrapado. Igual que a ella.

Oro, pensó moviendo la cabeza. ¿Quién necesitaba oro cuando aquel espacio representaba una riqueza incalculable? Prefería aquella extensión de tierra, con sus valles y sus montañas. Si su gente hubiera continuado hacia el oeste, hacia las montañas, sus tatarabuelos se habrían dejado la piel en los ríos y en las minas. E incluso si hubieran logrado establecerse allí, encontrar pepitas y extraer oro en polvo, nunca jamás habrían descubierto nada que tuviera más valor que el rancho. Ella había comprendido lo valiosa y lo atractiva que era la tierra desde el primer momento.

Tenía entonces diez años y, en respuesta a la invitación, mejor dicho, a la orden de su abuelo, se corrigió con una sonrisa, su hermano Andrew y ella acudieron a Utopía. Andrew ya había estado allí antes claro. Tenía dieciséis años, poseía las mismas cualidades que su padre y tampoco a él le interesaba convertirse en ganadero.

Su primera visión del rancho no la había sorprendido, a pesar de no coincidir con lo que la mayoría de los niños esperarían; la realidad no tenía nada que ver con la imagen de las películas del Oeste. Era inmenso y, en cierto sentido, ordenado. Potreros, establos, cuadras... y el robusto encanto de la casa principal. Incluso a los diez años, con una sola mirada ella había comprendido que no estaba hecha para las calles y las aceras de Chicago. A los diez años había experimentado lo que era amor a primera vista.

Con su abuelo, el amor no había surgido a primera vista. Era ya un hombre mayor, severo, curtido y obstinado. El rancho y el ganado lo habían sido todo en su vida. No tenía ni la menor idea de qué hacer con esa niña larguirucha, la hija de su hijo. Habían rondado el uno alrededor del otro durante días hasta que él había cometido el error de dejar escapar una observación cáustica sobre su padre. De genio vivo, ella había saltado inmediatamente en defensa de éste y habían acabado a gritos, ella completamente congestionada pero sin dejar escapar una lágrima, incluso después de que su abuelo la amenazara con el cinturón de cuero.

Al finalizar aquella visita, se habían separado con una mezcla de mutuo respeto y desagrado. Luego, por su cumpleaños, él le envió un Stetson de piel de búfalo hecho a medida, y así había empezado todo...

Es posible que hubieran llegado a quererse tanto precisamente porque se habían tomado su tiempo para desarrollar aquel afecto. En su adolescencia, durante las esporádicas semanas que pasaba con su abuelo, éste le había transmitido sus conocimientos, aunque apenas parecía asumir el papel de profesor. Le había enseñado a predecir el tiempo a partir del olor del aire y el aspecto del cielo; a ayudar en el parto de un becerro que venía de cuartos traseros; a revisar las cercas y a guiar hasta la manada a un novillo extraviado. Lo llamaba Jack porque eran amigos; la primera y única vez que había intentado mascar tabaco, en lugar de sermonearla, le había sujetado la cabeza para ayudarla a aliviar la náusea.

Cuando la vista de su abuelo se debilitó, ella se hizo cargo de los libros de contabilidad. Nunca hablaron de ello, al igual que tampoco charlaron jamás sobre si su traslado al rancho el verano de su vigésimo cumpleaños sería definitivo. Cuando la enfermedad se agravó, ella fue asumiendo gradualmente responsabilidades, aunque sin intercambiar con su abuelo ni una palabra al respecto para oficializar la nueva situación.

Tras su muerte, el rancho pasó a ella. No necesitaba oír los términos del testamento para saberlo. Jack sabía que se quedaría, que había dejado atrás el Este. Si algunos recuerdos de su vida anterior todavía coleaban en su interior, los enterraría... Sin duda más fácilmente de lo que había enterrado a su abuelo.

Se estaba autocompadeciendo y darse cuenta de eso la impacientó. Jack había vivido muchos años y muy a fondo, haciendo lo que quería y siempre a su manera. La enfermedad había ido consumiéndolo y le habría reportado dolor y humillación de haber continuado. Si pudiera verla en ese momento, afligiéndose por su pérdida, no lo soportaría; denostaría su actitud.

«¡Dios Todopoderoso, muchacha! ¿Qué haces aquí perdiendo el tiempo?, ¿es que no sabes que hay un rancho que dirigir? Reúne algunos hombres para que vayan a revisar la cerca del cuarenta oeste antes de que tengamos a las vacas vagando por todo Montana.»

Sí, pensó con una media sonrisa. Diría algo así, y se habría metido un poco con ella antes de marcharse gruñendo. Ella, claro está, también se habría metido con él.

Ness: Eh, viejo oso sarnoso -murmuró-, voy a convertir Utopía en el mejor rancho de Montana sólo para fastidiarte -se rió y levantó la cara hacia el cielo-. ¡Ya lo verás!

Al darse cuenta de su cambio de humor, la yegua comenzó a moverse con impaciencia y a sacudir la cabeza.

Ness: De acuerdo, Reina -se inclinó para darle unas palmaditas en el cuello-, tenemos toda la tarde -con un movimiento diestro, hizo dar media vuelta al animal y éste avanzó con paso ligero-.

No disponía de muchas horas libres, así que le resultaban preciosas. Haría lo que fuera con tal de disponer de momentos así y eso le hacía apreciarlos más. Si al día siguiente tuviera que trabajar dieciocho horas para recuperar ese rato, lo haría sin quejarse. Incluso echaría un vistazo a los libros de cuentas, pensó con un suspiro, aunque estaba ese novillo enfermo al que había que vigilar... y el maldito Jeep se había vuelto a averiar por tercera vez ese mes. Y estaba la cerca que marcaba los límites del rancho, la que marcaba el límite con los Efron, pensó con una mueca.

La enemistad entre los Hudgens y los Efron se remontaba a principios del siglo XX, cuando Noah Hudgens, su bisabuelo, llegó al sureste de Montana. Su intención era continuar hacia las montañas en busca de oro, pero se había establecido en aquel lugar. Los Efron ya estaban allí, en su rancho, rico e inmenso. Para ellos, los Hudgens eran unos campesinos, intrusos condenados al fracaso o a ser expulsados. Vanessa rechinó los dientes al recordar las historias que le había contado su abuelo: cercas cortadas, robo de ganado, cosechas arruinadas.

A pesar de todo, los Hudgens se habían quedado, habían sobrevivido y habían triunfado. Cierto, no poseían tantas tierras como los Efron ni tanto dinero, pero sabían sacar el mejor provecho de lo que tenían. Si su abuelo hubiera topado con petróleo, como les había pasado a los Efron, pensó con una sonrisa de medio lado, también ellos habrían podido permitirse dedicar el rancho únicamente a ganado de pura raza. Había sido cuestión de suerte, no de habilidad.

Se dijo que tampoco le importaba lo del ganado de pura raza. Que se quedaran con sus medallas en los concursos y vanagloriándose de mejorar la raza. Ella continuaría criando sus Hereford y las vendería al mejor precio en el mercado. La carne de los Hudgens era de primera calidad y todo el mundo lo sabía.

¿Cuándo había sido la última vez que los Efron habían revisado a caballo la cerca de su rancho, sudando bajo el sol mientras se detenían para hacer una pausa?, ¿cuándo la última vez que uno de ellos había tragado polvo conduciendo a la manada? Sabía de buena fuente que Paul J. Efron, que era de la misma generación que su abuelo, no se había molestado en revisar el cercado del rancho ni en conducir el ganado desde hacía más de un año.

Dejó escapar una carcajada burlona. Esos sólo entendían de números, los de sus libros de cuentas, y de politiqueo. Cuando ella hubiera hecho todo lo que se proponía, comparado con Utopía, el Double E parecería uno de esos ranchos para turistas.

La idea la puso de mejor humor y la arruga que se marcaba entre sus cejas desapareció. Ese día no pensaría en los Efron, ni en que al día siguiente tendría que deslomarse trabajando desde antes del amanecer, pensaría únicamente en lo maravillosas que eran aquellas horas robadas, en el fragante olor de la primavera y el azul intenso del cielo, interminable.

Conocía bien aquel camino, discurría por el extremo más occidental del rancho. Aquella zona era demasiado agreste para el arado y no lo bastante fértil como para servir de pasto al ganado, de modo que la habían dejado de lado. Allí era donde iba siempre que buscaba algo de soledad. Nadie más acudía a aquel lugar; ni de su propio rancho ni del de los Efron, cuyas tierras se extendían en paralelo a las suyas. Incluso la cerca que en una época había marcado el límite se había caído años atrás y nadie se había preocupado de repararla. A nadie le importaba aquel pedacito de tierra inútil salvo a ella, y eso hacía que le importara aún más.

Había algunos árboles; el álamo de Virginia y el álamo temblón estaban empezando a verdear. Por encima del ruido de los cascos de la yegua, distinguió el canto de una curruca. Probablemente habría también coyotes y, sin duda alguna, serpientes de cascabel. Estaba tan encantada que no se había acordado de eso. Llevaba un rifle, engrasado y cargado, sujeto a la parte trasera de su silla.

La yegua olió el agua de la charca y ella le dejó mover la cabeza. La idea de deshacerse de la ropa empapada de sudor y darse un chapuzón le atraía muchísimo. Nadar cinco minutos en aquellas aguas heladas y transparentes resultaría tonificante, y Reina podría descansar y beber antes de emprender el largo camino de regreso. Se quedó contemplando la superficie reluciente del agua y aflojó las riendas; se relajó. Su abuelo la habría regañado por su falta de atención, pero ella ya estaba pensando en el inmenso privilegio de adentrarse desnuda en aquellas aguas frescas y secarse después al sol.

Pero la yegua olió algo más. Bruscamente se encabritó y corcoveó de tal modo que lo primero en lo que pensó ella fue en una serpiente de cascabel. Mientras trataba de controlar a Reina con una mano, alargó la otra para agarrar el rifle, pero antes de darse cuenta, ya estaba volando por los aires. Apenas le dio tiempo a murmurar una blasfemia antes de aterrizar con el trasero en la charca. Para entonces ya había visto que aquella serpiente de cascabel tenía piernas.

Consiguió ponerse en pie farfullando, furiosa, y se retiró el pelo de los ojos para mirar airadamente a aquel hombre sentado a horcajadas sobre su caballo. Reina no dejaba de moverse, nerviosa, mientras él mantenía quieto al resplandeciente semental.

No hacía falta que desmontara para apreciar que era alto. Por debajo del Stetson negro asomaban varios mechones de cabello castaño y liso, los cuales clareaban un rostro curtido de mandíbula prominente. Tenía la nariz recta, elegante, y una boca bien dibujada de expresión solemne. Ella no se entretuvo en admirar el modo en que montaba el semental, relajadamente, con un dominio que rezumaba confianza en sí mismo y poderío. Lo que sí vio fue que sus ojos eran casi tan claros como el agua de la charca, y que sonreían. Ella entrecerró los suyos.

Ness: ¿Se puede saber qué está haciendo en mis tierras? -le espetó-.

Él la contempló en silencio y se limitó a alzar lentamente una ceja. Al revés que ella, se estaba tomando su tiempo para admirarla. Al mojarse, su melena morena se había vuelto más negra y le caía sobre los hombros de tal modo que acentuaba la elegancia de su piel, morena como la tierra, bajo la cual se marcaban unos huesos delicados. Se fijó en sus ojos, peligrosamente felinos, dos destellos marrones como la miel. Tenía una boca generosa de labios llenos, aunque en ese momento los apretaba con furia. El labio inferior, muy sugerente, contrastaba con la mandíbula, firme y obstinada.
Su mirada descendió despreocupadamente. Era alta, pensó, y sin apenas curvas, como un chico, pero en ese preciso momento, con la camisa mojada y pegada como una segunda piel... Lentamente, su mirada volvió a ascender hasta encontrarse con la de ella. No se había sonrojado con aquel examen de su anatomía, aunque no se le había escapado nada. Sus ojos no mostraban miedo ni aprensión, muy al contrario: le dirigió una mirada penetrante que habría fulminado a cualquier otro hombre.

Ness: He preguntado qué demonios está haciendo en mis tierras -repitió en voz baja, como conteniéndose-.

En lugar de responder, él desmontó. Fue un movimiento lo bastante suave y calculado como para que Vanessa se diera cuenta de que debía haberse pasado la vida subiendo y bajando de una silla de montar. Caminó hacia ella pausadamente, muy relajado, aunque sin perder su poderío. Luego sonrió y su expresión pasó de ser tremendamente sexy a resultar absolutamente encantadora. Era una sonrisa que parecía querer decir «puedes confiar en mí... por el momento». Le tendió una mano.

**: Señora...

Ella inhaló profundamente y dejó salir el aire. Sin aceptar la mano que él le ofrecía, se incorporó y salió del agua por sus propios medios. Calada hasta los huesos y con frío, pero lejos de haberse calmado, puso los brazos en jarras.

Ness: No ha respondido a mi pregunta.

«Tiene valor», pensó él mientras continuaba estudiándola, «mucho valor, temperamento y... ». Entonces notó el modo desafiante como ella alzaba la barbilla. «Y arrogancia.» Le gustaba aquella combinación. Enganchó los pulgares en las aberturas de los bolsillos y basculó para cambiar el peso de pierna. Era una pena que con el sol se estuviera secando tan deprisa.

**: Estas no son sus tierras -dijo tranquilamente, arrastrando apenas en su voz un ligero acento del Oeste-, señorita...

Ness: Hudgens -habló con brusquedad-. ¿Y se puede saber quién es usted para decirme que estas tierras no son mías?

Él se levantó un momento el sombrero, en un gesto que tenía más de insolente que de respetuoso.

Zac: Zac Efron -frunció los labios al oír que ella dejaba escapar un bufido-. El límite pasa justo por aquí -miró las punteras de sus botas, a unos centímetros de las de ella, como si estuviera viendo una línea dibujada en el suelo- y atraviesa la charca por la mitad -volvió a mirarla a los ojos. Su boca tenía una expresión solemne, pero sus ojos sonreían-. Creo que ha aterrizado en mi lado.

Zac Efron, primogénito y heredero. ¿No debía estar en Billings, dedicado a sus malditos pozos de petróleo? Vanessa arrugó la frente y decidió que no tenía el aspecto de universitario imberbe con el que su abuelo lo había descrito. Ya pensaría luego en aquello; en ese momento, se imponía defender su posición, no retroceder.

Ness: Si he aterrizado en su lado -dijo cáusticamente-, será porque usted estaba merodeando montado en eso -señaló el caballo de Efron con el pulgar-.

«Es un animal magnífico», pensó con una admiración que le costaba ocultar.

Zac: Y porque casi había soltado las riendas -señaló con toda tranquilidad-.

Era cierto y ella lo sabía, pero sólo consiguió enfurecerla más.

Ness: Su olor ha asustado a Reina.

Zac: Reina... -repitió, y por un instante pareció divertido. Se echó hacia atrás el sombrero y estudió las líneas suaves y limpias de la yegua-. Debe haber sido el destino -murmuró-. Merlín -y al oír su nombre el semental avanzó y empujó con el morro el hombro de Zac-.

Vanessa reprimió la risa, pero no pudo ocultar los hoyuelos que se formaron junto a las comisuras de sus labios.

Ness: Recuerde cuál fue el destino de Merlín -replicó- y manténgalo alejado de mi yegua.

Zac: Es preciosa -dijo pausadamente. Mientras acariciaba la cabeza de su caballo sus ojos seguían fijos en Vanessa-. Quizá excesivamente nerviosa -continuó-, pero bien formada. Muy apropiada para cruzarla.

Los ojos de Vanessa volvieron a entrecerrarse. A Zac le gustó el modo en que relucían tras las pestañas, largas y abundantes.

Ness: Ya me preocuparé yo de eso, Efron -golpeó el suelo con un pie para sacudirse el agua que empapaba la ropa. Seguía chorreando, pero la tierra absorbía rápidamente las gotas-. ¿Qué está haciendo aquí? -preguntó-. No encontrará petróleo en esta zona.

Zac ladeó la cabeza.

Zac: No estaba buscando petróleo. Y tampoco estaba buscando una mujer -se acercó a ella con naturalidad y enroscó en los dedos un mechón de su cabello-, pero he encontrado una.

Vanessa sintió una opresión fulminante en el pecho que le impedía respirar y de inmediato reconoció aquella sensación. Oh, no, ya le había ocurrido antes, una vez. Su mirada bajó hasta los dedos de Zac, que jugueteaban con las puntas de su pelo, y ascendió de nuevo hasta la cara de su interlocutor.

Ness: Estoy segura de que no quiere perder esa mano -dijo con suavidad-.

Por un instante los dedos de él se pusieron en tensión, como si estuviera considerando la posibilidad de recoger el guante que ella acababa de lanzarle. Y entonces, con la misma naturalidad con la que le había agarrado aquel mechón, lo soltó.

Zac: ¿No te parece que eres demasiado susceptible? -dijo tranquilamente-. Claro que los Hudgens siempre habéis sido rápidos a la hora de desenfundar.

Ness: Para defendernos -puntualizó sin ceder-.

Durante un momento, ambos se observaron, sorprendidos de encontrar tan atractivo al adversario. Mejor andar con cuidado, se dijeron los dos para sus adentros, aunque habitualmente aquella era una recomendación que les costaba seguir.

Zac: Siento lo del viejo -dijo por fin-. Era tu... ¿abuelo?

Vanessa seguía mirándolo con la barbilla levantada, con gesto retador, pero él vio que por un instante una sombra cruzaba por su mirada.

Ness: Sí.

Lo quería, pensó Zac algo sorprendido. En sus escasas peleas con Jack Hudgens, siempre le había parecido un hombre singularmente desagradable. Dejó que su memoria reuniera los fragmentos de información que había ido reuniendo desde su regreso a Double E.

Zac: Tú debes ser la cría que pasaba aquí los veranos hace años -comentó mientras trataba de recordar si se habían cruzado antes-. Del Este -con una mano se agarró la barbilla, un poco áspera porque esa mañana no se había afeitado-. Ness, ¿verdad?

Ness: Vanessa -lo corrigió fríamente-.

Zac: Vanessa -una rápida sonrisa volvió a transformar su rostro-. Sí, te va mejor.

Ness: Señorita Hudgens me va aún mejor -dijo mientras maldecía su sonrisa-.

Zac no prestó atención a su deliberada hostilidad. Cedió al impulso de dejar que su mirada recorriera de nuevo la boca de Vanessa. No, no creía que se hubieran cruzado antes. Ningún hombre olvidaría una boca como esa.

Zac: Si Bill Foster se ocupa de dirigir Utopía, seguro que todo va bien.

Ella se erizó como un gato. Él casi podía ver la curvatura de su columna vertebral.

Ness: Utopía lo dirijo yo -se limitó a responder-.

A él se le formó un hoyuelo junto a la comisura de los labios.

Zac: ¿Tú?

Ness: Exacto, Efron, yo. No me he pasado los últimos cinco años en una oficina en Billings -algo cruzó por la mirada de Zac, pero ella no se detuvo sino que continuó-. Utopía me pertenece, cada palmo de tierra, todas y cada una de las briznas de hierba. La diferencia es que yo lo trabajo, en lugar de andar pavoneándome por la Feria Estatal de Ganado y exhibiendo mis lazos azules.

Intrigado, él le agarró las manos sin hacer caso de sus protestas y estudió las palmas. Eran delgadas pero fuertes y capaces. Le acarició el pulgar encallecido y sintió admiración... y deseo. Había llegado a hartarse de las manos inútiles y ociosas de Billings.

Zac: Vaya, vaya -murmuró sin soltar las manos de Vanessa mientras la miraba a los ojos-.

Ella estaba furiosa. Le enfurecía que las manos de Zac fueran tan fuertes y que retuvieran las suyas sin esfuerzo, y le enfurecía también que el corazón le latiera con tanta fuerza que hacía que le zumbaran los oídos. La curruca había vuelto a cantar y podía oír el suave roce de las colas de los caballos moviéndose.

Él olía a cuero y a sudor, le agradaba. Le agradaba demasiado. Un anillo de color verde le rodeaba el iris y acentuaba el azul claro de sus ojos. Una cicatriz, delgada y blanca, discurría por el borde de su mandíbula. No se notaba a no ser que uno mirara muy de cerca, al igual que sus manos no parecían tan fuertes y huesudas hasta que atrapaban las de una.

Vanessa retrocedió rápidamente. No merecía la pena fijarse en esas cosas, no merecía la pena escuchar aquel zumbido en su cabeza. Ya le había ocurrido en una ocasión y ¿adónde la había conducido? Ingenua, sumisa y tonta. Pero era mucho más lista que cinco años atrás. Lo más importante era recordar quién era él, un Efron, y quién era ella, una Hudgens.

Ness: Ya te he advertido sobre tus manos antes -dijo con calma-.

Zac: Es cierto -reconoció mirándola a la cara-. ¿Por qué?

Ness: No me gusta que me toquen.

Zac: ¿No? -levantó una ceja, pero no le soltó las manos-. A la mayoría de los seres vivos nos gusta, si nos tocan de la manera adecuada -de pronto la miró fijamente a los ojos de manera muy directa e intuitiva-. ¿Es que has tenido alguna mala experiencia?

Ella le mantuvo la mirada.

Ness: Te estás metiendo donde no te llaman, Efron.

Él ladeo levemente la cabeza de nuevo.

Zac: Puede ser. Siempre podemos volver a levantar la cerca.

Ella se dio cuenta de que había captado el mensaje. Esa vez, cuando tiró de sus manos, él se las soltó.

Ness: Limítate a quedarte en tu lado -sugirió-.

Él se caló el sombrero de modo que este volvió a dejar en sombras su rostro.

Zac: ¿Y si no lo hago?

Ella alzó la barbilla.

Ness: Entonces tendrás que vértelas conmigo.

Dio media vuelta, caminó hasta Reina y agarró las riendas. Le costó no acariciar el cuello del semental, pero logró contenerse. Sin mirar a Zac, se deslizó con facilidad sobre su silla y se ajustó el sombrero, mojado y con el ala aplastada. Sólo entonces se dio el gusto de mirarlo desde lo alto de su caballo.

De mejor humor, Vanessa se inclinó sobre la empuñadura de la silla. El cuero gimió bajo ella cuando Reina se movió. Su camisa se estaba secando, notaba calor en la espalda.

Ness: Que tengas unas buenas vacaciones, Efron -le dijo con una ligera sonrisa-. No te mates a trabajar mientras estés por aquí.

Él se acercó y acarició el cuello de Reina.

Zac: Trataré de seguir tu consejo, Vanessa.

Ella se inclinó más hacia él.

Ness: Señorita Hudgens.

Zac llevó la mano hasta el ala del sombrero de Vanessa y la empujó hacia la nariz de ésta.

Zac: Me gusta Vanessa. -Antes de que ella pudiera incorporarse, le agarró el cordón del sombrero y se quedó mirándola con una mirada rara-. ¿Sabes?, hueles a algo en lo que cualquier hombre se revolcaría con los ojos cerrados.

Vanessa se dijo que resultaba divertido mientras hacía como si no notaba la aceleración de su pulso. Le apartó la mano del cordón de su sombrero, se puso derecha y sonrió.

Ness: Me decepcionas. Habría pensado que un hombre que ha pasado tantos años en la universidad y en la gran ciudad, se expresaría de manera más ingeniosa y refinada.

Él metió las manos en los bolsillos traseros de sus pantalones y la miró. Resultaba fascinante el modo como el sol se reflejaba en los ojos de Vanessa, sin arrancar el menor destello dorado a aquel marrón oscuro y frío. Eran unos ojos demasiado obstinados como para aceptar la menor injerencia; muy adecuados para ella.

Zac: Tendré que practicar -dijo esbozando una sonrisa-. Lo haré mejor la próxima vez.

Ella dejó escapar un bufido que acabó en carcajada y comenzó a hacer girar a su yegua.

Ness: No habrá próxima vez.

La mano de Zac sujetó con firmeza la brida antes de que ella pudiera poner su caballo al trote y él le dirigió una mirada tranquila y sólo levemente divertida.

Zac: Parecías más lista, Vanessa. Habrá más de una próxima vez antes de que hayamos terminado.

Vanessa no sabía cómo había perdido la ventaja tan rápido, pero así era. Alzó la barbilla.

Ness: Pareces decidido a perder esa mano, Efron.

Él le dedicó una sonrisa relajada y palmeó el cuello de Reina antes de volverse hacia su propio caballo.

Zac: Hasta pronto, Vanessa.

Ella esperó, bufando, hasta que él estuvo sobre su montura. Reina dio unos pasos laterales, con aire asustadizo, y los dos caballos acabaron casi morro con morro.

Ness: Quédate en tu propio lado -ordenó, y clavó los talones-.

La yegua se lanzó hacia delante.

Merlín sacudió la cabeza y se encabritó mientras jinete y caballo contemplaban cómo Vanessa se alejaba montada sobre Reina.

Zac: Esta vez no -murmuró para sí al tiempo que tranquilizaba a su caballo-, pero pronto -soltó una carcajada y enfiló en sentido contrario-. Muy pronto.

Vanessa conseguía librarse de enfados y frustraciones con la velocidad y el viento. Cabalgaba a la velocidad que deseaba la yegua, es decir, deprisa. Quizá Reina necesitaba calmarse tanto como ella, pensó con ironía. Los dos machos eran irresistibles. Si el semental perteneciera a cualquiera que no fuera Efron, habría encontrado el modo de cruzarlo con Reina sin importarle el precio. Si de verdad aspiraba a mejorar la raza de los caballos de Utopía, todo el peso de la operación recaería en su propia yegua. Y no había en su rancho ningún caballo que pudiera compararse con Merlín.

Era una pena que Zac Efron no fuera el hombre de negocios educado y aburrido que se había figurado. Ese tipo de hombre no haría hervir su sangre. En su posición, ninguna mujer podía permitirse reconocer esa atracción, menos aún ante un rival. Eso la pondría en desventaja, cuando en realidad necesitaba acumular la mayor ventaja posible.

Las posibilidades de crecimiento del rancho dependían de los próximos seis meses. Claro, podían seguir como hasta ese momento, produciendo algunos beneficios discretos, pero ella quería más. Había heredado la ambición de su abuelo. Con su juventud y su energía, y con esa dama voluble llamada fortuna, convertiría Utopía en el imperio con el que sus antepasados habían soñado.

Tenía la tierra y los conocimientos necesarios. Era hábil y se lo había propuesto. Ya había invertido en el rancho la parte de la herencia que había recibido en metálico. Había dado un adelanto para comprar la avioneta que la obstinada resistencia de su abuelo le había impedido adquirir antes. Con una avioneta, podrían patrullar el rancho en sólo unas horas, localizar el ganado disperso, dar aviso de dónde había cercas por reparar. Aunque todavía creía en la necesidad de disponer de cowboys hábiles, comprendía la belleza de mezclar lo nuevo con lo tradicional.

Las rancheras y los todoterrenos recorrían el rancho del mismo modo que los caballos. Se usaba la radio para comunicar a larga distancia, pero eso no obstaba para que se siguiera utilizando el lazo, que se llevaba en la silla o detrás de la rueda de repuesto. El ganado sería conducido en grandes grupos si era necesario y los terneros, agrupados en el corral para marcarlos con el hierro al rojo, aunque éste se calentaba con bombonas de butano en vez de en una hoguera. Los tiempos habían cambiado, pero el espíritu y las normas seguían siendo los mismos.

Por encima de todo, el ranchero, como cualquier otra persona que viviera del campo, dependía de dos cosas: el cielo y la tierra. Como el primero era veleidoso y la segunda inquebrantable, al ranchero no le quedaba más que confiar en sí mismo. Esa era la filosofía de Vanessa.

Con esa idea en mente, cambió de ruta sin variar de dirección. Cabalgaría a lo largo del límite con las tierras de Efron, con el fin de revisar el estado de la cerca.

Atravesó al trote un llano en el que pastaban unas Hereford de grupa ancha y cara blanca que apenas levantaron la vista. Los pastos crecían ricos y abundantes. Oyó el zumbido de un motor y se detuvo. Husmeó el aire casi del mismo modo como lo hacía su yegua. Gasolina. Era una pena estropear así el olor de la hierba y del ganado. Con resignación, hizo girar a Reina y cabalgó en dirección al ruido.

Fue fácil localizar la abollada ranchera. Levantó el brazo a modo de saludo y cabalgó hacia ella. Había recuperado el ánimo, aunque todavía tenía los tejanos húmedos y las botas empapadas. Bill Foster era uno de los últimos cowboys auténticos que quedaban en su rancho y en los de los alrededores. Cien años atrás habría sido un hombre feliz recorriendo las montañas montado en su silla, con una manta para pasar la noche y un poco de tabaco de mascar. Y si tuviera la oportunidad, reflexionó Vanessa, también ahora sería feliz llevando esa clase de vida.

Ness: Bill -detuvo a Reina junto a la ventanilla del conductor y sonrió-.

Bill: Has desaparecido esta mañana -era un saludo brusco, con esa voz que parecía siempre enojada-.

No esperaba una explicación, ni ella se la habría ofrecido.

Vanessa saludó con un movimiento de cabeza a los dos hombres que iban con él, otra raza de cowboys, calzados con zapatos adecuados para las labores del campo. Aunque Bill patrullara en ranchera, porque de ese modo podía recorrer cincuenta acres más exhaustivamente y en menos tiempo que a caballo, nunca renunciaría a sus botas.

Ness: ¿Algún problema?

Bill: Una vaca idiota que se ha enredado en el alambre un poco más atrás -escupió el tabaco que estaba mascando y se metió otro poco en la boca mientras la miraba con su característica bizquera-. La hemos sacado antes de que hiciera un estropicio. Parece que de nuevo vamos a tener que desbrozar el terreno. Esa maldita maleza ha tirado abajo alguna cerca.

Vanessa asintió con la cabeza.

Ness: ¿Alguien ha revisado hoy la cerca oeste?

La miró de nuevo con la misma bizquera.

Bill: Qué va.

Ness: Entonces lo haré yo ahora -vaciló. Si había alguien al corriente de chismes, ese era Bill-. Me he tropezado con Zac Efron hace una hora -dejó caer con naturalidad-. Creía que estaba en Billings.

Bill: Qué va.

Vanessa le dedicó una mirada dulce.

Ness: Eso ya lo sé, Bill. ¿Qué hace por aquí?

Bill: Tiene un rancho.

Ella tuvo que esforzarse para contener su genio.

Ness: Eso también lo sé. También tiene pozos de petróleo... o los tiene su padre.

Bill: La hermana menor se ha casado con un petrolero -la informó-. El viejo hizo algunos cambios y ha conseguido que el chico vuelva donde él quería.

Ness: ¿Quieres decir... -entrecerró los ojos- …que Zac Efron se va a quedar en el Double E?

Bill: Va a dirigirlo -afirmó, y escupió con habilidad-. Supongo que las cosas se han calmado después de la pelea de hace unos años. Efron ya debe tener setenta o más. A lo mejor quiere retirarse y descansar.

Ness: Va a dirigirlo... -murmuró-.

Así que no iba a librarse de la plaga de los Efron. Al menos, el viejo y ella habían conseguido no interponerse en sus respectivos caminos. Zac ya había invadido lo que ella consideraba su pedacito de cielo..., incluso si la mitad de ese cielo le pertenecía.

Ness: ¿Hace cuánto que ha regresado?

Bill se tomó su tiempo para responder mientras retorcía con aire ausente uno de los extremos de su bigote canoso, una costumbre que normalmente Vanessa encontraba divertida.

Bill: Un par de semanas.

Y ya se había topado con él. Bueno, había disfrutado de cinco años de paz, se recordó Vanessa. En una región de espacios tan inmensos, no le costaría mucho evitar a un solo hombre. Tenía más preguntas, pero esperaría hasta que Bill y ella estuvieran a solas.

Ness: Voy a revisar la cerca.

Hizo girar a la yegua y cabalgó hacia el oeste.

Bill la miró y parpadeó. Quizá fuera bizco, pero su vista era lo bastante buena como para haber notado que tenía la ropa mojada. Y había visto el brillo de su mirada. Se había tropezado con Zac Efron, ¿eh? Con una risa ahogada, encendió el motor de la ranchera. Aquello daba en qué pensar.

Bill: Mira al frente, hijo -dijo refunfuñando al joven peón, que había estirado el cuello para poder seguir contemplando a Vanessa, la cual se alejaba al galope por la pradera-.




¡Esta novela promete!
Me encantan estas historias en las que empiezan odiándose XD
Son más divertidas

¡Thank you por los coments y las visitas!
¡Comentad, please!

¡Un besi!


2 comentarios:

Lu dijo...

Me encanto!!
Ness ya lo odia pero a la vez siente deseo, y nada que decir de Zac.
Genial el inicio de la nove!!


Sube pronto

Maria jose dijo...

si, son las mejores
buen inicio y mucho odio pero el deseo gana
ya quiera saber mas de esta novela
sube pronto
me gusto mucho el capitulo


sube pronto
saludos!!!!

Publicar un comentario

Perfil