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domingo, 12 de febrero de 2012

Capítulo 4


Desde el aire los edificios antiguos de Falkner tenían un aspecto muy distinto a los modernos. Resultaban más sólidos y estaban cubiertos por tejados puntiagudos, fortificados frente al espacio abierto que los rodeaba. La sombra del helicóptero se proyectaba sobre las fachadas y las chimeneas.

Ness: Parecen un grupo de náufragos, abrazados para protegerse de la intemperie. Supongo que los primeros colonizadores estaban acostumbrados al paisaje inglés. Éste debió resultarles de los más inhóspito y amenazador.

Miró a Zac, pero como llevaba gafas de es­pejo lo único que vio fue un reflejo distorsionado de su propia cara.

Zac: Seguramente -comentó brevemente-.

Los edificios construidos por las generaciones siguientes estaban más espaciados y se conectaban unos a otros por medio de senderos protegidos con emparrados. Una red de caminos comunicaba los establos y los cobertizos. En la periferia había varias casas para los trabajadores, cada una con su propio jardín. Una hilera serpenteante de árboles y hierba señalaba la existencia de un riachuelo, la única marca verde en un terreno pardo.

Vanessa no había imaginado el tamaño de la propiedad que dirigía Zac y no podía evitar estar impresionada por la variedad de labores que desempeñaba: ganadero, agricultor, hombre de negocios, piloto. El trabajo de la granja, tal y como había descubierto por las revistas que Zac tenía sobre inseminación artificial y alimentación, era un trabajo de tecnología punta.

Se volvió para observar el reflejo plateado de los olivos que dejaban atrás y entrecerró los ojos para leer el
nombre escrito sobre el tejado del cobertizo: Falkner.

Ness: ¿Alguno de los dueños de la granja se llamaba Falk­ner?

Zac la miró. Llevaba una camisa vieja y en conjunto tenía más el aspecto de alguien que fuera a tra­bajar en un andamio y no en una oficina, pero Vanessa no quiso preguntarle cuáles eran sus planes. Iban camino del pueblo y prefería limitarse a temas de conversación impersonales y seguros. El origen de la granja Falkner podía ser uno de ellos.

Zac: Los Falkner fueron unos de los primeros poblado­res de esta zona. Construyeron la granja en 1840. Gertrude Falkner fue el último miembro de la familia. Sus hermanos murieron en la guerra y ella, que nunca se casó, dedicó su vida a la granja. Al morir, se la dejó en herencia al hijo de su primo con la condición de que mantuviera el nombre. Él la puso en manos de un capataz y le cambió el nombre, poniéndole el suyo: Winston.

Ness: ¡Qué desconsiderado!

Zac sonrió al tiempo que asentía.

Zac:
Su mujer y él solían venir desde Sydney con sus amigos para celebrar fiestas hasta que se aburrieron. Al mismo tiempo el precio de la lana bajó y dejaron que la propiedad se deteriorara. Empezaron a deshacerse de ella por partes. Originalmente era el terreno más grande de toda esta comarca, pero ahora es una de las más pequeñas. Yo se la compré a ellos.

E hizo lo que no había hecho el insensible heredero: devolverle el nombre original. Vanessa lo observó con un interés renovado. Era la primera vez que conocía a un hombre que no estaba obsesionado con hacer que su nombre luciera en su propiedad.

Al margen de algunas vallas y de los postes del tendido eléctrico, no se veía ninguna señal de vida. El helicóptero avanzaba sobre un terreno desierto, de rocas y matorrales. Las tierras se sucedían en matices de marrón rojizo y pardo, perdiéndose en la distancia al pie de unas montañas azuladas. En alguna parte debían de estar las vacas y los corderos que constituían el sustento de la región, pero Vanessa apenas vio a una docena de animales sueltos.

Zac se desvió del recorrido al ver una columna de humo. Se trataba de un granjero quemando rastrojo.

Ness: ¿Cuál es la causa principal de los incendios?

Era otro tema seguro y se felicitó a sí misma por haberlo pensado.

Zac: Granjeros quemando rastrojo, como ése -miró a Vanessa de reojo, como si quisiera comprobar si realmente estaba interesada en la respuesta-. Los trenes. Los tractores y la maquinaria que sueltan chispas...

Ness: ¿Los trenes?

Zac: Por el cable de electricidad. Los árboles están talados a ambos lados por lo que no hay sombra. Los raíles de acero se calientan y elevan la temperatura del aire, haciendo que descienda la humedad. Al paso de los trenes se remueve el aire y la turbulencia hace que salten chispas, creando las condiciones perfectas para que se inicie un incendio. Además, hay vagones llenos de fumadores, algunos lo suficientemente descuidados como para tirar colillas encendidas. Los fumadores son la causa del cinco por ciento de los incendios -volvió a mirar a Vanessa con el rostro inescrutable que le proporcio­naban las gafas-. Tienes que tener cuidado.

Ness: No fumo. Lo dejé hace años.

Zac: Pero llevas un mechero.

Ness:
Es un amuleto -lo sacó del bolsillo y lo pasó de una mano a la otra-. ¿Se producen muchos incendios provocados?

Zac: Los pirómanos causan un siete por ciento de ellos.

Ness: ¿Por qué lo hacen? ¿Les proporciona una sensación de poder o es que les atrae el fuego en sí mismo?

Zac la miró una vez más y Vanessa tuvo la sen­sación de que el tema de conversación no era tan seguro como creía, aunque no estaba segura de por qué.

Zac: Probablemente por las dos cosas. Pero dicen que muchos pirómanos se quedan a ver el fuego, así que contemplarlo debe producirles placer. -De pronto, Vanessa recordó que Steve se había refe­rido al fuego en femenino-. ¿Por qué has hecho esa pregunta?

Ness: Por nada en especial. Da la sensación de que conoces todos los datos a la perfección.

Zac: ¿Te estoy aburriendo?

Vanessa sonrió por cortesía.

Ness: ¿Y los rayos u otros fenómenos naturales?

Zac:
Lo más extraño que he oído es un fuego causado por un águila. Chocó contra un cable de alta tensión y cayó sobre la hierba prendida en llamas.

Vanessa hizo una mueca.

Ness: ¡Qué cosa tan espantosa!

Zac: Sí. Costó dos días extinguirlo.

Ness:
Sí, eso debió ser espantoso, pero me refería al águila muriendo de esa manera.

Zac se volvió hacia ella una vez más, pero por primera vez su rostro se iluminó con una sonrisa y Vanessa no pudo evitar preguntarse cómo no se había dado cuenta desde el principio de lo enormemente atractivo que era. Tenía una belleza poco convencional, mucho más impactante precisamente por no responder a las pautas establecidas. Vanessa lo observó un instante con inquietud. No quería que Zac le gustara en ninguna de sus facetas.

El helicóptero aterrizó en una pradera donde había algunos caballos y un grupo de niños ensayando la coreografía de la fiesta de inauguración.

Zac
puso las manos en jarras y contempló con burla confusión reinante.

Zac: ¿Estás segura de que vas a poder poner orden en este caos en solo cuatro días?

Ness: Para eso me pagas -replicó divertida-.

Zac:
¿No es un trabajo extraño para una actriz y directora de teatro?

Ness: No es fácil ganarse la vida, Zac. Hace un tiempo organicé la coreografía de un espectáculo para un amigo mío y empezaron a surgirme más encargos. Me divierte y me permite ganar algo de dinero. Y aunque los puristas lo nieguen, yo lo considero una forma de teatro -señaló a los muchachos-. Todos esos pompones de colores formarán distintas figuras a medida que los chicos cambien de posición. Es muy bonito.

Zac no parecía muy convencido.

Zac: Si tú lo dices... Vendré a recogerte a las cuatro y media.

Una hora más tarde, Vanessa oyó despegar el helicóptero.
Volveré a buscarte. Vanessa sintió un escalofrío en la espalda y para contrarrestarlo pensó en varios temas superficiales sobre los que hablar con él en el camino de vuelta.

El día siguiente transcurrió de manera similar. Hablaron de la tecnología aplicada a la ganadería y de la administración del teatro. Mientras Vanessa estaba fuera, la compañía ensayaba la obra de Shakespeare que interpretarían en la ceremonia de clausura. La habían elegido porque era la misma que un grupo de actores americanos e ingleses habían interpretado hacía cien años, durante una gira por el país. Vanessa confiaba en que sus actores se mostraran tan intrépidos como los que pretendían imitar, y que no la abandonaran cuando les comunicara que actuarían en una cueva.

La segunda noche cenaron todos juntos uno de los aburridos platos de Joyce. Vanessa llegó a pensar que la verdura y la carne cocidas eran la venganza del ama de llaves por haber criticado sus cuadros. Alex aportó va­rias botellas de un excelente vino de su bodega particular y se atrevió a dar consejos culinarios a Joyce hasta que Vanessa logró callarlo dándole patadas por debajo de la mesa. Estaba tan cansada del trabajo con los chicos, de la tensión de evitar cualquier enfrentamiento con Zac y de interponerse entre Joyce y Alex que estaba segura de que dormiría profundamente, pero en cuanto se metió en la cama, la invadió el insomnio. A la una de la madrugada, decidió levantarse y, poniéndose los vaqueros y una camiseta, salió a dar una vuelta, iluminándose con una linterna.

La calidad del silencio solo era igualada por el esplendor del firmamento nocturno. Los perros corrieron hacia ella ladrando, pero en cuanto la reconocieron volvieron a adormecerse. El aire era tibio y suave y las estrellas brillaban con tal fuerza que la linterna no era necesaria. Vanessa caminó hasta el antiguo establo, un edificio de ladrillo a imitación de la arquitectura georgiana inglesa. El olor a caballo y a heno la reclamaron. Al entrar, un caballo resopló, sobresaltándola. Trató de atravesar la oscuridad con la mirada y cuando fue a encender la linterna se le cayó.

Ness: ¡Maldita sea! -masculló, arrodillándose para buscarla a tientas-.

Recordó que tenía el mechero y lo encendió, manteniéndolo con el brazo alargado para ampliar el haz de luz. Sintió que algo se movía a su espalda y por un momento pensó que uno de los caballos se había escapado. Pero era otro tipo de bestia la que se apoyaba contra un poste y le dirigía la luz de su linterna.

Zac: ¿Tienes insomnio, Vanessa?

Ness: ¡Zac! -exclamó llevándose la mano al pecho-. Me has asustado. Se me ha desbocado el corazón.

Zac: Siempre tan apropiada -dijo secamente, ilumi­nando el establo con la linterna-.

Vanessa se puso en tensión. Sentía la adrenalina fluir por su cuerpo. ¿Luchar o huir? Era difícil decir qué hacer al encontrar a Zac en medio de una noche oscura y silenciosa. Seguía con el brazo extendido y el mechero encendido.

Ness: Se me ha caído la linterna -dijo a modo de explicación, volviéndose hacia donde calculaba que estaba, pero sin lograr verla-. Ha debido rodar. La buscaré mañana.

Zac le quitó el mechero de la mano y lo observó atentamente. Al sentir la inscripción al tacto, la iluminó para leerla.

Ness: ¿Te importa no ser tan cotilla? -dijo intentando quitárselo-.

Zac la esquivó y la mano de Vanessa cayó so­bre su torso de piedra.

Zac: Para Vanessa, que ilumina mi vida. Andrew
-leyó en voz alta con expresión reflexiva-. ¿Y Andrew ilumina la de Vanessa?

Vanessa reprimió el impulso de golpearlo después de haber comprobado la dureza de sus músculos.

Ness: Durante un tiempo, sí -dijo, en cambio-.

Zac
sintió el peso del mechero sobre la palma de la mano.

Zac: Debes de tener un poder de iluminación muy poderoso. Es un mechero muy caro.

Vanessa sonrió con amargura.

Ness: ¿Verdad que sí? Los regalos de Andrew siempre eran espectaculares.

Zac: No parece que te hicieran mucha ilusión. ¿Cuál era el problema?

Ness: Que había dejado de fumar hacía meses.

Zac hizo una mueca.

Zac: ¿No era un hombre muy observador?

Ness: Estaba demasiado ocupado. Era muy ambicioso -dijo en tono cortante-.

Excepto cuando necesitaba algo de ella, recordó. Entonces era muy atento y persuasivo. Primero la llevaba a cenar, luego la invitaba a tomar champagne, ponía música... Y al día siguiente le pedía algún favor: que firmara un documento, que le facilitara algo... Y siempre le prometía que era para el bien de ambos.

Zac: ¿Y le perdonaste que fuera tan poco observador?

Ness: Por supuesto. Acababa de hacerme un regalo y hubiera sido una mezquindad por mi parte echarle en cara
que no se hubiera dado cuenta de que la mujer que iluminaba su vida ya no necesitaba un mechero.

Zac rió quedamente.

Zac: Lo que cuenta es la intención.

Ness:
Esa es la excusa que se inventó alguien incapaz de hacer un verdadero esfuerzo.

Zac encendió el mechero un par de veces, A la luz de la llama Vanessa pudo ver sus ojos y el triángulo del pecho que asomaba por los dos primeros botones la camisa. Estaba completamente despeinado, como si acabara de levantarse de la cama. Vanessa sabía que dormía en una gigantesca cama porque Joyce se la había enseñado por casualidad.

«
No se pone pijama ni en pleno invierno» -le había comentado-. «Claro que tú ya sabes que no le gusta dormir con pantalones».

El comentario irónico del ama de llaves le había recordado la sensación de despertar prácticamente en brazos de Zac, y Vanessa no había podido evitar preguntarse qué habría ocurrido de no haber aparecido Joyce.

Zac encendió el mechero una vez más y Vanessa volvió a hacerse la misma pregunta.

Zac: Y siendo así, ¿por qué lo consideras tu amuleto de la buena suerte?

Ness:
Me recuerda que no debo volver a hacer el idiota. ¿Me lo devuelves, por favor? -pidió sintiendo que necesitaba recordarlo en ese momento con urgencia-.

Zac estaba a punto de prometerse a Scar. Vanessa repitió el nombre mentalmente varias veces y le preocupó comprobar que estaba perdiendo su poder disuasorio.

Zac: Claro -pero al alargárselo se le cayó. Vanessa y él lo buscaron en vano-.
Ya lo encontraremos mañana -dijo al fin, incorporándose y ayudándola a levantarse. Al ponerse de pie se quedaron a apenas unos centímetros el uno del otro. Vanessa llevó la mano hacia adelante para no perder el equilibrio y rozó su torso involuntariamente-. Y la linterna -dijo mirándola fijamente-.

Ness: ¿Qué? -preguntó distraída, mirándolo a los ojos-. Ah, sí, la linterna -dijo, haciendo un esfuerzo sobrehumano para recuperar el dominio de sí misma-.

Ella misma encontró la linterna a la mañana siguiente, pero no tuvo éxito con el mechero. No poder tocarlo le ponía nerviosa. A pesar de que habían tenido tan mala suerte durante la gira y de que no se conside­raba supersticiosa, acariciar su pulida superficie siempre la tranquilizaba.

Cuando salió del establo, Steve pasó cerca en su motocicleta. Al verla, retrocedió y fue hacia ella.

Steve: Hola, Vanessa -miró apreciativamente sus piernas, que unos pantalones cortos dejaban al descubierto-.

Zac la había visto por la mañana en la cocina y apenas la había saludado con una inclinación de la ca­beza. La admiración de Steve y su actitud amistosa re­presentaban un agradable contraste.

Steve: Súbete. Voy a enseñarte la propiedad.

Ness: ¿No tienes que trabajar?

Steve:
No tengo que hacer nada urgente -dijo con una amplia sonrisa-.

Vanessa dudó.

Ness: He quedado con tu hermano a las diez y media para ir al anfiteatro.

Zac le había ofrecido la noche anterior enseñarle la cueva y Vanessa había aceptado, aunque no le atraía la idea de pasar más tiempo con él a solas. Se le estaban acabando los temas de conversación intrascendentes.

Steve: Volveremos con tiempo de sobra. Súbete -insistió-.

Vanessa le obedeció y en cuanto la motocicleta se puso en marcha, sus preocupaciones se borraron. El sol brillaba, el cielo estaba de un azul intenso y tenía por compañía a un hombre extremadamente atractivo y lleno de vida. Con él no temía las complicaciones, no tenía que controlar los temas de conversación. De pronto, se sintió despreocupada y joven. El viento le alborotaba el cabello y el espacio abierto pasaba a su lado a toda velocidad, dándole una maravillosa sensación de libertad.

Se detuvieron para ver el ganado. Steve le presentó a la mujer de uno de los trabajadores, quien cultivaba lechugas en el pequeño jardín que tenía frente a la casa mientras sus dos hijos gritaban y reían montados en sus triciclos. No se cruzaron con Zac. Steve la llevó a recorrer el terreno, mostrándoselo con modestia pero sin poder ocultar lo orgulloso que se sentía. El viento acabó de despeinar a Vanessa y los pantalones se le enrollaron hacia arriba con el traqueteo de la motocicleta. Solo cuando el cobertizo estuvo a la vista Vanessa consultó su reloj y descubrió que llegaban diez minutos tarde.

En una esquina ensayaban los actores. A un lado había un tractor y algunas piezas de maquinaria. El helicóptero estaba fuera, junto a la vieja furgoneta de Zac. Estaba polvorienta y abollada, y Vanessa observó que la pin­tura se había descascarillado en algunas partes. Zac tenía el capó levantado y emergió de detrás de él al oírlos llegar, secándose las manos en un trapo.

Steve describió un semicírculo para detener la motocicleta junto al vehículo de su hermano. El rostro de Zac se tensó al observar a Vanessa con el cabello despeinado, las piernas completamente expuestas y los brazos rodeando la cintura de Steve. Apartó la vista y ce­rró el capó de golpe.

Zac: Llevo esperando un cuarto de hora -dijo a Vanessa, y sin esperar respuesta se dirigió a su hermano-. Deberías estar trabajando.

Steve se encogió de hombros.

Steve: Solo pretendía mostrar un poco de hospitalidad a nuestra invitada.

Zac: No lleva puesto el casco y si le pasara algo podría demandarnos -dijo secamente. Vanessa abrió la boca para protestar, pero no pudo ha­cerlo-.
Además, no tenemos un hostal -siguió-, sino una granja.

Steve: No tenemos nada -exclamó con amargura-. En todo caso lo tienes tú.

Vanessa se bajó de la motocicleta.

Ness: Escucha, Zac, espero no haber causado nin­gún problema.

Zac
la miró con una expresión que afirmaba lo contrarío, pero se volvió hacia su hermano.

Zac: Se han acabado las excursiones, Steve. A trabajar.

Steve sonrió a Vanessa con timidez. Y para compensar la humillación a la que su hermano le sometía, aceleró arrancando sobre una rueda y levantando una nube de polvo.

Zac abrió la puerta de la furgoneta para Vanessa.

Zac: Vámonos -dijo en tono autoritario. Cuando Vanessa se sentó, le dejó en el regazo un viejo sombrero de paja que había tomado de un estante del cobertizo-. Póntelo cuando salgamos o te dará una insolación.

Zac arrancó y tomó un camino al que habían echado grava hacía poco. Debía de ser una de las tantas tareas que realizaba, como tener que conducirla hasta la cueva, pensó Vanessa, sintiéndose culpable por haberle hecho esperar.

Zac detuvo la furgoneta en medio de una pradera, se bajó, tomó una gran linterna de la parte de atrás y cerró de un portazo. Vanessa asumió que a partir de ese punto continuarían a pie y lo siguió.

Solo se veía hierba seca prolongándose en una llanura hasta unas colinas lejanas. De vez en cuando, surgía un grupo de árboles o de rocas. El cielo parecía inmenso, de un azul cristalino. Se oyó el graznido de un cuervo y Vanessa lo vio sobrevolar en la distancia. Un sentimiento de vulnerabilidad la sobrecogió. Se sentía una partícula en medio del universo y la dominó una emoción en la que se combinaban la atracción y el re­chazo, como si estuviera en el lugar apropiado en un mal momento. O viceversa.

Suspiró y se puso el sombrero.

Ness: ¿Dónde está la cueva?

Zac
se golpeó la mano un par de veces con la linterna antes de volverse hacia ella.

Zac: Deja a mi hermano en paz.

Vanessa lo miró con ojos desorbitados.

Ness: ¿Cómo?

Zac: Ya es bastante irresponsable. No necesita que lo animen.

Ness: Yo no le pedí que me enseñara la propiedad -protestó-. Se ofreció él.

Zac: Si se ofrece otra vez, recházalo -dijo cortante-.

Vanessa lo miró con expresión retadora.

Ness: Comprendo. Así que Steve tampoco está disponi­ble. ¿Te dedicas a controlar la vida privada de todo el mundo?

Zac: Tengo que cuidar de él. Ya ha tenido suficientes problemas como para que se mezcle con alguien como tú.

Ness: ¿Alguien como yo? -repitió lentamente, como si hablara una lengua extranjera-. ¿Cómo es una mujer como yo?

Zac: Madura, experimentada, sofisticada. Steve es un muchacho y tú eres demasiado mayor para él.

Ness: ¿Le has contado tu opinión sobre la diferencia de edad a tu
muñequita? -preguntó con acidez-

Zac apretó los labios hasta que perdieron su color. Con la cabeza y los hombros echados hacia adelante y los brazos en jarras, parecía estar dispuesto a atacar. Vanessa miró con nerviosismo la linterna que llevaba en una mano y no pudo evitar pensar que sería un instrumento perfecto para golpearla. Nadie los vería. Solo los cuervos que parecían estar a la espera de algo. Tal vez sus huesos. Dio un paso hacia atrás.

Zac: Tengo que cuidar de él -repitió con voz áspera-, y Dios sabe lo difícil que es. A veces desaparece durante días sin decir dónde va. No quiero más complicaciones, ¿comprendido? Eres demasiado... -la miró de arriba abajo como si fuera incapaz de encontrar la palabra adecuada para describirla-. Y le has impresionado, así que te lo advierto, no juegues con él.

Ness: ¿Jugar con él? Pero...

Zac: Ya tienes un admirador persiguiéndote con ramos de flores. ¿No te basta?

Vanessa se ruborizó indignada. Zac la hacía pa­recer como una sirena barata dedicada a cautivar a los hombres.

Ness: Lo mejor será que te metas en tus propios asuntos, Zac. Steve no es un niño y aunque estoy dispuesta a acatar tus normas mientras viva bajo tu techo, no tienes derecho a interferir en mi amistad con él.

Zac: ¡Amistad! -dijo con desdén-. Nena, esta mañana has aparecido como si acabarais de retozar en el pajar.

Vanessa le dirigió una mirada furiosa.

Ness: Yo solo retozo con muy buenos amigos.

Zac: Tal vez haces amistad muy deprisa. Conmigo lo intentaste desde el principio.
Tienes los ojos azul claro -la imitó, sarcástico-.

Ness: ¿Crees que intentaba seducirte? -preguntó incrédula-. Zac, llevas demasiado tiempo viviendo aislado.

Zac: Y todos esos comentarios de que leías mi mente y las sensaciones que se pueden sentir con el público... Y encima me agarras del brazo.

Vanessa no daba crédito.

Ness: Estás sacándolo todo de contexto. Y en cuanto a agarrarte del brazo...

Zac: Nena, si no llega a aparecer mi prometida, habrías acabado invitándome a ir contigo a tu habitación del hotel. Y eso sin haberte regalado ningún ramo de flores.

Fue un golpe bajo y Vanessa lo devolvió. Su mano al­canzó la mejilla de Zac con una sonora bofetada que retumbó en el silencio abrasador. Del impacto, la cabeza de Zac rotó hacia el lado y se le cayó el sombrero. Vanessa observó la señal de su mano enrojecer sobre su piel, y le avergonzó haber reaccionado con tanta violencia. Zac se restregó la mejilla sin
apartar sus ojos de los de ella. Era una extraña sensación de intimidad sentir que había dejado su marca so­bre él. Vanessa se humedeció los labios y Efron si­guió el movimiento de su lengua.

Ness: Creo que es la primera vez que hago algo así -bal­buceó para romper el silencio-. Ni siquiera he abofeteado a un crítico de teatro.

Le alivió ver que Zac dejara escapar una car­cajada. Se pasó la linterna de una mano a la otra y miró en la distancia, como si pudiera encontrar una explicación en el horizonte. Su mirada volvió sobre un punto y, metiendo la mano en el coche por la ventanilla, sacó unos binoculares y se los llevó a los ojos mientras Vanessa intentaba averiguar qué había provocado aquel repentino cambio de actitud.

Zac: Una nube -susurró al fin, antes de pa­sarle los binoculares-.

Ness: ¿Cargada de lluvia?

Zac se encogió de hombros como si no quisiera comprometerse a aventurar una respuesta afirmativa, pero Vanessa vio un brillo esperanzado en sus ojos. Miró a su vez por los binoculares, pero solo vio el cielo azul.

Ness: No veo nada.

Zac la tomó por los hombros y la hizo girarse levemente. Vanessa sintió el cálido tacto de sus manos sobre la piel y se quedó muy quieta. Su piel le transmitió cada detalle: las palmas de Zac curvadas sobre sus hombros, los pulgares dirigidos hacia el cuello, las ásperas yemas de los dedos presionando casi imperceptiblemente la piel desnuda de sus brazos. El sol calen­taba con tanta fuerza que Vanessa temió derretirse o quedarse cristalizada como si fueran un par de rocas. Parecían formar parte de un todo que abarcaba las manos de Zac, el calor que ascendía de la tierra y la quietud expectante de la tierra solitaria que los rodeaba.

Zac retiró las manos y Vanessa pudo volver a respirar con normalidad. A través de los binoculares vio una nube pequeña y poco amenazadora.

Ness: Puede que detrás vengan más -comentó, devolviendo los binoculares-.

Zac los metió en el coche, recogió el sombrero del suelo y le sacudió el polvo. Haciéndolo girar en las manos, miró hacia el horizonte con los ojos entornados.

Zac: Siempre que esperamos las lluvias, la gente está en tensión. Hay más borrachos y más accidentes de trabajo. Más mujeres hacen las maletas y se marchan de casa justo antes de que empiece a llover. Hace tiempo que no llueve, así que tal vez por eso está todo el mundo un poco irritable.

Vanessa aceptó esas palabras como una explicación de su comportamiento aunque no sirviera de excusa. Pero era su propia manera de actuar lo que la desconcertaba. ¿Qué le había hecho darle una bofetada, por mucho que se la mereciera?

Ness: ¿Te duele? -preguntó, tocándole la mejilla-.

Zac: ¿Te importa?

Ness: Solo si no te duele.

Zac rió y se puso el sombrero. Miró una vez más a lo lejos antes de volverse hacia Vanessa.

Zac: De todas formas -dijo en tono apaciguador-, te pediría que tengas cuidado con Steve. Es muy impresionable y tú..., bastante impactante.

Lo que al menos era una imagen suavizada de la vieja sirena seductora. Y fuera lo que fuera, Vanessa quería creer que la opinión de Zac no tenía por qué im­portarle. Después de todo, en un par de semanas no recordaría su nombre.

Ness: Escucha, no tengo ninguna intención de seducir a tu hermano -dijo, molesta por tener que dar explicaciones-. Y Steve no ha perdido la cabeza por mí. Creo que le agrada poder hablar con alguien diferente y contarle sus cosas.

Zac: ¿Contarle sus cosas? -repitió las palabras como si se le atragantaran y sus ojos brillaron llenos de ira-. ¿Y por qué demonios no confía en mí? -se golpeó el pecho con el puño-. Siempre ha podido contar conmigo, siempre. -Se apartó de Vanessa violentamente. Con un gesto brusco, cortó la rama de un árbol y golpeó con ella el suelo-. ¿Vienes o no? -dijo, volviendo la cabeza, después de dar un par de pasos-.

Vanessa lo alcanzó. Zac parecía haber recupe­rado el dominio de sí mismo, pasando de la irritación a cierta forma de resignación, pero Vanessa no podía apar­tar de su mente el dolor que había visto reflejado en sus ojos azules.

Ness: No estaba segura de que quisieras compañía -dijo, a modo de explicación-. Me ha parecido que querías quedarte a solas para reflexionar.

Zac: ¿Reflexionar? -dijo brevemente-.

Ness: O como quieras llamarlo. Para calmar tu alma dolorida, si lo prefieres.

Zac la miró, pero no dijo nada. Tal vez era incapaz de admitir que pudiera padecer.

Ness: Steve me ha dicho que solo tenía nueve años cuando vuestros padres murieron, así que tú debías de tener...

Zac: Diecisiete -dijo golpeando la tierra con la rama-.

Ness:
También me ha dicho que tú acababas de empezar a estudiar ciencias del medio ambiente y meteorología en la universidad de Sydney cuando... tuvo lugar el accidente.

Zac:
Veo que Steve te ha contado la historia de la familia -masculló-.

Vanessa se encogió de hombros.

Ness:
Ya sabes las cosas que se cuentan cuando se retoza en el granero.

Zac se detuvo, la miró con suspicacia y finalmente rió.

Zac: Ya entiendo.

Ness: Así que dejaste los estudios y sustituiste a tus padres en el cuidado de Steve. ¿No pudiste contar con ninguna ayuda?

Zac: Yo era responsable de la granja -dijo en un tono que no admitía discusión-. Y de Steve.

Ness: Debías de ser un joven muy responsable -dijo estudiando su inescrutable rostro. Había adoptado el papel de padre cuando él probablemente seguía necesitando uno-. Debió de ser un gran golpe tener que abandonar tus estudios y tener que cargar con tu hermano.

Zac se paró en secó y la miró con dureza.

Zac: Para mí no era una cuestión de cargar con mí hermano. Yo lo que... -cayó bruscamente-.

Ness: Lo querías -concluyó por él, dirigiéndole una amplia sonrisa-. Steve tuvo mucha suerte.

Zac pareció desconcertado.

Zac: Me sorprende que pienses eso.

Ness:
Estoy segura de que debes proporcionar mucha seguridad a alguien cuyo mundo se desmorona.

Zac: ¿Solo en ese caso? -dijo irónico-. Vayamos. No tengo todo el día.

Mientras caminaban Vanessa se fijó en una piedra pequeña y se agachó para recogerla. Al incorporarse la miró detenidamente.

Zac se paró para mirarla.

Zac: ¿Has encontrado oro? -dijo con impaciencia-.

Ness: Mira, tiene bermellón -le mostró las manchas rojas que cubrían la piedra gris-. Hoy tengo un día rojo, por eso me ha llamado la atención.

Zac la miró como si creyera que sufría una insolación.

Zac: ¿Un día rojo?

Ness: Es una disciplina que me he impuesto. Vivimos con tanto ajetreo que es fácil pasar por alto los detalles. Por eso muchas veces elijo un color cuando me despierto y tengo que encontrarlo a lo largo del día. Por ejemplo, un día lluvioso y gris en Sydney me propongo ver algo azul tur­quesa. O algo verde en medio de un campo arrasado por la sequía. El día que... fui al incendio, había elegido el azul -levantó la vista y sintió una vez más el impacto de los azules ojos de Zac-.

Al menos así sabría que no coqueteaba con él cuando hizo mención del color de sus ojos. Zac la miró con aparente escepticismo. Quizá le agradaba que sus ojos estuvieran en la misma cate­goría que una roca con retazos de bermellón. Se ajustó el sombrero, ocultando parcialmente sus ojos, y miró
.

Zac: Encontrar rojo no es ningún reto en esta zona -señaló-.

Ness: ¡Ya lo sé!, pero hoy me siento vaga -confesó logrando que Zac se riera-.

Vanessa sonrió y lanzó la piedra al aire antes de metérsela en el bolsillo.

Zac: ¿Te la vas a guardar?

Ness: Colecciono cosas. -Zac miró a su alrededor, observando con una risa divertida las innumerables piedras similares que tenía-. Cuando vuelva a casa, mi piedra será única -explicó invadida por una repentina sensación de felicidad. Zac la miró con curiosidad antes de seguir adelante-. Ahora que estás más tranquilo puedes dejar de golpear la tierra con la rama -dijo tosiendo por el polvo que se levantaba.

Zac: No lo hago para desahogar mi malhumor, sino
para asustar a las serpientes.

Vanessa se quedó paralizada.

Ness: ¿Serpientes? -gimió-.


Zac la tomó del brazo y la forzó a ponerse a su altura. Vanessa miró en todas direcciones, atenta a
cualquier movimiento. Zac sonrió divertido.

Zac: Será mejor que elijas el verde -le aconsejó-.

Ness: ¿Por qué?

Zac: Porque las serpientes son verdes.


Al mismo tiempo, Vanessa vio por la forma en que le brillaban los ojos que prefería entrar en la categoría de cosas peligrosas.


3 comentarios:

Abigail dijo...

Ay q bien q pusist m moria d la ansiedad!!!!y jajajaja Zac esta celoso!!! :D....ojala pacn "cosas" en la cueva!!!!siguela cuando puedas!!!!

TriiTrii dijo...

Aww me ha emcantadoo!!
Esta superr
Creo que Zac esta celosoo!!!
Hahaha xD
Siguelaa!!!
Grax x comentarme :)

Anónimo dijo...

Oows esta genial!! XD
Pero te ekivocast n una cosa xD.
El apellido de zac es efron no winston jajajaja pero no importa todos cometemos errores pero ten cuidado la proxima ves.ezperare el prox capi cn ansias bye
Att.
Laura

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