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jueves, 6 de abril de 2017

Capítulo 6 - De duelo se cubre quien no sembró en octubre


Tal vez no fue buena idea darle a Vanessa tanto tiempo de respiro.

Zac llevaba día y medio en Spring Hill, para que las niñas disfrutaran de su último baño en la playa, aprovechando el insólito calor que aún disfrutaban en la costa durante el unos días de fiesta. Pero los cinco días se le estaban haciendo eternos. En lugar de disfrutar, sufría la escapada playera como un castigo insoportable por culpa de lo mucho que echaba de menos a Vanessa.

Jess: Papi, ¡dile algo!

Zac: Ven aquí, enanita gruñona -dijo cogiendo en brazos a Sarah-.

La pequeña se resistía, pero entreteniéndola con un ataquito de cosquillas, evitó que destruyera el castillo que su hermanita mayor se empeñaba en levantar a base de llenar cubos con tanto empeño.

Con Sarah cogida por debajo de los brazos, fue hasta la orilla para jugar a saltar las olas. Y ella reía a carcajadas cada vez que la alzaba en vilo y el agua de mar apenas le mojaba los deditos con la espuma.

Pero Zac tenía la cabeza en otra parte. Mientras jugaba con su hija pequeña y vigilaba, de tanto en tanto que Jessica no se quemara la espalda a pleno sol, no dejaba de pensar en todas las llamadas perdidas que Vanessa no había querido devolverle y en los muchos mensajes sin respuesta que aún almacenaba en la memoria del teléfono móvil. Si después de tantas semanas aún seguía enfadada, el asunto era para preocuparse.

Una parte de sí, la más pragmática, le decía que haría mejor olvidándola. Pero su otro yo, ese que se regía por los dictados del corazón, le impedía pasar página y fingir que no sentía nada por esa morena mandona y adorable a partes iguales que se había cruzado en su camino, como un ciclón, para sacudir su tranquila y aburrida vida hasta los cimientos. Tenía varias opciones, pero se frenaba a sí mismo. Necesitaba aclarar el lío que tenía en la cabeza con respecto a ellos dos. Demasiadas dudas le impedían afianzar lo que empezó a convertirse en una bonita relación y que, sin darse cuenta, devino en algo mucho más profundo y con todas las trazas de llegar a ser algo duradero. O eso es lo que pretendía él, pero Vanessa era tan joven… ¿Cómo obligar a una chica en edad de empezar a vivir a atarse a una responsabilidad tan grande como la que él cargaba? Adoraba a sus hijas, más que a nada en el mundo, pero Zac era consciente de que pocas mujeres aceptarían a un hombre con semejante equipaje. Sus hijas eran para toda la vida. Pero eran suyas, y temía que Vanessa llegara a cansarse de soportar la convivencia en pareja con la presencia constante entre ellos de Jessica y Sarah.

Zac se contagió de la risa de la pequeña cuando se la cargó al hombro como un saco. La vida daba una de cal y otra de arena. A pesar del hachazo cruel que le había asestado dos años atrás con la muerte de la mujer a la que amaba, contaba con esos dos regalos maravillosos que eran sus hijas. Nunca dejaría de tener a Michelle entre sus mejores recuerdos, pero Zac estaba vivo y enamorado de otra persona. Esa misma que se negaba a responder a sus llamadas y lo castigaba con su ausencia.

¿Qué debía hacer? Correr tras ella era algo que no habría hecho por nadie. Aunque en ese momento sentía tanto vacío que habría tirado millas descalzo para rogarle que volviera. Una insensatez en toda regla, conociendo el carácter de Vanessa. No se arriesgaba a conducir hasta San Francisco y que, una vez allí, lo echara a patadas de su casa. Tenía dos hijas y, por lealtad y respeto hacia ellas, no podía dar pasos en falso con una mujer.


¿Por qué darían las mujeres tantos dolores de cabeza? Eso se preguntaba en San Francisco el sargento Hudgens mientras mojaba en el café con leche la única magdalena que su mujer le dejaba tomar con el desayuno por culpa del dichoso colesterol.

Pero no era precisamente su esposa la fémina que en ese momento le preocupaba. Su hija Vanessa estaba triste y eso a él le quitaba la salud. Las cinco semanas que llevaba allí con ellos lo tenían escamado. Aunque la excusa de la niña fue que necesitaba un descanso y se cerraba en banda ante cualquier pregunta, él no creía que tanto tiempo se debiera, como decía su mujer, a una peleilla con un noviete que se había echado en el pueblo aquel donde estaba destinada. Nadie en su sano juicio abandonaba el servicio por una tontería semejante, ¡y para colmo sin cobrar la nómina!

Se sirvió un poco más de café sin dejar de pensar en qué podía hacer para volver a ver la sonrisa a todas horas en la cara de su hija querida. Le dio apuro entrar como un hurón a cotillear en su dormitorio, pero para eso contaba con la parienta, que tenía menos reparos. Su mujer le había confirmado que la solicitud de traslado cumplimentada y firmada aún seguía en el fondo del cajón de la cómoda, a dos semanas escasas de incorporarse al puesto. Si Vanessa no había cursado la petición ante las instancias pertinentes, pocas ganas debía tener de abandonar su plaza en el puesto de Clermont.

Siempre había presumido de ser un hombre práctico; así pues, dejó de darle vueltas a la cabeza para centrarse en una posible solución. Y fue esa idea la que lo llevó a la otra. Al instante tenía en mente el nombre de la persona que podía echarle una mano.

Una hora después, el sargento Hudgens se encontraba en el recibidor del hogar de la familia Vernon. Tim y él pertenecieron al mismo reemplazo y juntos hicieron el servicio militar, allí mismo en San Francisco. Después, sus destinos se separaron al escoger Vernon la carrera militar en Infantería de Marina y él, su ingreso en la Policía.

Pero desde su reciente mudanza, se habían reencontrado. Coincidían a menudo por las tardes, paseando por la calle Mayor hasta el Muelle. Y en más de una ocasión se habían parado a recordar los viejos tiempos y contarse la vida ante un par de cervezas.

Tim: Pero pasa, hombre, no te quedes ahí -insistió cerrando la puerta-. Y así me cuentas ese asunto en el que dices que puedo ayudarte.

Eso había dicho Hudgens a su llegada. No exactamente, de ahí que su antiguo amigo de la mili hubiera sacado conclusiones precipitadas que se apresuró a aclarar.

Brad: Más que tú, y te lo agradezco, es tu padre quien puede ayudarme.

Tim: ¿Mi padre? -preguntó perplejo, invitándolo a ir al comedor salón-. ¡Esta sí que es buena! Pues mira, estás de suerte porque aún no se ha marchado a echar la partida de cartas al Club de Jubilados.

Entraron en la estancia y el abuelo Charles se levantó del sillón, contento de ver al recién llegado. Su hijo ya le presentó hacía tiempo, un día que se encontraron paseando, a su antiguo compañero de quintas.

Tim: Mira, padre, quién tenemos aquí. Y viene preguntando por ti -anunció mirándolo con mucha guasa-. ¿Qué habrás hecho que viene a buscarte la Policía?


Charles: Y eso esto es lo único que se me ocurre -concluyó-.

Tim: ¿Lo único? -cuestionó; tenía serias dudas de que pudieran lograr la romántica tarea a la que su padre se había comprometido-.

Hudgens se había marchado hacía rato. Y su padre le acababa de contar la idea que había ido madurando durante la conversación que ambos habían mantenido a fin de echar una mano al sargento con el problema de su hija.

Charles: ¡Habrá que intentarlo! Digo yo -opinó, a fin de convencerlo, puesto que necesitaba su ayuda-.

El hijo lo miró dudoso, diciéndose para sus adentros que a su padre le venía que ni pintado el nombre de Celestino.

Charles: La chica es feliz en el pueblo, eso su padre me lo ha asegurado -prosiguió con sus argumentos-. Y un padre entiende de estas cosas.

Mary: Y una madre también -intervino, que también estaba al tanto de todo-.

El abuelo Charles le palmeó la mano, agradecido de que la nuera estuviera de su parte. Cuando explicó su plan, ella opinó que era una buena idea, una sorpresa emocionante que convencería a la chica y la haría regresar a su puesto al Cuartel del pueblo. No cómo su hijo, que no hacía más que ponerle pegas.

Charles: ¿Tienes algo importante que hacer este fin de semana? -preguntó directamente a su hijo-.

Tim: En principio, no.

Charles: Pues decidido: metemos un par de mudas en una maleta y el viernes tempranito nos vamos a Clermont.

Su hijo aceptó con un gesto y miró a la mujer.

Tim: ¿Tú te vienes?

Mary: ¡Pues claro que voy!

Ashley y Scott residían en California; habían ido los tres a visitarlos hacía sólo un par de semanas. Pero Susan vivía en Clermont y, aunque hablaba con ella por teléfono casi a diario, hacía dos meses que no la veía. Tenía ganas de abrazar, hablar de mil cosas, y volver a achuchar a su hija pequeña. Y de paso, como era su costumbre, dejarle el congelador lleno de fiambreras con comida casera, que ella y Jay iban siempre justos de tiempo.

Además, tampoco estaba dispuesta a perderse el plan ideado por el metomentodo de su suegro, que parecía sacado de un programa de la tele de esos que siempre la hacían llorar de emoción como una magdalena. Estaba segura de que en el pueblo y los de alrededor se hablaría del asunto durante mucho tiempo.




¡Qué corto!
¡Pronto más!

¡Gracias por leer!


2 comentarios:

Lu dijo...

Me gusto.
Me intriga mucho lo que va a pasar...
Pobre Ness, se ve que esta muy mal.


Sube pronto

Maria jose dijo...

ya quiero seguir leyendo
corto pero el siguiente estara muy bueno
siguela pronto


saludos!!!

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