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jueves, 28 de abril de 2011

Capítulo 4


Alysson: ¿Ness? -subía corriendo las escaleras. Habían transcurrido tres días desde que el conde había irrumpido en su dormitorio y las cosas parecían haber vuelto a la normalidad-. Gracias a Dios te encuentro.

Ness: ¿Qué sucede, tesoro?

Alysson: La señora Green y su hija Ainhoa. Han tenido que retirarse. La señora Green dice que tiene fiebres, y cree que Ainhoa también las ha contraído.

Ness: ¿Fiebres? Esta mañana se las veía perfectamente.

Entonces recordó que les había encomendado la tarea de preparar dos de las habitaciones de invitados de la planta de arriba, pues el señor esperaba la llegada de lady Aimes, una de sus primas, que vendría con su hijito David. Aquello no era sino otro intento de boicotearla y obligarla a abandonar el puesto, pero ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto.

Se volvió y consultó el reloj de la entrada. El día avanzaba con rapidez. El resto del personal se encontraba ocupado, trabajando a regañadientes en las tareas que les había asignado. Cualquier intento de reorganizar sus horarios no haría sino empeorar las cosas, y el remedio sería peor que la enfermedad.

Ness: Ya me ocupo yo de todo, Alysson. Tú vuelve junto a la señora Wadding y ayúdale a terminar. Está fuera, sacudiendo alfombras.

Alysson bajó apresuradamente la escalera para incorporarse a sus labores, y Ness se dirigió a la planta inferior a buscar la escoba, la fregona y un cubo.

Todas las habitaciones de la casa eran preciosas, y las dos que había escogido para alojar a los invitados de lord Brant daban al jardín. Los colores elegidos para la decoración de una de ellas eran el melocotón y el crema, mientras que en la otra predominaban los tonos azul celeste.

Tras decidir que ésta debía ser la del niño, puso manos a la obra. Abrió las ventanas para que la brisa veraniega la aireara, ahuecó los almohadones de plumas, quitó el polvo de los cuadros y de la repisa de la chimenea. Cuando acabó, repitió la misma operación en el otro dormitorio, contenta al ver que al menos ya habían cambiado las sábanas. Acto seguido, se dispuso a fregar los suelos de parquet.

Se encontraba arrodillada, frotando una mancha especialmente rebelde, cuando un par de brillantes zapatos de hombre aparecieron en su campo de visión. Alzó la mirada, que recorrió unas piernas largas masculinas, un amplio torso y unos hombros anchos.

Ness se incorporó y quedó en cuclillas, mirando al conde.

Ness: ¿Señor?

Zac: ¿Qué demonios está haciendo?

Ness bajó la mirada y comprobó que se le habían mojado los faldones, que la blusa, empapada, se le pegaba a los senos y silueteaba sus pezones.

Al parecer, Brant también se había dado cuenta. Sus ojos se mantenían clavados en ese punto, y parte del calor que había intuido en su mirada días atrás volvió a asomar a ellos. Como él seguía concentrado en la tela húmeda adherida a su escote, Ness acabó por ruborizarse y tragó saliva, fingiendo que todo era normal.

Ness: Dos camareras se han puesto enfermas -aclaró-. Así que las sustituyo para terminar las tareas antes de que lleguen sus invitados.

Zac: ¿Es eso cierto?

El conde apretó la mandíbula. Ness sintió deseos de salir huyendo de allí. Cuando Brant la agarró del brazo y la levantó del suelo, no pudo evitar soltar un gritito.

Zac: Maldita sea, no la he contratado para que friegue suelos sino para que lleve la casa. Hay una gran diferencia entre ambas cosas.

Ness: Pero es que…

Zac: Hay un ejército de criados en esta casa. Busque a alguien que se ocupe de las habitaciones. -La expresión de horror que detectó en el rostro de ella lo desconcertó-. No se moleste, ya envío yo mismo a alguien.

Para asombro de la chica, el conde abandonó el dormitorio y se dirigió a la planta inferior. Le oyó llamar a Simon gritando y, minutos después, la señorita Honeycutt y la señora Wadding se presentaron en la habitación.

Decidida a actuar con al menos un esbozo de la autoridad de un ama de llaves, Ness les ordenó que terminaran de fregar el suelo de las dos habitaciones y que luego rociaran unas gotas de esencia de lavanda sobre los cojines bordados.

Como todavía debía organizar los menús de la semana y preparar las listas de la compra, las dejó solas y regresó a la planta de servicio. Cuando iba camino de su habitación para cambiarse de blusa, pasó frente al gabinete del conde, cuya puerta estaba abierta. Sus pasos parecieron frenarse en contra de su voluntad, y se descubrió a sí misma volviendo la cabeza para echar un vistazo. Su mirada buscó el tablero de ajedrez.

Le sorprendió que el caballo blanco no hubiese sido devuelto a su casilla original, sino que seguía exactamente en la que ella lo había dejado. Y, aún más sorprendente, el conde había contraatacado con otro movimiento.

No es que él supiera que la partida la había continuado ella. Sin duda creía que se trataba de algún criado, pues durante la escena de la otra noche había usado siempre el género masculino para referirse al responsable del desaguisado. Aquello era lo que más la irritaba. Tal vez el conde creía que había sido Simon quien lo había desafiado, o uno de los lacayos contratados no hacía mucho.

Como fuese, al mover su alfil en respuesta al desafío, era evidente que había aceptado el reto. O eso, o se trataba de una trampa para descubrir si el responsable tenía agallas como para desobedecer una vez más sus órdenes.

Ness consideró esa segunda opción, temerosa ante la posibilidad de perder su trabajo. No obstante, se dijo que el señor no la despediría por una simple partida de ajedrez. Y así, segura de que podría convencer al conde si hacía falta, incapaz de no asumir cualquier desafío que se le presentara, se sentó frente al tablero y pensó en la mejor manera de responder al contraataque de su rival.

Caía la tarde. Había transcurrido otra jornada. Los días de junio eran cada vez más largos y calurosos. Con tantos proyectos en marcha, Zac apenas tenía tiempo para recibir visitas. Su prima Ashley era la excepción.

Sentada en un sofá turquesa pálido con bordados, en el salón Azul, Ashley Seeley Tisdale, vizcondesa de Aimes, era la hermana que Zac nunca tuvo. Rubia, de piel clara, era alta, delgada y con una estructura ósea privilegiada. Cuando eran niños, Zac siempre se había mostrado protector con ella, la única mujer entre tres niños salvajes, aunque, a decir verdad, Ashley era más que capaz de cuidar de sí misma.

Zac cruzó la habitación de techos altos, de los que colgaba una araña, y se detuvo ante el sobrecargado aparador para servirse otro coñac.

Zac: ¿Cómo está Scott? -preguntó, refiriéndose al esposo de la vizcondesa-. Espero que bien.

Sosteniendo una delicada taza de porcelana adornada de oro, Ashley bebió un sorbo de su manzanilla.

Ash: Aparte de quejarse por haber contraído compromisos con anterioridad y no poder acompañarnos, se encuentra bien. Te envía recuerdos.

Zac bebió de su copa.

Zac: David ha crecido mucho desde la última vez que le vi. Apenas lo reconocí.

Ashley sonrió complacida. Su esposo y su hijo eran las personas más importantes de su vida.

Ash: La verdad es que cada vez se parece más a su padre.

Zac: Tienes una familia encantadora, Ashley.

Ash: Sí, soy afortunada en ese sentido. Tal vez va siendo hora de que tú también pienses en tener la tuya, Zac.

El conde se acercó al sofá con la copa en la mano.

Zac: Últimamente he pensado bastante en ello. Intento armarme de valor para entrar en el mercado del matrimonio, aunque admito que, por el momento, no me siento con fuerzas.

Ash: Al menos ya has empezado a considerar la idea, que no es poco.

Zac: Y no sólo la he considerado. He decidido casarme. Ahora ya sólo es cuestión de escoger a la mujer adecuada.

Ash: ¿Has pensado en alguna en concreto?

Sus candidatas, por el momento, eran Mary Anne Winston y Samantha Fairchild, las dos jóvenes que encabezaban su lista particular, aunque de momento no se sentía preparado para revelar ningún nombre.

Zac: No, aún no.

Ash: Dime, al menos, que has abandonado la absurda idea de casarte con una heredera. Por experiencia te digo que es más importante amar a la persona con la que vas a compartir tu vida.

Zac: Tal vez para ti lo sea -objetó él, y bebió un sorbo de coñac-. Me temo que yo no podría reconocer siquiera ese sentimiento, aunque veo que tú eres feliz con Scott, se te nota en la cara.

Ash: Soy muy feliz, Zac. Y si no lo soy del todo es porque echo de menos a Andrew.

Aquél era el motivo de su visita. Había acudido a obtener noticias de su hermano, y esa misma mañana, durante el desayuno, ya habían hablado brevemente de él. Zac dejó la copa sobre una mesita.

Zac: Ojalá pudiera contarte más. Al menos sabemos que el Sea Witch no se hundió durante una tormenta. Según Edward Legg, Andrew estaba vivo cuando lo sacaron del barco.

Ash: Sí, y en cierto modo supongo que es una excelente noticia. Mi hermano es un hombre fuerte, y los dos sabemos lo testarudo que puede llegar a ser. Debemos creer que sigue con vida. Lo que implica que nuestra misión ha de consistir en averiguar dónde lo han llevado.

Ojalá fuera tan fácil, pensó Zac. Aspiró hondo, acumulando fuerzas para explicarle las dificultades a las que deberían hacer frente en su renovado esfuerzo por localizar a su hermano. Cuando se disponía a hablar, alguien llamó tímidamente a la puerta.

Zac: Será Pendleton -expuso, y agradeció la interrupción-. Esta mañana he recibido un mensaje suyo, tal vez haya obtenido más información.

Abrió la puerta, y el coronel de pelo plateado entró en la sala. Hizo una reverencia a Ashley y se fijó en su pelo rubio, suelto, en sus preciosos rasgos, en su vestido de seda verde pálido, que se ajustaba como un guante a sus curvas femeninas.

Intercambió unas frases con Zac, antes de dirigirse a Ashley.

Pendleton: Supongo, lady Aimes, que lord Brant le habrá informado de las últimas noticias acerca del capitán Seeley.

Ash: Así es. Los dos esperábamos que tal vez llegara usted con información sobre su paradero.

Pendleton: Por desgracia, todavía no es así. Sin embargo, esta misma mañana ha llegado a las costas de Francia un informante contratado por nosotros con la misión de localizar la prisión en que tal vez se encuentre su hermano.

El semblante de Ashley palideció.

Ash: Una prisión. Supongo que siempre me he negado a contemplar esa posibilidad. No soporto la idea de que mi hermano se encuentre sufriendo en un lugar así.

Pendleton: Estimada dama, no desespere. Una vez conozcamos con exactitud el paradero del capitán, hallaremos la manera de rescatarlo.

Ashley asintió y logró esbozar una temblorosa sonrisa.

Ash: Sí, estoy segura de que así será.

Zac: Entretanto -intervino-, el coronel Pendleton ha prometido mantenernos informados de todas las noticias que reciba, y yo haré lo mismo.

El encuentro se prolongó unos minutos más, y al fin Pendleton se marchó. Ashley, que quería asegurarse de que David se encontraba bien, salió tras él, dejando solo al conde.

Una vez más, las noticias sobre Andrew habían sido positivas. Por primera vez en un año, sentía que hacían progresos.

Al pensar en Andrew, su mirada se trasladó al tablero de ajedrez. Había algo distinto. Se acercó y comprobó que alguien había movido otra pieza. Un arrebato de ira lo recorrió.

Estaba seguro de que el ama de llaves habría transmitido sus órdenes a los criados. Para asegurarse, había tendido una trampa al malhechor, retándolo a desobedecer una vez más sus instrucciones. El caballo de marfil seguía en su sitio, pero en respuesta a su contraataque, ahora la reina blanca había avanzado tres casillas.

Estudió el tablero. Se trataba de un movimiento intrigante. Su alfil seguía en peligro, y si no se andaba con cuidado, tal vez perdiera la torre. Se dijo que debería volver a colocar las piezas en su posición original. Era Andrew quien debía proseguir la partida, pero no lograba convencerse del todo. Tal vez era buena señal que, con las últimas noticias de su primo, el juego hubiera proseguido.

Se preguntó si Simon se habría tomado la molestia de desafiarlo, con la intención de darle ánimos en el asunto de Andrew. Quizá, como ya había pensado la primera noche, se tratara de alguno de los nuevos lacayos.

De pronto, una idea inquietante cruzó por su mente. Seguro que Alysson Hudgens no tendría ni idea de jugar a algo tan sofisticado como el ajedrez, pero su hermana… No podía ser. Vanessa Hudgens no podía estar jugando -y ganando- la partida.

Eran pocas las mujeres que jugaban, y menos aún las que lo hacían con un mínimo de destreza, y sin embargo aquellas últimas jugadas demostraban que su nuevo -o nueva- contrincante sabía lo que se hacía. Que su rival fuera Vanessa Hudgens le resultó, además de improbable, intrigante en grado superior.

Se sentó en una de las adornadas sillas y siguió estudiando el tablero. En el silencio del gabinete oía el tictac del reloj. El tiempo transcurría. Levantó su caballo negro y respondió al último ataquede su misterioso oponente.

Ness bostezó y arqueó la espalda, tratando de aliviar la tensión en hombros y cuello. La jornada había resultado más dura que la anterior. El ambiente que se respiraba en la planta del servicio era inequívocamente hostil hacia ella, y el enfado silencioso de la señora Rathbone atacaba los nervios de todos.

Ness, en tanto que ama de llaves, estaba autorizada para despedir a aquella mujer y contratar una sustituta, pero en cierto modo no le parecía justo. Lo que debía hacer era ganarse su lealtad, aunque no tenía la menor idea de cómo lograrlo.

Después de todo el día trabajando, le pareció que le convendría respirar un poco de aire puro, de modo que se acercó a los ventanales que daban al jardín y, casi sin querer, los abrió; al momento se sintió bañada por los rayos de aquel sol de verano. Nubes blancas surcaban el cielo, una con forma de dragón, otra con forma de damisela atormentada. Aquella última imagen no le gustó demasiado y se puso a caminar por el jardín, frondoso y verde, con vivas flores de azafrán que crecían entre los senderos de grava, y pensamientos granates que, débiles, le salían al paso.

No debía estar ahí fuera. Ella no era una invitada, sino una sirvienta. Sin embargo, hacía tanto que no disfrutaba del murmullo del agua de las fuentes, de la fragancia de la lavanda en el aire… Se detuvo junto a la fuente redonda, escalonada, cerró los ojos y aspiró hondo.

David: ¿Es usted la señora Hudgens?

Ness abrió los ojos al momento. Bajó la vista y se encontró con un niño pequeño, de pelo castaño oscuro.

Ness: Eh… sí, lo soy -sonrió-. Y tú debes de ser el señorito David Tisdale.

El pequeño sonrió también y, al hacerlo, reveló la ausencia de los dos dientes delanteros. Tenía cinco o seis años, unos preciosos ojos azules y una sonrisa que le iluminaba el rostro.

David: ¿Cómo ha sabido mi nombre?

Ness: Oí a tu madre y a lord Brant durante el desayuno. Hablaban de ti.

David: Yo también he oído hablar de usted a alguien. -Levantó más la cabeza para mirarle a los ojos-. ¿Por qué no cae bien a nadie?

Ness torció el gesto.

Ness: ¿Fue el conde quien hablaba de mí?

David negó con la cabeza.

David: No, una señora que se llama Rathbone, y que le decía cosas a un cocinero. Le decía que es usted la amancebada de lord Brant, que por eso la ha contratado. ¿Qué es «amancebada»? Yo creía que era un cereal, o algo así.

Seguro que se había ruborizado hasta las orejas. ¡Cómo se atrevían a decir algo así! Volvió a pensar en la posibilidad de despedir a aquella arpía, pero una vez más se contuvo.

Ness: Bueno, una amancebada es una mujer que hace algo que no debe. Pero eso no es verdad. Y por eso mismo tú no deberías hacer caso de los cotilleos de la gente. -Se agachó y le agarró la mano. Tenía que cambiar de tema cuanto antes-. ¿Te gustan los cachorros?

El niño asintió con entusiasmo.

Ness: Bueno, pues entonces estás de suerte. En las caballerizas acaba de nacer una nueva camada de perritos.

El niño sonrió y un hoyuelo se le formó en la mejilla.

David: Me encantan los cachorros, en especial los negritos de pelo rizado.

Ness: Vamos a verlos -dijo aliviada. Sin soltarle la mano, tiró de él para que la acompañara-.

David la acompañó sin soltarle la mano. Cuando iban a entrar en las caballerizas, en ese momento lord Brant salía de ellas.

El conde se detuvo frente a los dos.

Zac: Vaya, veo que ya se conocen.

La infamia de la señora Rathbone resonó en su mente, y con ella volvió el rubor a sus mejillas. Habría querido gritarle, decirle que él era el culpable de los rumores que circulaban por la casa, pero lo cierto era que ella también tenía parte de responsabilidad, pues jamás habría debido aceptar el puesto de ama de llaves. Trató de mantener las formas.

Ness: Sí, nos hemos conocido en el jardín -dijo con cierta dureza en la voz. Ojalá tuviera el valor de despedirse en ese mismo instante. Pero eso no podía hacerlo de ninguna manera. Debía pensar en Alysson y en lo que les sucedería a las dos si lo hacía…- David y yo hemos venido a visitar a los cachorros. Si nos disculpa, señor.

Pero Zac no se movió lo más mínimo y siguió ahí, alto y tan ancho de hombros que les impedía el paso.

Zac: Sí, he oído que ha nacido una camada del chucho del cochero. Si no le importa la compañía, a mí también me apetecería verlos.

Sí que le importaba la compañía, y mucho. Los criados ya habían empezado a murmurar. No quería echar más leña al fuego de aquellas lenguas dañinas.

Sin embargo, tampoco podía echarlo de sus propias caballerizas. David y ella avanzaron y el conde les siguió, situándose junto al ama de llaves. Ness se estremeció al sentir el roce de su mano en la cintura mientras la guiaba por el sombrío recinto. Pasaron junto a un carruaje negro y brillante situado al fondo.

Oyó el amortiguado frufrú de sus propios faldones en contacto con la pierna del conde, y el corazón empezó a latirle con más fuerza. Cuando su brazo musculoso le rozó el pecho en el momento de cederle el paso a través de la puerta que conducía a un espacio de dimensiones más reducidas, lleno de arneses y cubierto de heno, sintió un vacío en el estómago.

Al fin llegaron al cercado donde los cachorros dormían junto a su madre, una perra flaca, blanca y negra, pero el conde seguía pegado a ella. Ness intentaba mantener la distancia, pero en realidad no podía, pues el lugar era muy estrecho.

Ness: Tienen apenas unos días de vida -comentó con dulzura y ella, que sintió su aliento en la mejilla, empezó a temblar, ruborizada-.

David: ¿Puedo coger uno? -preguntó sin apartar la vista de los cachorros, tan fascinado como si se tratase de ejemplares de pura raza-.

Zac: Son demasiado pequeños -respondió Brant, que se agachó y, cariñosamente, despeinó al pequeño-. Tal vez la próxima vez que vengas de visita.

David: ¿Crees que podría quedarme con uno?

El conde sonrió y Ness volvió a sentir un hormigueo en el estómago.

Zac: Si tu madre te deja. ¿Por qué no vas a preguntárselo?

David salió como un rayo de las caballerizas, dejándola sola con lord Brant en la oscuridad de aquel lugar.

Ness: Yo… eh… será mejor que vuelva a la casa. Tengo mucho que hacer.

Zac: Parece usted algo acalorada -apuntó clavándole la mirada-. ¿Se encuentra bien, señora Hudgens?

El conde se había acercado tanto a ella que oía los latidos de su corazón, y veía con todo detalle la curva de su labio inferior, el ligerísimo pliegue que se le formaba en las comisuras.

Ness: Es que… es que esto está un poco encerrado. Creo que me vendría bien respirar aire fresco.

Zac esbozó una sonrisa.

Zac: Sí, por supuesto. -Se apartó tan bruscamente que ella estuvo a punto de perder el equilibrio. Pero entonces alargó la mano y la sostuvo-. Parece algo débil. Permítame ayudarla.

Ness: ¡No! Quiero decir… estoy bien. De verdad.

Zac: Déjeme al menos que la ayude a salir.

¡Dios santo! La ayuda de Brant era precisamente lo que menos le convenía. Lo que de verdad le hacía falta era salir corriendo de allí, alejarse de él lo antes posible. ¿Por qué de pronto aquello se convertía en una tarea tan difícil?

Intentó ignorar la cercanía de sus cuerpos, la fuerza de la mano de aquel hombre que le agarraba la cintura y la guiaba por las caballerizas camino del sol, que se ocultaba tras la fuente del jardín. Aun así, no podía evitar el rubor en las mejillas y un aleteo incesante en el vientre.

Al salir al aire libre recuperó parte del control y se sintió algo mejor.

El conde, educadamente, se retiró unos pasos.

Zac: ¿Se encuentra mejor?

Ness: Sí, mucho mejor, gracias.

Zac: Entonces me retiro para que pueda seguir con su trabajo. Buenas tardes, señora Hudgens.

Ness lo miró alejarse. El corazón seguía latiéndole con fuerza y le temblaban las piernas. Se había comportado como un perfecto caballero y, sin embargo, ella seguía sin aliento. Dios del cielo, ¿y si en verdad tuviera malas intenciones respecto a Alysson…?

En aquel estado de inquietud, regresó a la casa, más preocupada que nunca por la honra de su hermana.

Una tormenta de verano barría la ciudad y negros nubarrones ocultaban la delgada rendija de la luna. Los truenos resonaban más allá de las ventanas, y Ness avanzaba con sigilo por la casa a oscuras, camino del gabinete del conde. El reloj de pared de la entrada dio las doce. Ya era medianoche.

En Londres, la temporada social estaba en la cumbre. Lady Aimes asistía a una fiesta en compañía de amigos y, como era su costumbre, el conde había salido aquella noche.

Hacía un rato que la mayoría de criados se había retirado a sus habitaciones, entre ellos Ness. Tendida en la cama, se repetía una y otra vez que no debía moverse de allí, que debía ignorar el último movimiento de lord Brant en la partida de ajedrez. Sin embargo, el desafío le resultaba insoportablemente tentador.

Tan pronto la casa quedó en silencio, se echó el batín acolchado sobre los hombros, cogió la lámpara de aceite de ballena que iluminaba su salita y se dirigió hacia las escaleras.

Al entrar en el gabinete se fijó de inmediato en el tablero de ajedrez. A la luz de la lámpara, las piezas de ébano y marfil proyectaban sus alargadas sombras. Iba descalza y el suelo de madera estaba frío, aunque no lo notaba. Avanzó silenciosamente de puntillas hacia el tablero y se sentó en una de las sillas de respaldo alto que lo rodeaban.

Tras dejar la lámpara en la mesa, estudió la evolución de la partida, apenas consciente del crujido de las ramas que rozaban la fachada de ladrillo y de las fugaces apariciones de la luna entre nubes pasajeras. Al contemplar la posición de las piezas tuvo un instante de satisfacción. El conde había mordido el anzuelo. La trampa que ella le había tendido le haría perder la torre.

Levantó un peón para cobrarse la pieza, pero se dio cuenta de que la reina quedaba desprotegida. Sonrió. Aquel hombre no era tan tonto. Debería proceder con más cuidado. Se puso a meditar, y así seguía, totalmente absorta en sus pensamientos, planeando una estrategia que le permitiera ganar la partida, cuando una voz ronca, a sus espaldas, la devolvió a la realidad.

Zac: Tal vez lo mejor sea comer la torre, como quería en un principio. Siempre existe la posibilidad de que su contrincante no se dé cuenta del peligro en que deja a su reina.

La mano de Ness quedó petrificada sobre el tablero. Se giró despacio y, al alzar la vista, se topó con el rostro del conde.

Ness: Eh… no creo que… que le pase por alto. Creo que él… que usted es un excelente jugador.

Zac: ¿En serio? ¿Es por eso que ignoró mis deseos y ha seguido jugando a pesar de que le ordené que no lo hiciera?

Ness se incorporó, confiando en reducir de ese modo la desventaja en que se encontraba. Pero al levantarse se percató de su error, pues al ponerse en pie quedó a apenas un palmo de lord Brant que, lejos de retirarse, la obligó a permanecer en su sitio, atrapada entre la silla y la sólida muralla de su pecho.

Zac: ¿Y bien, señora Hudgens? ¿Es por eso que desobedeció mis órdenes? ¿Porque soy un excelente jugador?

Ness tragó saliva. El conde era un hombre alto, de complexión fornida, y ella conocía de primera mano lo inestable de su temperamento. De su padrastro había aprendido qué sucedía cuando hacías enfadar a esas personas. Aun así, por algún extraño motivo, no sentía miedo.

Ness: No… no sé decirle exactamente por qué lo hice. El ajedrez es un juego que me encanta. En cierto modo me sentí retada. Cuando usted entró en mi dormitorio la otra noche y yo… Me pareció que volver a jugar le haría bien.

Lord Brant se relajó un poco.

Zac: Quizá tiene usted razón y sí me ha hecho bien. ¿Por qué no se sienta, señora Hudgens? Está preparada para su próximo movimiento, ¿verdad?

También la tensión de Ness disminuyó, sustituida por un nerviosismo diferente. En un acto reflejo, se humedeció los labios con la punta de la lengua. A la luz de la lámpara, el dorado de sus ojos parecía oscurecerse. La miraba con tal sensualidad que sintió un calorcillo en el estómago.

Ness: Sí, señor, estoy preparada.

Era una locura. Iba descalza y llevaba ropa de cama. Si alguien los descubría, el escándalo sería mayúsculo.

Incapaz de ponerse freno, y consciente del riesgo que corría, se colocó de nuevo en su silla, rezando para que la mano no le temblara demasiado, y levantó el alfil. Lo hizo correr en diagonal sobre los preciosos recuadros de colores alternos, y atacó con él uno de los caballos del conde.

Éste ahogó una risita y se sentó frente a ella.

Zac: ¿Está segura de que matarme la torre no habría sido más inteligente por su parte?

La confianza de Ness regresaba por momentos.

Ness: Bastante segura, señor.

Él estudió la jugada y al fin movió la reina, que se acercó peligrosamente a un peón de Ness.

La partida proseguía. El viento aullaba y arrancaba las hojas de los árboles, pero en el interior de aquel pequeño círculo de luz, en el gabinete del conde, Ness se sentía curiosamente protegida.

Ahora sí movió su torre.

Ness: Me temo que es jaque, señor.

Brant frunció el ceño.

Zac: Lo es, lo es.

Siguieron jugando. Las piezas caían como en una batalla salvaje. Ya habían dado las dos cuando tuvo lugar el movimiento final.

Ness: Jaque mate, señor.

En lugar de enfadarse, como había temido que tal vez sucediera, el conde se echó a reír. Meneaba la cabeza y no dejaba de mirarla.

Zac: Nunca deja de sorprenderme, señora Hudgens.

Ness: Espero que ello signifique que conservo el puesto de ama de llaves.

Lord Brant arqueó una de sus cejas negras.

Zac: Tal vez debería dejarse ganar de vez en cuando para asegurarse el trabajo.

Ness sonrió.

Ness: Creo que en realidad eso no le gustaría lo más mínimo.

El conde también esbozó una sonrisa.

Zac: Tiene razón, no me gustaría nada. Espero que me conceda la revancha, señora Hudgens, en un futuro cercano.

Ness: Estaré encantada, señor.

El conde se puso en pie y le tendió la mano para ayudarla a levantarse. Ness se encontró exactamente en la misma posición en que había estado por la tarde, tan cerca de él que se perdía en el azulado profundo de sus ojos, que parecían mantenerla clavada en el suelo, con los pies pegados a la alfombra. Sintió que la mano del conde le rozaba la mejilla, que le levantaba el rostro, que su boca se unía a la suya.

Entornó los párpados y se vio envuelta por un calor suave. Él no se acercó más. Siguió besándola, moviendo lentamente los labios sobre los suyos. Los saboreaba, se aventuraba cada vez más, los entreabría, hasta que logró traspasarlos con la lengua. Ella empezó a temblar. Involuntariamente, adelantó una mano y se agarró de la solapa de su batín de noche. El emitió un sonido ronco y la rodeó con un brazo, atrayéndola hacia sí con firmeza.

En ese preciso instante, al notar el alcance total de su excitación, Ness recobró los sentidos con la intensidad del viento que soplaba al otro lado de la ventana.

Interrumpiendo el beso, se echó hacia atrás tratando de liberarse de él, de recobrar el dominio de sí misma.

Ness: ¡Señor! Sé… sé qué debe estar pensando pero está usted… está usted del todo equivocado si cree que yo… si por un momento ha creído que yo… que yo… si por un momento ha creído que yo haría… haría…

Zac: Ha sido sólo un beso, señora Hudgens.

¿Sólo un beso? A ella le había parecido como si el mundo se hubiera puesto patas arriba.

Ness: Un beso que no debería haber existido. Una indiscreción que no… volverá a suceder.

Zac: Siento que no lo haya disfrutado. Le aseguro que a mí sí me ha complacido.

Ness se ruborizó al oír aquellas palabras. Sí lo había disfrutado. Y demasiado.

Ness: No está bien. Usted es quien me ha contratado, y yo soy su ama de llaves.

Zac: Eso es cierto. Tal vez podríamos hacer algo para solucionarlo.

¿Qué demonios quería decir con eso? La palabra «amancebada» regresó a su mente.

Ness: ¿No estará sugiriendo que…? No es posible que pretenda que yo... -Con las piernas temblorosas, irguió mucho los hombros y levantó la lámpara de la mesa-. Me temo que debo desearle unas buenas noches, señor.

Dicho lo cual se dio la vuelta y se alejó.

Mientras cruzaba el gabinete, sentía que los ojos del conde se clavaban en su espalda, la quemaban por dentro.

Zac: Buenas noches, señora Hudgens -respondió él cuando ella cruzaba el quicio de la puerta-.


2 comentarios:

Carolina dijo...

Solo ha sido un beso? si q eres mata pasiones Zac ¬¬!
pero = ha stado interesante xD!
me ha encantao loki!!
a q la proxima nessa le hace la metralleta? xDxDxD q si ella no se lo hace io stoy disponible xDXD
sigan apoyando a la fundación "pongan una sonrisa en la cara de ali" esperamos sus coments ;)

LaLii AleXaNDra dijo...

Haaaaaaaaaaaaaa
Se besaronnnnn
Wiiiiiiiiiii
Ame el capi..
amo tu nove..
siguela.....
yO me uno a la fundacion...
Superrr
siguela pronto
:D

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