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martes, 26 de abril de 2011

Capítulo 2


A la mañana siguiente, muy temprano, la señora Mills comenzó a iniciar a Ness en sus deberes. Por fortuna, la casa de Harwood Hall, que ya había administrado, era bastante grande, aunque el tacaño barón mantenía la contratación de personal bajo mínimos y las jornadas de trabajo del servicio resultaban agotadoras.

A pesar de que Alysson nunca había trabajado en Harwood, asumió sus obligaciones sin asomo de queja: recogía guisantes y habichuelas del huerto de la cocina, se acercaba hasta el mercado a comprar el tarro de mantequilla que hacía falta para preparar la cena, y disfrutaba de la confianza de trabajar con las demás sirvientas.

Desde que su madre, Charlotte Hudgens Whiting, lady Harwood, muriese tres años atrás, la vida social de las dos hermanas había sido casi inexistente. Cuando su madre cayó enferma, Ness residía en la academia de señoritas de la señora Thornhill. Tras la defunción de aquélla, su padrastro había insistido en que interrumpiera sus estudios, regresara a casa y se hiciera cargo de la administración en lugar de su madre.

A Alysson sí le proporcionaría educación privada. En todo lo relativo a las hijas de su esposa, el barón era avaro en extremo, pero ahora Ness sabía que, además, vivía con la esperanza de acceder a la cama de su hermana.

Un escalofrío le recorrió la espalda. «Ahora Alysson por fin está a salvo», se dijo para tranquilizarse. Pero, en realidad, el robo del collar y la posible muerte del barón se filtraban sobre ellas como una mortaja que oscurecía todos y cada uno de sus días. Aunque en realidad, si el hombre hubiera muerto, ya lo habría leído en los periódicos, y a ella ya la habrían detenido por el crimen.

También podía ser que el barón se hubiera recuperado y, sencillamente, no hubiera comentado nada para evitar el escándalo. Se trataba de un aristócrata obsesionado con su título, heredado a la muerte del padre de las dos jóvenes. Ahora el barón Harwood era él. No desearía mancillar su apellido.

Su mente regresaba una y otra vez al collar. Desde el instante en que Jack Whiting lo vio, quedó prendado de aquella hermosa ristra de perlas entre las que, engarzados, brillaban unos diamantes. Ness creía que tal vez lo había adquirido para su amante, pero luego no fue capaz de desprenderse de él. En cualquier caso, aquel collar siempre había parecido ejercer una curiosa influencia sobre él.

Sin duda, las historias relatadas en voz baja, que hablaban de violencia y pasiones, de inmensas fortunas ganadas y perdidas por su causa, no eran más que leyendas productos de la fantasía.

Aunque… Ness miró alrededor, pensando en la situación por la que atravesaba. Los fogones de carbón que quemaban bajo las ollas de la cocina le calentaban el rostro; no lograba mantener los cabellos de la nuca recogidos en su coleta y se le pegaban a la piel sudorosa. Alysson le vino a la mente, y con ella las intenciones del conde. Por un instante no pudo evitar preguntarse si en la maldición habría algo de cierto.

Ness trabajaba con la señora Mills, revisando todas las tareas de las que debería hacerse cargo como ama de llaves. Entre otras muchas atribuciones, habría de llevar las cuentas, preparar los menús, recibir los pedidos, mantener bien equipada la despensa, tener siempre a punto la ropa de cama y transmitir los encargos de todos los suministros.

No fue sino varias horas más tarde, cuando se disponía a revisar el armario de la ropa de cama en el ala oeste, cuando se encontró con el conde, apoyado en el quicio de la puerta de un dormitorio. No le pasó por alto que era precisamente la habitación en que su hermana cambiaba las sábanas. Su cuerpo se entumeció al momento.

Ness: ¿Necesita algo, señor? -le preguntó, segura de cuáles eran sus intenciones-.

Zac: ¿Cómo? Ah, no, no… estaba sólo… -Observó a Alysson, que en ese momento miraba por la ventana, con el montón de sábanas sucias entre los brazos-. ¿Qué está haciendo su hermana?

Ness se asomó y vio que seguía de pie, inmóvil, como absorta. Entonces Alysson alargó un brazo y, extendiendo un dedo, logró que una polilla se posara en él. Siguió de ese modo, como una estatua, observando el batir de las alas del minúsculo insecto.

A Ness se le encogió el corazón. Necesitaban aquel empleo. Se habían quedado sin dinero, sin alternativas. No tenían ningún otro lugar al que ir.

Ness: No tema, señor. Alysson es muy trabajadora. Ya verá como terminará todas sus tareas. Tal vez tarde algo más que otra, pero lo hace todo a conciencia. Seguro que no tendrá queja de ella.

El conde bajó la vista para mirar a Ness. Sus ojos eran de un color miel poco frecuente, y resultaban algo inquietantes.

Zac: No me cabe duda -dijo, antes de volver a concentrarse en Alysson, que seguía hipnotizada por el lento y delicado movimiento de la polilla-.

Ness se adelantó con paso decidido para plantarse junto a su hermana.

Ness: Alysson, cielo. ¿Por qué no le llevas esas sábanas a la señora Wiggs? Seguro que le vendrá bien tu ayuda con la colada.

Alysson esbozó una venerable sonrisa.

Alysson: De acuerdo.

Al dejar la habitación pasó casi rozando al conde que, con la mirada, siguió sus contoneos femeninos hasta que estuvo en el rellano.

Ness: Como le he dicho, no debe preocuparse por Alysson.

Él volvió a mirarla y esbozó una sonrisa.

Zac: No; tengo la impresión de que usted ya se preocupa por los dos.

Ness no respondió y abandonó también el dormitorio. El corazón le latía con fuerza y se le había encogido el estómago. Debía de ser el miedo a perder aquel trabajo que tanto necesitaban, se dijo. Pero al mirar de reojo, por última vez, a aquel hombre alto, de pelo castaño casi rubio, temió que se tratara de otra cosa.

En el reloj que reposaba sobre la chimenea dieron las doce de la noche. Sentado frente a su escritorio, Zac apenas lo oyó, y siguió concentrado en el círculo de luz que, desde la lámpara de aceite de ballena, iluminaba el libro de cuentas que llevaba revisando desde que había terminado la cena. Cansado, se frotó los ojos y se apoyó en el respaldo de la silla, pensando en lo mucho que se había hundido la fortuna familiar antes de que él se hubiera propuesto sacarla de nuevo a flote.

Hasta la muerte de su padre, no supo jamás la cantidad de problemas a los que éste había tenido que enfrentarse. Zac estaba muy ocupado con sus amigos, bebiendo y pasándolo bien, persiguiendo chicas y haciendo todo lo que le venía en gana. No tenía tiempo para responsabilidades familiares, deberes que, como hijo mayor, en realidad le correspondían.

Pero entonces su padre sufrió el ataque de apoplejía y perdió el habla. Además, la mitad izquierda de su cuerpo quedó paralizada y su rostro, en otro tiempo atractivo, desfigurado. Dos meses después, el conde de Brant murió, y la pesada carga de su condado, que económicamente hacía aguas por todos lados, recayó sobre los anchos hombros de su hijo.

Habían transcurrido dos años desde entonces, y Zac seguía preguntándose si su padre seguiría con vida de haber contado con él para compartir la carga que había llevado solo. Tal vez juntos habrían salvado al menos una parte de los problemas económicos que afectaban a sus propiedades. Tal vez el esfuerzo había sido demasiado para él. En cualquier caso, ya era demasiado tarde. Ya no podía librarse del sentimiento de culpa, que le llevaba a hacer lo que debería haber hecho antes.

En el silencio del despacho oyó el tictac del reloj y suspiró. Se fijó en su propia sombra proyectada en la pared. Al menos sentía cierta satisfacción ante los logros obtenidos: diversas inversiones sensatas decididas en el transcurso de los últimos dos años habían devuelto las arcas de los Brant a un nivel satisfactorio. Había ganado lo suficiente para abordar las reformas necesarias en las tres fincas que pertenecían al condado, y había realizado nuevas inversiones en campos que parecían prometedores.

Sin embargo, con aquello no bastaba. Se sentía en deuda con su padre por haberle fallado cuando lo necesitaba. Zac pretendía compensarlo no sólo recuperando la fortuna de los Brant, sino llevando a la familia a unas alturas hasta entonces desconocidas. Pues no sólo había descubierto que sus dotes para hacer dinero eran destacadas, sino que se había trazado todo un plan financiero, entre cuyos pasos incluía el matrimonio con una heredera, alguna dama distinguida que contribuyera a aumentar las riquezas de su linaje.

No creía que su meta le resultase muy difícil de alcanzar. Zac conocía a las mujeres. Se sentía cómodo en su compañía, le gustaban -jóvenes o viejas, gordas o flacas, ricas o pobres-. Y ellas se sentían atraídas por él. En realidad, ya se había fijado en un par de posibles candidatas. Llegado el momento, no le sería difícil decidir con cuál casarse, pues las dos eran jóvenes, preciosas y muy ricas.

Al pensar en mujeres, le vino a la mente la encantadora chica rubia que dormía arriba. Nunca hasta entonces había seducido a ninguna criada, ni a una criatura de tan obvia inocencia, pero con la bella Alysson estaba dispuesto a hacer una excepción. Cuidaría muy bien de ella. Le proporcionaría una casa cómoda en la ciudad y sería generoso con su asignación, para que se hiciera cargo también de su hermana mayor.

El acuerdo beneficiaría a todos.

Era domingo. El primer día de Ness como ama de llaves oficial en la casa del conde de Brant. Eran ya las primeras horas de la tarde y, hasta el momento, las cosas no estaban saliendo bien. Aunque el conde, al presentarla al servicio, se había referido a ella llamándola «señora Hudgens», Ness sabía que a una joven de su edad le resultaría difícil ganarse la lealtad y el respeto de sus empleados.

Contratar para el puesto a una persona de diecinueve años, los que ella había cumplido recientemente, no dejaba de ser una locura. A los criados no les gustaba nada recibir órdenes de alguien que carecía de experiencia. Aunque no fuera exactamente su caso, Ness comprendía con el paso de las horas que no iban a permitirle demostrar lo contrario.

Por si eso fuera poco, todos los miembros del servicio estaban convencidos de que su puesto lo ocuparía una de las empleadas más veteranas de la casa, la señora Rathbone, que lógicamente se sentía menospreciada y furiosa.

Alysson: ¿Ness? -llegaba corriendo a lo alto de la amplia escalera de caracol. Ni el gorro que llevaba sobre sus rizos rubios, ni la estirada falda negra de seda ni la sencilla blusa blanca lograban apagar el brillo de su precioso rostro-. Ya he terminado de barrer las habitaciones de los invitados. ¿Qué hago ahora?

Ness miró alrededor y se fijó en las flores recién cortadas que daban color a la mesa de la entrada, en el brillo de los suelos de madera. A primera vista, el interior de la mansión parecía limpio, las mesas Hepplewhite brillaban, los hogares parecían libres del polvillo del carbón. Pero, tras una inspección más detallada, había descubierto que había bastantes cosas que mejorar.

A la plata le hacía buena falta un abrillantado, las habitacións de los invitados no se habían aireado en semanas, y había que deshollinar las chimeneas. Las alfombras pedían a gritos una buena sacudida, y a las telas de la casa no les había llegado el aire en siglos.

Se dijo que ordenaría que fueran ejecutándose todas aquellas tareas. No sabía cómo, pero acabaría por ganarse la colaboración de los criados.

Alysson: No he limpiado las habitaciones del ala oeste -apuntó sin moverse de su sitio-. ¿Quieres que suba y barra allí?

Lo cierto era que a Ness no le entusiasmaba la idea. La habitación de lord Brant se encontraba en aquella parte de la mansión, y ella había hecho todo lo posible por mantener a su hermana alejada del señor.

Ness: Mejor baja a la despensa del mayordomo y ayuda a la señorita Honeycutt a abrillantar esa preciosa plata de Sheffield.

Alysson: Está bien, pero…

Zac: A mis aposentos les vendría bien, sin duda, que alguien pasara la escoba -interrumpió el conde, que apareció de pronto en la escalera, justo por encima de Alysson, posando sus extraños ojos azulados sobre el rostro confuso de su hermana-.

Alysson hizo una reverencia, tropezó y estuvo a punto de caer rodando escaleras abajo. Por suerte, el conde reaccionó a tiempo y la sujetó del brazo, ayudándola a recuperar el equilibrio.

Zac: Con calma, querida. No hace falta que te mates por el camino.

El rubor volvió a apoderarse de las mejillas de la chica, ya de por sí sonrosadas.

Alysson: Perdóneme, señor. A veces soy… soy algo torpe. Voy ahora mismo a hacer lo que me ordena.

Dándose media vuelta, subió a toda prisa la escalera y pasó junto al conde, que se volvió para admirar su avance. Su rostro leonino permaneció inmóvil hasta que ella desapareció, y entonces se giró hacia Ness.

Zac: Espero que usted se esté adaptando bien a su nuevo puesto.

Ness: Sí, señor, todo va bastante bien -mintió. Los criados apenas reconocían su existencia, y no estaba segura de lograr que hicieran lo que les pedía-.

Zac: Bien. Si necesita algo, hágamelo saber.

Se dio la vuelta y comenzó a subir la escalera. La preocupación de Ness por su hermana se disparó.

Ness: ¿Señor?

El conde se detuvo.

Zac: ¿Sí?

Ness: Hay… hay un par de cuestiones que me gustaría tratar con usted.

Zac: Un poco más tarde, tal vez… -respondió él ya desde el pasillo, camino de su dormitorio-.

Ness: Se trata de asuntos importantes -insistió siguiéndolo escaleras arriba-. ¿Le importaría dedicarme unos instantes?

Brant se detuvo una vez más y se volvió. Estudió fugazmente el rostro de la joven y adivinó qué pretendía exactamente.

Una tímida sonrisa afloró en el rostro de ella.

Zac: Así que son importantes, ¿eh? En ese caso, bajaré en quince minutos.

Al llegar a la puerta de sus aposentos, Zac, todavía con la sonrisa en los labios, meneó la cabeza divertido. Aquella nueva ama de llaves tenía carácter, había que reconocerlo. Se trataba de una joven atrevida, y demasiado astuta para su gusto. La puerta estaba abierta. Su mirada se fijó al momento en la sublime criatura del gorro que pasaba la escoba con movimientos ligeros y rápidos, amontonando el escaso polvo que encontraba en aquel suelo de roble cuidadosamente barnizado.

Era demasiado guapa. Y a diferencia de su hermana, ligeramente impertinente, mostraba hacia él un respeto contiguo en el temor. Se preguntó qué podía hacer para tranquilizarla.

Dio un paso al frente y volvió a detenerse, pues la chica no se había percatado de su presencia e involuntariamente le concedía, así, el placer de contemplarla un poco más. La escoba siguió moviéndose hasta que Alysson hizo una pausa para admirar una cajita de música plateada que decoraba su escritorio. Levantó la tapa y, al oír las primeras notas de una canción de cuna de Beethoven, pareció transformarse.

Empezó a mecerse, usando la escoba a modo de pareja de baile, tarareando la melodía con su voz melodiosa. Zac observó sus delicados y ligeros movimientos, pero en lugar de sentirse cautivado por ella, como le había sucedido el primer día, se descubrió frunciendo el ceño. Por más encantadora que fuera, espiarla de aquel modo era como mirar por la cerradura de un reino privado, de cuento de hadas, como ver jugar a una niña. Aquel pensamiento no le gustó nada.

En ese instante ella se volvió y lo vio. Dio un respingo y cerró la cajita.

Alysson: Lo… lo siento mucho, señor… pero es tan… tan bonita. La abrí y la música empezó a sonar y… bueno… espero que no se enfade conmigo.

Zac: No -respondió él meneando ligeramente la cabeza-. No me enfado.

Ness: ¿Señor?

Al oír el tono brusco de Vanessa Hudgens, el conde arqueó las cejas y se giró. Al comprobar la fiereza de su rostro, sonrió para sus adentros.

Zac: ¿Qué sucede ahora, señora Hudgens? Creo haberla informado de que bajaría en quince minutos.

Ness cambió su expresión por otra más amable.

Ness: Así es, señor, pero el caso es que tenía que pasar por aquí de todos modos para traer esta ropa recién lavada, y se me ocurrió que podía ahorrarle el esfuerzo de bajar.

Como prueba de sus palabras levantó la cesta con la ropa, que desprendía un perfume de jabón, de tejidos acicalados, y el toque de algo femenino.

Zac: Sí, bien, es usted extraordinariamente considerada.

Y bastante imaginativa. Se trataba de una criatura protectora, de ello no había duda.

Tras dedicar una última mirada a Alysson, cuyo rostro, aun falto de color, seguía poseyendo una belleza sublime, distinta a todo lo que había visto hasta entonces, Zac cerró la puerta y dejó a la joven sola, para que terminara sus tareas. Siguió a Vanessa Hudgens hasta el rellano y se detuvo junto a un candelabro dorado que sobresalía en la pared.

Zac: De acuerdo, señora Hudgens, veamos esos asuntos tan importantes que desea tratar conmigo… -Supuso que la chica habría tenido tiempo de idear algo en los momentos en que había temido por la inocencia de su hermana. Sintió curiosidad-.

Ness: Para empezar, está el tema de la plata. Supongo que desea mantenerla permanentemente abrillantada.

Él asintió, muy serio.

Zac: Sin duda. ¿Qué sucedería si llegara algún invitado y el servicio del té no se encontrara en perfectas condiciones?

Ness: Exacto, señor. -Posó la vista en la puerta tras la que Alysson seguía trabajando. Hasta ellos llegaba su canturreo amortiguado-. Y también debemos tratar el asunto de las habitaciones de los invitados.

Zac: ¿Las habitaciones de los invitados?

Ness: Deben airearse sin falta… si es que da usted su aprobación, por supuesto.

Él contuvo la risa y conservó su gesto serio.

Zac: Airearse… por supuesto. No entiendo cómo no se me ha ocurrido antes.

Ness: Entonces… ¿cuento con su permiso?

Zac: Desde luego. -Como si Vanessa Hudgens necesitara contar con él para cualquier cosa que se propusiera-. Cree usted que si un invitado respirara un aire no del todo puro, la ofensa sería grave, ¿verdad?

Ness: Y las chimeneas. Es importante que…

Zac: Proceda con ellas como considere oportuno. Mantener limpia la casa es fundamental. Ésa es la razón por la que he contratado a una persona tan capaz como usted. Y ahora, si me disculpa…

Ness abrió la boca, creyendo que el conde iba a regresar a la habitación donde estaba su hermana, pero la cerró al comprobar que se dirigía a la escalera. Riendo para sus adentros, Zac se dirigió camino de su gabinete. A sus espaldas oyó un suspiro de alivio.

Sonrió. No estaba seguro de qué debía hacer con aquellas dos hermanas, pero había algo de lo que estaba seguro: desde que habían aparecido en su vida, no había conocido el aburrimiento.

Ness se levantó temprano a la mañana siguiente. Como correspondía a su puesto de ama de llaves, sus aposentos, que se encontraban en la planta inferior de la casa, junto al pasillo central, eran espaciosos y agradables, e incluían un saloncito bien amueblado y una cama de colchón cómodo, con almohadón. Sobre la cómoda descansaban una palangana y un lavabo decorados con flores de lavanda. Sobre los tragaluces colgaban bellos cortinajes de tela blanca.

Ness vertió agua en la palangana, realizó sus lavados matutinos y se acercó al conjunto de larga falda negra y blusa blanca que componía el uniforme de diario. Arqueó las cejas al sostener ambas piezas, pues se percató de que no se trataba de las que había dejado colgadas tras la puerta la noche anterior.

No. Las que se disponía a vestir estaban recién lavadas y desprendían un penetrante olor a jabón. Cuando las sacó del colgador crujieron de tan tiesas; parecían hechas de madera y no del fino algodón con que habían sido tejidas.

«¡Por la Virgen María! De todas las chiquilladas…» Ness se interrumpió. No sabía cuál de los miembros del servicio lo habría hecho, aunque lo más probable era que se tratara de la señora Rathbone, la más veterana. La antipatía que sentía por Ness era un caso claro de envidia, aunque no importaba. Les caía mal a todos. Seguramente pasaban más de media mañana ideando la manera de echarla. Ignoraban con qué desesperación necesitaba el trabajo, la falta que les hacía el dinero a su hermana y a ella.

No podían saber que incluso podían ser fugitivas de la justicia.

Al menos a Alysson sí parecían haberla aceptado. Lo cierto era que su hermana resultaba tan dulce y generosa que casi todo el mundo la acogía de buen grado. Era a ella, a Vanessa, a quien consideraban un problema, de quien querían deshacerse. Sin embargo, fuera lo que fuese lo que los demás creyeran, le hicieran lo que le hiciesen, no pensaba dejar su puesto.

Apretando los dientes, se puso la blusa y se abrochó los pasadores de los faldones, que crujían con cada movimiento. Las mangas de la blusa le raspaban los brazos, y el cuello se le hincaba en la nuca.

Oía el roce de su propia ropa a cada paso que daba. Al pasar frente a un espejo de marco dorado que colgaba en el vestíbulo, comprobó lo horrible de su aspecto. Sus brazos, rígidos, parecían alas, y la falda se movía adelante y atrás como una vela negra congelada.

Zac: Por el amor de Dios, ¿qué…?

A Ness se le heló la sangre al oír la voz grave del conde, y al volverse lo vio acercarse con las cejas arqueadas y gesto de incredulidad. «¡Qué mala suerte!» ¿Es que aquel hombre no tenía nada mejor que hacer que acechar por los pasillos?

Zac se detuvo delante de ella, se echó atrás y cruzó los brazos sobre su ancho pecho.

Zac: Tal vez, señora Hudgens, cuando el otro día me formulaba aquellas preguntas sobre el mantenimiento de la casa, debería haberme pedido consejo sobre la colada. Le habría recomendado planchar un poco menos la ropa.

Ness sintió que se ruborizaba. Su aspecto era del todo ridículo, y tal vez por eso mismo el conde se viera incluso más atractivo de lo que le había parecido el día anterior.

Ness: Señor, de la colada no me ocupo yo. Aun así, le aseguro que en el futuro velaré por que las personas por usted contratadas reciban una mejor formación al respecto.

Zac esbozó un indicio de sonrisa.

Zac: Una idea muy sensata.

Pero no hizo gesto de marcharse, sino que se mantuvo en el mismo sitio, sonriendo, de modo que ella decidió sostenerle la mirada y levantar la barbilla.

Ness: Si me disculpa, señor.

Zac: Por supuesto, imagino que tendrá mucho que airear y abrillantar.

El rubor asomó de nuevo a las mejillas de Ness. Dio media vuelta y se alejó, tratando de ignorar las risitas que oyó a sus espaldas, y de no hacer caso del frufrú de sus faldones.

Sin dejar de sonreír, pensando todavía en Vanessa Hudgens vestida con aquella ropa tan tiesa, Zac se dirigió al gabinete. Esa mañana tenía una reunión con el coronel Howard Pendleton, del Ministerio de la Guerra. El coronel había sido buen amigo de su padre y había mantenido una estrecha relación profesional con su primo Andrew.

Además de las horas invertidas en la reconstrucción del patrimonio familiar, Zac había dedicado mucho tiempo a la localización de Andrew Seeley, que además de pariente era su mejor amigo. Se trataba del segundo hijo de Malcom Seeley, marqués de Belford. Su madre era tía de Zac. Cuando Priscilla y Malcom Seeley murieron tras el accidente del carruaje que los llevaba al campo, lord y lady Brant se habían hecho cargo de los hijos de los marqueses, Charles, Andrew y Ashley, y los habían educado como si fuesen suyos.

Al no tener hermanos, Zac y sus primos habían creado vínculos muy estrechos. Había habido peleas entre ellos, como era natural, algún puñetazo en la nariz, un brazo roto en el transcurso de una lucha en la que habían acabado cayendo a un arroyo. Zac habría recibido un severo castigo si Andrew no hubiera jurado que había caído al agua de manera accidental y que Zac se había lanzado tras él para rescatarlo.

El incidente había terminado de forjar la amistad entre ellos, a pesar de que Andrew era dos años menor. Tal vez para probarse a sí mismo, se había alistado en la Armada tan pronto se graduó en Oxford. De aquello hacía ya nueve años. Ahora ya llevaba tiempo fuera de la Marina, aunque seguía al servicio de Su Majestad. Andrew Seeley capitaneaba el barco Sea Witch, sirviendo a Gran Bretaña como corsario.

O al menos eso había hecho hasta que tanto él como su buque habían desaparecido.

Alguien llamó suavemente a la puerta del gabinete. Simon, el rechoncho mayordomo, entreabrió la puerta y asomó la cabeza.

Simon: El coronel Pendleton está aquí, señor.

Zac: Hazlo pasar.

Instantes después entró un hombre de pelo canoso, vestido con su capa roja de oficial. Los botones dorados de su chaqueta brillaban con intensidad. Zac rodeó su escritorio para acudir a su encuentro.

Zac: Me alegro de verle, coronel.

Pendleton: Yo también a usted, señor.

Zac: ¿Desea beber algo? ¿Coñac? ¿Té?

Pendleton: No, gracias, me temo que no dispongo de mucho tiempo.

A Zac tampoco le apetecía tomar nada, pues su mente estaba con Andrew y su creciente preocupación por él. Llevaba casi un año buscándolo, negándose a contemplar la posibilidad de que el barco y la tripulación hubiesen naufragado durante alguna tormenta. Andrew era un capitán excelente, o eso creía Zac. Debía de haberle sucedido otra cosa.

Los dos hombres tomaron asiento en las cómodas butacas de piel, frente a la chimenea, y Zac fue al grano.

Zac: ¿Qué noticias trae, Howard?

El coronel esbozó una sonrisa.

Pendleton: Buenas noticias, señor. Hace tres días, uno de nuestros buques, el Victor, arribó a Portsmouth. En él viajaba un pasajero civil que responde al nombre de Edward Legg, y que asegura haber sido miembro de la tripulación del capitán Seeley.

A Zac le dio un vuelco el corazón. Se inclinó hacia delante.

Zac: ¿Y que contó de Andrew y su barco?

Pendleton: Ésas son las buenas noticias. Legg afirma que, en el transcurso de su última misión, dos buques de guerra franceses aguardaban frente a las costas de El Havre. Alguien les había informado de la llegada del capitán Seeley, al menos eso cree Legg. Se libró una batalla y el Sea Witch quedó tan dañado que acabó hundiéndose, aunque casi ningún tripulante murió. Prácticamente todos fueron hechos prisioneros, incluido el capitán Seeley.

Zac: ¿Y cómo acabó Legg a bordo del Victor?

Pendleton: Al parecer, una vez llegaron a tierra firme, Legg y otro marinero consiguieron escapar. El otro hombre murió como consecuencia de las heridas que recibió durante el enfrentamiento, pero Legg llegó a España, donde se encontró con el Victor, que regresaba a Inglaterra.

Zac: ¿Explicó dónde llevaron a Andrew?

Pendleton: Me temo que no lo sabe.

Zac: ¿Hirieron a mi primo durante el combate?

Pendleton: Legg informó de que el capitán sufrió una herida de sable y otras varias, pero que no cree que fueran tan graves como para matar a un hombre como Seeley.

Zac rogó que Legg estuviera en lo cierto.

Zac: Necesito hablar con él. Cuanto antes.

Pendleton: Me encargaré de los preparativos.

Hablaron un rato más, hasta que Zac se levantó, dando por terminada la visita.

Zac: Gracias, coronel.

Pendleton: Me mantendré en contacto -respondió avanzando hacia la puerta-.

Zac asintió. Andrew vivía, estaba seguro. El niño que no había derramado ni una lágrima cuando le enderezaban el hueso roto del brazo se había convertido en un hombre todavía más duro.

Y, allá donde estuviera, Zac estaba dispuesto a encontrarlo.


1 comentarios:

Carolina dijo...

termine!!
lo logre xD!
bueno loki!1
continuala q se vinee lo mas interesante 222!
bye loki!!
comenten!!

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