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miércoles, 27 de abril de 2011

Capítulo 3


El problema de la ropa de Ness se resolvió. La señora Wiggs, la lavandera, defendió su inocencia con manos temblorosas cuando se acercó a examinar el uniforme planchado en exceso.

Aquella noche, la mujer se quedó trabajando hasta muy tarde para lavar y planchar las prendas, y a la mañana siguiente se presentó con otro conjunto de blusa y falda que se sumaría al limitado ropero de Ness. En ese caso, la longitud de los faldones sí era la correcta.

Aquel día, todo el servicio, junto con unos deshollinadores jóvenes a los que el ama de llaves había contratado, se hallaba inmerso en la limpieza de las chimeneas. Los días cálidos habían permitido que los ladrillos se enfriaran, de manera que el único peligro al que se enfrentaban los mozos era una accidental caída desde una altura de tres pisos.

Sin embargo, según descubrió Ness, las probabilidades de que eso sucediera eran escasas pues, como un grupo de monos, trepaban por los ladrillos con tal soltura que su trabajo, sin serlo, parecía sencillo. Varios criados hacían las veces de asistentes, entre ellos la señora Rathbone. Mientras los deshollinadores y el servicio trabajaban, Ness se dedicaba a inspeccionar las chimeneas.

Satisfecha con los progresos en el salón Azul, se trasladó al gabinete de Lord Brant, donde éste había estado trabajando horas antes. No le había pasado por alto que el conde permanecía muchas horas en aquella habitación, estudiando montañas de papeles y revisando las columnas de sumas en los gruesos libros de cuentas colocados en una esquina de su escritorio. En cierto modo, aquella dedicación le sorprendía.

Ninguno de los miembros de la adinerada elite que visitaba Harwood Hall trabajaba lo más mínimo. Hacerlo habría sido rebajarse, por lo que se limitaban a malgastar las sumas que hubieran heredado. El padrastro de Ness se comportaba de igual modo.

Aquel pensamiento despertó en ella una oleada de ira. Jack Whiting, primo de su padre y persona más próxima a heredar el título, no sólo había logrado hacerse con las tierras y la fortuna de los Harwood, sino que había sabido ganarse el afecto de su madre viuda e incluso desposarla, despojándola así de la casa de sus antepasados.

En opinión de Ness, Jack Whiting era -si es que aún seguía con vida- la forma más baja que podía adoptar un espécimen de la raza humana. Se trataba de un ladrón, de un canalla, de un vil ser que abusaba de jovencitas indefensas. Además, durante los últimos años había empezado a sospechar que tal vez fuera responsable de la muerte de su padre. Ness había jurado mil veces que, algún día, Jack Whiting pagaría por todas sus injusticias.

Aunque tal vez ya lo hubiera pagado.

Decidida a no pensar en el barón y en su suerte, Ness se acercó a la chimenea que ocupaba un rincón del gabinete.

Ness: ¿Cómo avanza el trabajo, señora Rathbone?

Rathbone: Parece que en ésta hay más problemas. No sé si desea echar un vistazo usted misma.

Ness se adelantó un poco más, se agachó, metió la cabeza por la abertura y miró hacia arriba justo en el momento en que un deshollinador desprendía un montón de hollín. La boca y los ojos se le llenaron del negro polvillo. Tosió y, al aspirar, éste se le metió por la nariz. Aturdida y congestionada, se retiró de la chimenea y dedicó una mirada asesina a la señora Rathbone.

Rathbone: Parece que ya han resuelto el problema -observó la vieja bruja-.

Se trataba de una mujer flaca, de nariz aguileña y pelo moreno y liso que le asomaba por debajo del gorro. Aunque no sonreía, a sus ojos asomó el inconfundible brillo del triunfo.

Ness: Ya -pactó entre dientes-. Supongo que lo han resuelto.

Se dispuso a abandonar el gabinete, con las manos y el rostro cubiertos de hollín. Con la mala suerte que había tenido hasta el momento, no le sorprendió ver aparecer al conde por la puerta, haciendo esfuerzos por no reírse.

Ness le dedicó una mirada que habría bastado para fulminar a un hombre de menos talla que la suya.

Ness: Sé bien que el señor es usted, pero en este caso le aconsejo que no pronuncie ni una palabra.

Dicho lo cual se alejó, pasando por su lado y obligándolo a apartarse para no mancharse de hollín su entallada chaqueta marrón. Siguió sonriendo, eso sí, pero obedeció los sabios consejos de la nueva ama de llaves y no comentó nada.

De nuevo en sus aposentos, maldiciendo a su padrastro y las circunstancias que la habían llevado a caer tan bajo, Ness se puso la muda del uniforme que la señora Wiggs, tan oportunamente, le había llevado esa misma mañana. Transcurridos unos momentos se arregló y bajó a reanudar sus tareas.

Se le ocurrió que, de todos los miembros del servicio, su único aliado era el mayordomo, Simon, que a pesar de las apariencias era un hombre humilde y bastante ostentoso. Pero Simon apenas hablaba con nadie. No importaba, se dijo Ness, como ya había hecho en ocasiones anteriores. No lograrían echarla.

Zac recuperó su gabinete a los quince minutos. Los deshollinadores se fueron a otra zona de la casa seguidos prudentemente por la señora Rathbone. No estaba seguro de si la anciana había tenido algo que ver con lo sucedido a la nueva ama de llaves, aunque sospechaba que sí.

No le gustaba la idea de que la mayor de las Hudgens tuviera problemas, pero no podía evitar sonreír cada vez que la recordaba negra de hollín, con unos círculos blancos alrededor de aquellos ojos que lo miraban furiosos.

Se notaba que las cosas no le resultaban fáciles. Con todo, Vanessa Hudgens parecía capacitada para hacer frente al trabajo que le había encomendado y él no creía que una intromisión suya fuera bien recibida. Se trataba de una mujercita muy independiente, y eso era lo que admiraba en ella. Se preguntó de dónde habría salido, porque tanto ella como su hermana poseían los modales y el acento que normalmente se atribuía a las clases altas. Tal vez, con el tiempo, aquella información acabaría por aflorar a la superficie.

Entretanto, Zac tenía cosas más importantes de las que ocuparse que de sus sirvientas, por más intrigantes que resultaran. Aquella tarde, su intención era entrevistarse con el marino Edward Legg en relación con el paradero de su primo. La situación de éste ocupaba sus pensamientos, y su intención era explorar todas las vías que pudieran llevar a su regreso.

Zac echó un vistazo al tablero de ajedrez de la esquina, sobre el que seguía en pie una partida inacabada. Las piezas, talladas con confusos motivos, llevaban casi un año en la misma posición. El juego a distancia se había convertido en una tradición entre los dos hombres, y los enfrentamientos tenían lugar siempre que Andrew se embarcaba. En las cartas que enviaba a Zac, Andrew le escribía sus movimientos y, en sus respuestas, el conde le informaba de sus contraataques. Su nivel de destreza era similar, aunque Zac había ganado dos de las tres últimas partidas que habían disputado.

En la que libraban ahora, Zac había movido su reina y enviado la información en una carta, que un mensajero militar había hecho llegar a Andrew. Pero nunca había recibido respuesta. El tablero seguía en su rincón como recordatorio silencioso de la desaparición de su primo. El conde había ordenado que nadie tocara las piezas hasta el regreso de Andrew. ¿Cuándo se produciría éste?, se preguntó entre suspiros.

Sentándose a su escritorio, se concentró en el montón de papeles que debía revisar, inversiones que examinar y cuentas que repasar. Con todo, no tardó en distraerse y su mente regresó una vez más a la cómica escena presenciada un rato antes en ese mismo gabinete.

Una tímida sonrisa se instaló en sus labios al recordar que su ama de llaves había tenido la insolencia de darle una orden, y que él, con buen criterio, la había obedecido.

Al menos, el aspecto de la casa empezaba a mejorar. Los suelos de la planta baja brillaban tanto que Ness veía en ellos su propio reflejo, y la plata brillaba de nuevo. Lograr que los criados terminaran las tareas que tenían encomendadas era como pedir manzanas al olmo, o como fuera aquel refrán. Con todo, poco a poco, empezaban a verse algunos resultados.

Y Alysson parecía feliz en su nuevo hogar. Por el momento, los temores de Ness sobre las intenciones del conde no se habían materializado. Tal vez estuviera demasiado ocupado para prestar atención a una joven sirvienta, por más guapa que fuera. Aun así, no se fiaba de él. Lord Brant era un hombre soltero, muy varonil, y era posible que se tratara de otro pervertido con malas intenciones hacia Alysson.

La cena había terminado. Como muchos otros sirvientes, Alysson se había retirado a su dormitorio a descansar, pero Ness seguía recorriendo los pasillos oscuros. No tenía ni pizca de sueño; quizás era su padrastro quien agitaba sin cesar sus pensamientos. ¿Y si lo había matado sin querer? En aquel momento no había tenido otra salida.

Claro que, si había muerto, las autoridades habrían iniciado una investigación para dar con su asesino, o incluso ya la habrían localizado. No había leído nada en los periódicos, aunque lo cierto era que no siempre había podido consultarlos desde su llegada a Londres, ocupada como había estado en sobrevivir.

Tal vez un libro le ayudaría a conciliar el sueño. Confió en que al conde no le importara que tomara uno prestado, así que cogió la lámpara de aceite y subió por la escalera. Al pasar junto al gabinete de lord Brant, camino de la biblioteca, se dio cuenta de que éste se había dejado encendido la lámpara del escritorio. Entró para apagarla, y fue entonces cuando se fijó en el tablero de ajedrez de la esquina.

Ya lo había visto con anterioridad, había admirado el exquisito trabajo de talla, las piezas de marfil y caoba, se había preguntado cuál de los conocidos del conde sería su contrincante. Pero los días transcurrían y las piezas seguían en el mismo sitio.

Ness se acercó a él. El ajedrez se le daba muy bien, su padre le había enseñado a jugar, y antes de su muerte se enfrascaban a menudo en largas partidas. No pudo resistir la tentación de sentarse en una de las sillas de adornado respaldo para estudiar los movimientos que habían hecho el conde y su misterioso rival.

Al fijarse mejor comprobó que, aunque aquellas piezas se encontraban libres de polvo, habían dejado unos círculos bajo las bases, prueba de que llevaban bastante tiempo en la misma posición.

Ness estudió el tablero. Tras decidir que las piezas de ébano debían de ser las del conde -no sabía por qué, pero le pareció que le iban mejor-, y movida por su innato espíritu de competición, se inclinó y movió un caballo de marfil, situándolo en una casilla que amenazaba a un alfil negro.

Debía volver a colocar la pieza en su sitio. Sin duda el conde se enfadaría si descubría que ella la había movido, pero una maliciosa parte de sí misma no le dejaba hacerlo. Se decía que, de querer, el conde siempre podía reponer el caballo donde estaba. Y si se quejaba, siempre podría alegar que, al quitarle el polvo, lo habían cambiado de sitio sin querer. Así pues, Ness no devolvió la pieza a su posición original.

Al fin, apagó la lámpara del escritorio, cogió su lámpara y, soñolienta, enfiló el camino de su dormitorio.

El acabado dorado de la puerta brilló iluminado por la lámpara que sobresalía a un lado del carruaje de Brant cuando éste se detuvo frente a la mansión. Era más de medianoche. Tras su inútil encuentro de aquella tarde con Edward Legg, que tenía muy poco que añadir a lo que ya había contado con anterioridad -además de extenderse sobre lo caballeroso y valiente que se había mostrado el capitán Seeley durante la batalla de triste final, y sobre lo mucho que él lo admiraba-, el ánimo del conde estaba por los suelos.

Dado que su aproximación a Alysson Hudgens se encontraba en una especie de punto muerto, y que no deseaba volver a los brazos de su última amante, había sentido la inevitable necesidad de visitar la muy exclusiva casa de placer de madame Fontaneau.

Todavía no estaba seguro de qué le había llevado a cambiar de opinión, por qué se había visto a sí mismo ordenando al cochero que se detuviera y lo llevara a su club de caballeros, el White. Pero lo cierto era que allí había pasado varias horas, sentado en un cómodo butacón de cuero, saboreando su coñac, absorto en una partida de whist, ensimismado, perdiendo dinero.

Su buen amigo William Hemsworth, duque de Sheffield, también se encontraba en el White, y había hecho todo lo posible para animar a Zac, aunque con escaso éxito.

Así, el conde había terminado su copa, había pedido su carruaje y regresado a casa. Y ahora, una vez el vehículo se detuvo frente al edificio de ladrillo de tres plantas y el lacayo abrió la portezuela, Zac descendió y entró en su mansión.

Metió los guantes de cabritilla dentro de su sombrero de copa, hecho con pelo de castor, y lo dejó en la mesilla que había junto a la puerta. Miró la escalera, consciente de que debía acostarse, pues tenía que revisar unos documentos importantes a primera hora, antes de la visita de su administrador. Además, últimamente no dormía demasiado bien.

Pero en lugar de dirigirse a la primera planta, tomó la escalera que, desde el vestíbulo, conducía a su gabinete. Anteriormente, no sabía por qué, su mente se había alejado de su deseo de acostarse con una mujer y se había concentrado en el trabajo pendiente, en Andrew y, lo más sorprendente, en sus dos nuevas empleadas.

Esto último le sorprendía en extremo. De haberse tratado sólo de deseo lujurioso por Alysson, lo habría comprendido, pero la encantadora y sutil chica le atraía cada vez menos, mientras que la mayor, aquella hermana algo impertinente, le intrigaba cada vez más.

Era ridículo. Sin embargo, mientras observaba a Alysson Hudgens realizar sus tareas con el aspecto de una princesa de cuento, no podía apartar de su mente la idea de que seducirla sería totalmente injusto. Por lo que respectaba a las mujeres, Zac era un hombre de amplia experiencia, y sabía que Alysson… bueno, no estaba seguro de que la joven conociera siquiera la diferencia entre hombres y mujeres.

A decir verdad, seducirla sería como arrancar las alas a una bella mariposa.

Maldiciéndose por no concederse el alivio sexual que tanto necesitaba antes de regresar a casa, Zac miró de reojo el montón de papeles acumulados sobre el escritorio. Tras quitarse el abrigo y aflojarse el corbatín, se arremangó la camisa y se dispuso a dedicar un par de horas al trabajo.

Al cruzar el gabinete, le llamó la atención el tablero de ajedrez. Frunció el ceño y se acercó a la mesa donde descansaban las piezas, rodeada por dos sillas de alto respaldo.

Estudió todas y cada una de ellas. Sabía muy bien cuál era su posición exacta, las había contemplado en tantas ocasiones que hasta dormido sabría reproducir su colocación en el tablero. Pero hoy había algo distinto, algo que no encajaba del todo. Al darse cuenta de que una pieza no se encontraba en su sitio, Zac fue preso de la ira.

Se dijo que debía estar equivocado, pero al ver que el caballo amenazaba al alfil, recordó el juego que Andrew y él habían iniciado, el juego que tal vez no terminaría jamás, y la tensión se acumuló en su rostro. Seguro de que la pieza la había movido algún criado, abandonó furioso su gabinete y, hecho una furia, descendió la escalera que conducía a las habitaciones del servicio.

El recuerdo de Andrew le amenazaba a continuar, y tras dejar atrás los dos pasillos de la planta inferior de la casa, atravesó la cocina. Al llegar al final y llamar a la puerta del ama de llaves, seguía colérico. No esperó a que ella le respondiera, se limitó a levantar el tirador. Una vez dentro, cruzó la pequeña sala y se plantó en el dormitorio.

Los golpes la habrían despertado. Cuando la puerta del dormitorio se abrió de par en par, estampándose contra la pared, Zac la vio incorporarse de un respingo en su estrecha cama y parpadear asustada.

Zac: Buenas noches, señora Hudgens. Deseo tratar con usted un asunto de suma importancia.

Ness seguía parpadeando.

Ness: ¿Aho… ahora?

Llevaba puesto un fino camisón de algodón blanco, y sus ojos, que por lo general eran de un marrón claro, se veían algo hundidos por el cansancio. También sus labios estaban más hinchados que de costumbre. Una sola trenza negra reposaba sobre el hombro, y varios mechones de pelo le cubrían las mejillas.

A él, hasta ese momento, el ama de llaves le había parecido simplemente atractiva, pero ahora observó que era algo más. Con sus rasgos bien trazados, sus labios carnosos y su nariz recta, patricia, Vanessa Hudgens era una joven encantadora. De no haber quedado prendado por la belleza sobrenatural de su hermana menor, se habría percatado de ello mucho antes.

Ella se movió en la cama, y el corazón del conde empezó a latir con más fuerza. La luz de la luna, que se colaba por la ventana de la habitación, le permitió ver el perfil de sus pechos, las oscuras sombras de sus pezones, el pálido arco de su cuello bajo el lacito rosado con que se ataba el camisón. El deseo le bajó a la entrepierna.

Ness: ¿Señor?

Se obligó a mirarla a la cara y vio que ella lo contemplaba como si él hubiera perdido el juicio. En ese instante, la ira volvió a hacer acto de presencia en su interior.

Zac: Sí, señora Hudgens, debemos tratar este asunto ahora mismo, en este mismo momento.

Vanessa parecía haber despertado al fin. Bajó la mirada y fue consciente de su semidesnudez, y entendió que había un hombre junto a su cama. Soltando un gritito, levantó las sábanas y se cubrió sus apetecibles senos.

Ness: ¡Lord Brant, por el amor de Dios! Es noche cerrada. ¿Acaso debo recordarle que resulta del todo inadecuado que se encuentre usted en mi dormitorio?

Del todo inadecuado, y de lo más excitante.

Zac: Tengo un motivo, señora Hudgens. Como ya le he dicho, deseo tratar con usted un asunto de vital importancia.

Ness: ¿Y de qué se trata?

Zac: Sin duda la señora Mills le habrá informado en relación con mi tablero de ajedrez.

Vanessa estaba echándose hacia atrás, arrastrando consigo las mantas, y se detuvo a medio camino al oír aquellas palabras, antes de seguir hasta que sus hombros tocaron el cabecero.

Ness: ¿Qué sucede con él?

Zac: La señora Mills y el resto del servicio recibieron órdenes estrictas de no mover las piezas en ninguna circunstancia.

Ness: ¿Me está diciendo que alguien ha desobedecido esa orden?

Zac: Exacto, señora Hudgens, y espero que encuentre usted al culpable y se asegure de que no vuelva a hacerlo.

Ness: ¿Ha entrado usted en mi habitación a las… -se giró para consultar la hora en un pequeño reloj que descansaba sobre la cómoda- tres y media de la madrugada porque alguien ha cambiado de sitio una pieza del ajedrez? No veo que sea un asunto de tanta importancia como para ello.

Zac: Lo que usted vea o deje de ver no me interesa. No quiero que nadie mueva esas piezas hasta que mi primo regrese.

Ness: ¿Su primo?

Zac: Exacto. Andrew Seeley, capitán del Sea Witch. Tanto él como su tripulación están desaparecidos.

Ness guardó silencio y luego dijo:

Ness: Lo siento. -Zac no estuvo seguro de lo que ella adivinaba en su rostro, pero sin duda sus rasgos se habían suavizado-. Debe de estar muy preocupado por él.

Fue su manera de decirlo, o tal vez el modo de mirarlo al pronunciar las palabras. El caso fue que su ira desapareció, como si se hubiera escurrido por un agujero.

Zac: Sí, lo estoy, y agradezco su comprensión. En cualquier caso, si descubre usted al hombre que ha movido la pieza, le ruego que le ordene a no hacerlo de nuevo.

Ella lo miró allí, a la luz de la luna, y se fijó en el cansancio que afloraba a su rostro.

Ness: Tal vez sería mejor terminar la partida, señor. En ocasiones los recuerdos causan más mal que bien. Siempre podrá comenzar otra nueva cuando el capitán Seeley regrese.

A él ya se le había ocurrido esa idea. El tablero se había convertido en un recordatorio siniestro, en un elemento que le obsesionaba y no le permitía olvidar la desaparición de Andrew, su posible muerte.

Zac: Haga lo que le pido, señora Hudgens -insistió-.

Zac se fijó por última vez en la chica, que seguía cubierta en la cama, y pensó en lo muy apetecible que resultaba. A la luz de la luna, sus ojos brillaban como dos gotas de miel, luminosos, y mantenía los labios apretados, como en un puchero. Deseó apartar aquellas mantas y levantarle el camisón, regalarse la vista con aquel cuerpo delicioso que se insinuaba bajo la tela de algodón. Ansió desanudar la cinta con que se sujetaba la trenza, pasar los dedos por sus gruesos mechones oscuros.

Su cuerpo se hinchó de deseo, y se dio la vuelta. Salió de la habitación meneando la cabeza, preguntándose qué le pasaba últimamente. Nunca había sido de los que perseguían a las criadas pero en los últimos tiempos dos de ellas habían despertado su deseo.

No. No era eso. Una de ellas había estimulado su apreciación de la belleza, como un jarrón bellamente elaborado o una pintura exquisita. La otra lo intrigaba con su naturaleza descarada y protectora en grado superior. Ahora que la había visto en ropa de cama, también había despertado su lujuria.

Debería haber ido a casa de madame Fontaneau, se reprochó mientras subía la escalera. Pero el caso era que prefería mantener una relación con las mujeres con las que se acostaba. Al llegar al último peldaño, volvió a pensar en Vanessa Hudgens.

Amber Landers ya no formaba parte de su vida. Necesitaba otra amante. Ahora que se había desvanecido el deseo que había creído sentir por Alysson, empezaba a pensar que tal vez se hubiera fijado en el blanco equivocado. Si Alysson era tímida y asustadiza, Vanessa era audaz y no parecía sentir el menor temor ante él. Bajo su apariencia fría, percibía una naturaleza apasionada.

Por supuesto, cuidaría de ella, la mantendría como una princesa y le daría todos sus caprichos. Ella podría ocuparse de Alysson, que parecía su preocupación principal. En el fondo, les haría un favor a las dos.

Sí, Vanessa suponía un reto mucho mayor que el de su dulce e inocente hermanita. En realidad, a juzgar por la fiereza de su mirada cuando él había irrumpido en la habitación, la caza de aquella pieza no iba a resultarle fácil. Pero a él le encantaban los desafíos, y al final la haría suya. Sería mejor que Vanessa Hudgens se resignara a su suerte.

A la mañana siguiente, Ness continuó sus tareas, realizó el inventario de la bodega y recibió los pedidos del carnicero y el lechero, en todo momento intentando apartar de su mente la aparición del conde en su habitación la noche anterior.

Pero cuando la recordaba, el corazón le latía con fuerza. Dios mío, qué enfadado estaba. Seguro que su reacción no podía deberse sólo a que hubiera movido una pieza del ajedrez.

Era más probable que se debiera a su preocupación por ese primo que al movimiento de la pieza en sí. Sin duda los dos hombres eran íntimos amigos. Ella sabía bien lo que era perder a un ser querido; se había quedado sin padre y, al poco, sin madre. Conocía el dolor que se sentía.

Aun así, no lamentaba haber movido la pieza. Tal vez, en cierto modo, aquel estallido de ira le había venido bien a su jefe, le había ayudado a expresar su impotencia. Recordaba su mirada echando chispas, sus ojos azulados encendidos por la rabia y la frustración.

No llevaba puesta la chaqueta, iba arremangado y mostraba unos antebrazos fuertes. Los boxers negros le ceñían la cintura y marcaban la sólida musculatura de sus muslos. Respiraba con fuerza, y el pecho, ya musculoso en condiciones normales, se dilataba aún más.

Por más furioso que estuviera, era la primera vez que la miraba de verdad desde que se habían conocido. Y el calor que adivinó en sus ojos azules le hizo sentir que sus huesos se derretían lentamente. Le pareció que el corazón se le salía por la boca, que su cuerpo estaba a punto de echar humo. Y entonces, para sacrificio suyo, sus pezones se habían erguido bajo el camisón.

En secreto, ya se había mostrado preocupada por el curioso cosquilleo que sentía cada vez que se encontraba con lord Brant. Ahora, Dios, sus peores temores quedaban confirmados. ¡Se sentía atraída por el conde!

Resultaba ridículo, absurdo. Ni siquiera estaba segura de que le gustara. Lo cierto era que no se fiaba de él y, además, se trataba de un conde, mientras que ella no era más que una sirvienta. Incluso como hija de barón, lord Brant era el último hombre por quien ella debería sentir interés.

¿Acaso no había sido aquella misma mañana cuando había pillado a la señorita Honeycutt en la despensa del mayordomo riéndose al escuchar la historia que le contaba Alice Payne, camarera de la vizcondesa de Westland?

-Alice dice que está hecho un semental. Dice que es capaz de cabalgar toda la noche y que por la mañana quiere más. Mi señora confiesa que quedó dolorida una semana entera la última vez que la mandó llamar-.

Como toda joven, Ness esperaba casarse algún día. Siempre había imaginado que lo haría con un hombre amable y considerado, con un caballero, con un hombre que se pareciera a su padre, que jamás había pronunciado una palabra más alta que otra en presencia de sus hijas y su esposa. Sin duda no con un hombre como Brant, de temperamento fogoso y fogosas pasiones.

Por suerte, exceptuando las miradas encendidas que le había dedicado la noche anterior -debidas, no le cabía duda, a los instintos naturales masculinos en presencia de una joven semidesnuda-, lord Brant sólo tenía ojos para Alysson. En ese sentido, Ness rezaba por poder mantenerse vigilante. Si el conde era tan vicioso como parecía, o incluso menos, su hermana seguía en peligro.

Ness estaba más decidida que nunca a aumentar esfuerzos para proteger a Alysson de lord Brant.




Espero que os esté gustando. La novela es buena de verdad, y si a veces hay pocos diálogos, que no os de pereza, haced un esfuerzo en leerla que os gustará, y me lo tenéis que hacer saber con comentarios, que se ven muy poquitos. Cada vez se pondrá mas interesante, ya veréis. ¡Comentad mucho eh! ^_^
¡Bye!
¡Kisses!

2 comentarios:

Carolina dijo...

este hombre kiere con todas xD!
no mentira! ia veran xq muahaha!!
esta muy interesante y se viene mejor!!
me ha encatado loki!!
y comenten mucho q eso le hace feliz
sigan la fundacion "Pongan una sonrisa en la cara de Ali" xD esperamos sus donaciones (coments) ;)

LaLii AleXaNDra dijo...

ME encanta...
Quede O_o, esta superrr..
amo tu nove...
Super que zac ya ve a vanessa con otros ojos hahaha
esta super...
ya quiero ver el otro capitulo..
muaccc
siguela pronto
:D

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