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lunes, 25 de abril de 2011

Capítulo 1


Londres

Dos meses después

Tal vez fuera a causa del collar. Ness jamás había creído en la maldición, claro, pero todos en la pequeña aldea de Harwood conocían la leyenda de aquella joya. La gente la contaba entre susurros. Temerosa, codiciaba y sentía un miedo reverencial por aquella magnífica obra de bisutería creada en el siglo XIII para la novia de lord Fallon. Se decía que aquella gargantilla -el Collar de la Novia- podía proporcionar a quien la poseyera una suerte sin fin, o hacer que sobre ella recayera la más insoportable de las desgracias.

Todo ello no había bastado para desanimar a Ness, que de todos modos la había robado, y la había vendido a un prestamista de Dartfield por una suma que les había permitido escapar.

Pero de aquello hacía ya casi dos meses, antes de su llegada a Londres. La cantidad que se había visto obligada a aceptar era ridícula, y apenas les quedaba ya dinero.

Al principio confiaba en encontrar trabajo como institutriz en la residencia de alguna familia amable y respetable, pero de momento no lo había logrado. Las pocas ropas que habían conseguido llevarse la noche de su huida eran modernas, sí, pero los dobladillos de Ness empezaban a deshilacharse, y en la capa de tela de Alysson, de color albaricoque, habían aparecido ya unas primeras manchas apenas perceptibles. Aunque sus modales y su modo de expresarse eran los que correspondían a dos jóvenes de clase alta, Ness no contaba con cartas de recomendación ni referencias y, sin ellas, le habían cerrado todas las puertas a las que había llamado.

Su grado de desesperación se asemejaba cada vez más al que había sentido en Harwood Hall.

Alysson: ¿Qué vamos a hacer, Ness? -preguntó, alimentando aún más la marea de autocompasión que se apoderaba de ella-. El señor Jennings dice que nos echará si no pagamos el alquiler esta semana.

Ness se estremeció al pensarlo. En Londres había visto cosas que prefería olvidar, a niños sin hogar que recogían restos de comida junto a los arroyos, a mujeres que vendían sus frágiles cuerpos a cambio de unas míseras monedas para sobrevivir un día más. La idea de que las expulsaran de su último refugio, el minúsculo desván de una sombrerería, de acabar compartiendo la calle con chusma de todo tipo y condición, se le hacía insoportable.

Ness: No te preocupes, cielo, no pasa nada -le respondió al fin, poniendo, una vez más, buena cara al mal tiempo-. Todo en este mundo tiene solución.

Con todo, la propia Ness empezaba a dudarlo.

No sin esfuerzo, Alysson logró esbozar una sonrisa.

Alysson: Ya sé que se te ocurrirá algo. Como siempre.

Con sus diecisiete recién cumplidos, Alysson era dos años menor que su hermana, aunque varios centímetros más alta. Ambas eran delgadas, aunque era la menor quien había heredado la deslumbrante belleza física de su madre.

Sus cabellos, rubísimos y ondulados, le llegaban casi hasta la cintura, y su piel era suave y pálida como la de una Venus de mármol. Tenía los ojos tan azules que, a su lado, incluso los célebres cielos de Kent palidecían. Si un ángel llevara un vestido de tela color albaricoque y se abrigara con una capa gruesa, se parecería mucho a Alysson Whiting.

Ness se veía a sí misma menos llamativa, con su pelo negro, más grueso, que se le rizaba en los momentos menos oportunos, sus ojos marrón claro y su piel morena. Aunque no sólo las diferenciaba su aspecto.

Alysson era distinta. Siempre lo había sido. Habitaba en un mundo invisible a ojos de los simples mortales. Ness la consideraba un ser etéreo, la clase de niña que jugaba con hadas madrinas y que conversaba con gnomos. No es que lo hiciera, pero su aspecto así lo sugería. Lo que Alysson no parecía capaz de hacer era cuidar de sí misma con responsabilidad, tarea que recaía sobre su hermana mayor.

Por eso habían huido de la casa de su padrastro, habían llegado a Londres y ahora se enfrentaban a la amenaza de terminar en la calle. Eso por no hablar del delito de robo -y quién sabía si por el de asesinato- por el que sin duda las perseguía ya la justicia.


Una suave brisa de agosto recorría el Támesis y aliviaba el calor que ascendía de las calles empedradas de la ciudad. Cómodamente instalado en su cama con dosel, Zachary Efron, quinto conde de Brant, se apoyó en el cabecero de madera labrada. Frente a él, Amber Landers, vizcondesa de Westland, permanecía sentada, desnuda, mirándose al espejo mientras se alisaba el pelo rubio platino con un cepillo de plata.

Zac: ¿Por qué no dejas ya ese cepillo y vuelves a la cama? -le ordenó-. Si dentro de nada tendrás que peinarte de nuevo.

La vizcondesa se volvió y le dedicó una sonrisa pícara, separando sus labios de rubí.

Amber: Creía que tal vez no te interesarías por mí tan pronto. -Con sus ojos recorrió el cuerpo del conde, los músculos que daban forma a su pecho, la fina línea de vello que se estrechaba a la altura del vientre y seguía el descenso hasta su sexo. Abrió mucho los ojos al constatar su grado de excitación-. Hay que ver lo equivocada que estaba.

Se puso en pie y avanzó hacia él. El pelo largo, rubio, se mecía a ambos lados de su cuerpo seductor, y era lo único que lo cubría en parte. La emoción de Zac iba en aumento.

Amber era viuda, una viuda joven y elegante con quien el conde llevaba viéndose unos meses. También se trataba de una mujer caprichosa y egoísta, que al poco había empezado a convertirse más en un problema que en una diversión. Zac creía que tal vez hubiera llegado el momento de poner fin a su romance.

Aunque no ese día. Todavía no.

Ese día había robado un par de horas al montón de papeles que estaba estudiando, pues necesitaba divertirse un poco. Si no para otras cosas, Amber sí le servía de distracción.

Se retiró el pelo por detrás de los hombros antes de subir al mullido colchón de plumas.

Amber: Deseo ponerme encima –ronroneó-. Vas a retorcerte de placer.

Lo que deseaba era lo mismo que deseaba siempre, una sesión de sexo salvaje, y él se sentía más que dispuesto a complacerla. El problema era que, últimamente, al terminar, él se sentía cada vez más insatisfecho. Se decía a sí mismo que había llegado el momento de buscar nueva compañía femenina. Pensarlo le elevaba la moral, y alguna otra parte de su anatomía. Con todo, en los últimos tiempos, ni la emoción de la caza amorosa parecía atraerle.

Amber: Zac, no me escuchas -protestó la vizcondesa, retorciéndole el vello pectoral-.

Zac: Perdona, tesoro -se excusó, aunque sabía de sobra que nada de lo que ella dijera podía interesarle lo más mínimo-. Estaba distraído admirando tus preciosos pechos.

Dicho esto, se concentró aún más en ellos, acercándoles la boca, y restregando su erección contra su cuerpo lascivo.

Amber gimió y empezó a retorcerse, mientras Zac se perdía en los dulces encantos de su cuerpo. Amber llegó al clímax, seguida de Zac. Su placer empezó a desvanecerse y desapareció, como si jamás hubiera existido.

Mientras ella abandonaba la cama, la idea que lo había asaltado en los últimos días volvió a su mente: «Seguro que tiene que haber algo más que esto.»

Zac archivó aquel pensamiento tras la montaña de problemas a los que había debido enfrentarse desde que, a la muerte de su padre, heredara el título y la fortuna de los Brant. También él saltó de la cama y comenzó a vestirse. ¡Tenía tanto que hacer! Inversiones sobre las que tomar alguna decisión, cuentas que revisar, quejas de granjeros que atender, facturas de envíos que pagar… Y, por si eso fuera poco, estaba la creciente preocupación que le causaba su primo. Andrew Seeley llevaba casi un año en paradero desconocido, y él estaba decidido a encontrarlo.

Aun así, por más ocupado que estuviera, siempre encontraba tiempo para su única gran adicción: las mujeres.

Convencido de que una nueva amante era la respuesta a sus recientes pesares, Zac hizo promesa de iniciar su búsqueda cuanto antes.


Alysson: ¿Y si se trata de la maldición? -se atrevió a decir preocupada, mirando a Ness con sus grandes ojos azules-. Ya sabes lo que decía la gente. Mamá nos lo contó cientos de veces. El collar puede hacer muy desgraciado a quien lo posea.

Ness: No seas ridícula, Alysson. Las maldiciones no existen. Además, nosotras no lo poseemos. Lo tomamos prestado un tiempo, nada más.

Sin embargo, a su padrastro sí le había traído la desgracia. Ness se mordió el labio inferior al recordar el cuerpo del barón tendido en el suelo, junto al tocador, en la habitación de Alysson, al pensar en el hilo de sangre que brotaba de su sien. Desde entonces había rezado a Dios todas las noches, suplicándole no haberle matado, y no es que no mereciera morir por lo que había intentado hacer.

Ness: Y, por cierto, no sé si recuerdas la leyenda del todo -añadió-. El collar también puede llevar la felicidad a su propietario.

Alysson: Si el corazón de la persona es puro -puntualizó-.

Ness: Así es.

Alysson: Y nosotras lo robamos, Ness. Y eso es pecado. Mira qué nos está pasando. Casi nos hemos quedado sin dinero. Están a punto de echarnos de esta habitación y dentro de poco no tendremos ni para comer.

Ness: Es sólo una mala racha sin importancia, nada más. No tiene nada que ver con la maldición. Y muy pronto vamos a encontrar trabajo, ya lo verás.

Alysson la miró a los ojos.

Alysson: ¿Estás segura?

Ness: Tal vez no sea la clase de trabajo que esperábamos, pero sí, estoy segurísima.

No lo estaba, claro, pero no quería que las esperanzas de Alysson menguaran aún más. Además, encontraría trabajo. No le importaba lo que tuviera que hacer, pero lo encontraría.

Sin embargo, transcurrieron tres días más y todo seguía igual. Los pies de Ness estaban llenos de ampollas, y el dobladillo de su vestido gris perla, de alta cintura, seguía deshilachándose.

«Hoy es el día», se dijo, haciendo acumulación de renovada decisión mientras se dirigía una vez más a la zona donde más probable le parecía que pudieran ofrecerle empleo. Llevaba más de una semana llamando a las puertas del distinguido West End londinense, segura de que alguna familia acomodada precisaría los servicios de una institutriz. Pero de momento no se había concretado nada.

Tras subir lo que le parecieron cien peldaños de una escalinata exterior, Ness levantó el llamador de bronce, llamó varias veces y oyó el eco de los golpes perderse en el interior de la casa. Minutos después, un mayordomo moreno, flaco y con bigote abrió el pesado portón.

Ness: Desearía hablar con la señora de la casa, si es tan amable.

Mayordomo: ¿Sobre qué asunto, señorita, si me permite la pregunta?

Ness: Busco emplearme como institutriz. Una de las ayudantes de cocina de una casa vecina me informó de que lady Pithering tiene tres hijos y que tal vez precisara los servicios de una.

El mayordomo se fijó en los puños y el dobladillo de su vestido y arrugó la nariz. Iba a decirle que se marchara cuando su vista se posó en Alysson, que sonreía con su dulzura característica, mirando alrededor como un ángel caído del cielo.

Alysson: A las dos nos encantan los niños -intervino sin dejar de sonreír-. Y Ness es muy inteligente. Sería la mejor de las institutrices. Yo también busco trabajo. Hemos acudido con la esperanza de que usted nos ayude.

El mayordomo se había quedado cautivado y Alysson seguía esbozando su sonrisa más radiante.

Ness carraspeó y aquel hombre tan flaco, a regañadientes, apartó la mirada de su hermana.

Mayordomo: Vayan por la puerta trasera y veré si el ama de llaves acepta recibirlas. Más no puedo hacer.

Ness asintió, agradecida, pero minutos después, al regresar a la puerta principal, su desesperación no había hecho sino aumentar.

Alysson: El mayordomo ha sido tan amable que creí que en esta ocasión lo conseguiríamos

Ness: Ya has oído al ama de llaves. Lady Pithering busca a alguien de más edad.

En cuanto a Alysson, nunca parecía haber trabajo de doncella para una chica tan guapa como ella. La joven se mordió el labio inferior.

Alysson: Tengo hambre, Ness. Ya sé que has dicho que debemos esperar a la cena, pero el estómago me cruje. ¿No podríamos comer un poquito ahora?

Ness cerró los ojos, intentando resucitar algo de su antiguo valor. No soportaba la expresión que se había apoderado de los ojos de su hermana, mezcla de preocupación y temor. Carecía del valor de confesarle que ya se habían gastado hasta el último penique, que hasta que encontraran trabajo no podrían comprar ni un triste pedazo de pan duro.

Ness: Espera un poco, cielo. Intentémoslo antes en la casa que nos ha comentado el ama de llaves. Está aquí mismo.

Alysson: Pero si dijo que lord Brant no tiene hijos.

Ness: No importa. Aceptaremos los empleos que nos ofrezcan. -Se obligó a sonreír-. Ya verás que no será por mucho tiempo.

Alysson asintió, armándose de valor, y Ness sintió ganas de llorar. Siempre había supuesto que sería capaz de velar por su hermana. Ella ya estaba acostumbrada a dedicar interminables jornadas al cuidado de Harwood Hall, pero Alysson no sabía qué era trabajar de criada. Hasta entonces, Ness había creído que podría ahorrarle a su hermana aquellas desagradables tareas, pero el destino las había conducido hasta aquella encrucijada, y parecía que iban a tener que hacer lo que fuera para sobrevivir.

Alysson: ¿Qué casa es?

Ness: Ésa, la más grande, la de ladrillo. ¿Ves los dos leones de piedra de la entrada? Ésa es la residencia del conde de Brant.

Alysson observó con detalle la elegante residencia, la mayor de todas las que se alineaban en aquel tramo de calle, y una sonrisa esperanzada afloró a su rostro.

Alysson: Tal vez lord Brant sea apuesto y amable, además de rico -se atrevió a decir, dando rienda suelta a su imaginación-. Y tú te cases con él y las dos nos salvemos.

Ness le dedicó una sonrisa fugaz.

Ness: De momento podemos darnos por satisfechas si necesita una o dos criadas y se muestra dispuesto a contratarnos.

Sin embargo, también allí su petición fue rechazada, en esa ocasión por un mayordomo calvo, de escasa estatura, ancho de hombros y con los ojos pequeños.

Alysson bajó llorando hasta el pie de la escalera, algo tan inusual en ella, que Ness sintió deseos de imitarla. Lo curioso era que cuando Ness lloraba se le enrojecía mucho la nariz y le temblaban los labios, pero cuando lo hacía Alysson, el azul de sus ojos brillaba más y sus mejillas florecían como dos rosas.

Ness estaba desanudando el bolso en busca de un pañuelo que ofrecer a Alysson cuando, como surgido de la nada, alguien tendió uno ante su rostro. Ella se lo llevó a los ojos y dedicó su angelical sonrisa al hombre que acababa de ofrecérselo.

Alysson: Muchas gracias, es usted muy amable.

El hombre le correspondió con la clase de sonrisa que Ness había aprendido a ver en todos los que conocían a su hermana.

Zac: Zachary Efron, conde de Brant, para servirle, estimada señorita…

Desde que Alysson tenía doce años atraía esa clase de miradas, y el conde no era una excepción. Ness creía que ni se había dado cuenta de que su hermana iba acompañada.

Alysson: Señorita Alysson Hudgens, y ésta es mi hermana, Vanessa.

Ness dio gracias a Dios por que Alysson hubiera recordado usar el apellido de soltera de su madre, y pasó por alto su desprecio a las normas de cortesía en relación con las presentaciones. Después de todo, aquel hombre era el conde y ellas necesitaban desesperadamente que les ofreciera trabajo.

Brant sonrió a Alysson, y sólo tras un gran esfuerzo giró la cabeza para mirar a Ness.

Zac: Buenas tardes, señoritas.

Ness: Lord Brant -intervino, rogando que su estómago no escogiera ese preciso instante para ponerse a rugir-.

Como su hermana había imaginado, el conde era alto y extraordinariamente apuesto, aunque su pelo no fuera rubio, sino castaño claro, y sus facciones más duras que las de los príncipes imaginados por Alysson en sus ensoñaciones.

Era muy ancho de hombros, no parecía llevar hombreras, y su estructura resultaba fuerte y atlética. Se trataba, en conjunto, de un hombre que impresionaba, y su modo de mirar a Alysson activó todas las señales de alarma en Ness.

Lord Brant seguía contemplando a Alysson como si su hermana mayor hubiera desaparecido.

Zac: He visto que salían de mi casa. Espero que su llanto no se deba a las palabras de mi mayordomo. A veces Simon puede ser algo brusco.

La que respondió fue Ness, mientras Alysson no dejaba de sonreír.

Ness: Su mayordomo nos ha informado de que en el servicio de su casa no hay plazas vacantes. Ése era el motivo de nuestra visita. Señor, buscamos empleo.

Por un instante él se fijó en Ness, en su silueta delgada, en su pelo negro y algo despeinado, y ella, al sentirse así observada, se ruborizó.

Zac: ¿A qué clase de empleo se refiere?

En sus ojos había algo… algo que ella no alcanzó a interpretar.

Ness: Cualquier puesto que nosotras pudiéramos ocupar. Camarera, cocinera, cualquier ocupación respetable que nos permitiera obtener un salario digno.

Alysson: Mi hermana desearía ser institutriz -intervino sonriente-. Pero usted no tiene hijos.

Zac: No, me temo que no -admitió él, mirándola de nuevo-.

Ness: Aceptaríamos cualquier cosa -insistió tratando de camuflar el tono de desesperación-. Recientemente nos hemos visto expuestas a unas circunstancias ciertamente desgraciadas.

Zac: Lamento oírlo. ¿No tienen familia, nadie a quien acudir en busca de ayuda?

Ness: Me temo que no. Por eso buscamos un empleo. Y esperábamos que usted, tal vez, pudiera proporcionárnoslo.

Por primera vez el conde pareció entender con exactitud en qué situación se encontraban. Miró a Alysson, y las comisuras de sus labios se curvaron. A Ness se le ocurrió que tal vez aquella sonrisa surtiera en las mujeres el mismo efecto que la de Alysson surtía en los hombres.

Con todo, la diferencia era que la de su hermana resultaba totalmente transparente, mientras que la de Brant encerraba una calculadora falsedad.

Zac: Pues lo cierto es que sí necesitamos a alguien, aunque me temo que Simon todavía no ha sido informado de ello. ¿Queréis acompañarme?

Ofreció el brazo a Alysson para ayudarla a subir la escalinata.

«Esto no presagia nada bueno», pensó Ness.

Conocía el efecto que su hermana ejercía en los hombres, aunque ella misma no fuera ni remotamente consciente de él. De hecho, ésa era la razón por la que se encontraban viviendo aquel calvario.

Dios santo. Aquella joven era un ángel. Zac no había visto jamás una piel tan fina, unos ojos tan azules. A pesar de su delgadez, era visible la curva de sus pechos, marcados bajo su vestido color albaricoque algo desgastado, y que se le antojaban deliciosos. Llevaba un tiempo aguardando la aparición de alguien nuevo, pero no esperaba que una criatura divina como aquélla llamara a su puerta.

Zac se detuvo al llegar al vestíbulo. Las dos hermanas echaban la cabeza hacia atrás para admirarlo, debajo mismo de la gran araña de cristal. A pocos metros, Simon les dedicaba una mirada arrogante. El conde se volvió hacia Alysson y descubrió que se había acercado a un jarrón de rosas, y que parecía fascinada por un capullo de un rosado muy pálido.

Entonces se percató de que la otra hermana lo miraba con algo que sólo podía definirse como desconfianza. Le dedicó una sonrisa inocente, mientras calculaba el tiempo que tardaría en llevarse a la belleza rubia a la cama.

Ness: Así que, señor, me comentaba que disponía de empleos que ofrecernos.

Él centró su atención en la mayor, la del pelo negro, ¿cómo se llamaba? Velma, Valery, o… Vanessa. Sí, así se llamaba.

Zac: Pues sí, lo cierto es que necesitamos cubrir una vacante.

La repasó con la mirada. Era más baja que Alysson, aunque no demasiado, y no parecía tan frágil. Aquélla era la palabra que definía a la otra hermana. Vanessa no. Ella era más capaz, al menos a simple vista, y resultaba claro que ejercía el papel de protectora de Alysson.

Zac: Mi ama de llaves, la señora Mills, nos lo notificó hace casi dos semanas. Se marcha en cuestión de días, y todavía no he hallado a la persona adecuada para sustituirla. -Vanessa Hudgens era demasiado joven para ocupar aquel puesto, y sin duda lo sabía. Pero ni a él le importaba lo más mínimo ni creía que ella fuera a poner objeciones-. Tal vez le interese el puesto.

No le pasó por alto el gesto de alivio que recorrió como una oleada el rostro de la joven.

Ness: Sí, señor, sin duda me interesa. He realizado un trabajo similar con anterioridad. Creo que puedo asumir correctamente las tareas que conlleva.

Él empezaba a verla con otros ojos. Le resultaba atractiva. No poseía la llamativa belleza de su hermana, pero sus rasgos eran refinados, sus cejas oscuras se arqueaban sobre unos ojos marrón claro muy vivos. Su nariz era recta y su barbilla, firme, de persona testaruda, pensó divertido.

Ness: ¿Y mi hermana? Me temo que no puedo aceptar el puesto si a ella no puede ofrecerle alguna ocupación.

Brant notó que la tensión se apoderaba de la joven. Necesitaba desesperadamente aquel empleo, pero no estaba dispuesta a separarse de su hermana. Al parecer, aún no se había percatado de que su hermana era precisamente la razón por la que le ofrecía trabajo.

Zac: En tanto que ama de llaves, tendrá la libertad de contratar a quien le plazca. Seguramente nos convendría disponer de otra doncella. Mandaré llamar a la señora Mills. Ella le mostrará la casa y le informará sobre las tareas que habrá de asumir. Siendo éste el hogar de un hombre soltero, considero más adecuado presentarla como señora Hudgens.

Vanessa frunció el ceño al comprobar que la mentira se imponía como mal necesario.

Ness: Sí, supongo que es lo mejor. Y como imagino que para Alysson también será un problema, tal vez sea más adecuado que se refiera a ella llamándola señorita Sarah, que es su segundo nombre.

Zac hizo un gesto a Simon, que fue en busca de la señora Mills. El ama de llaves, una mujer ancha de caderas, apareció al cabo de unos momentos, con expresión sarcástica.

Zac: Señora Mills, ésta es la señora Hudgens -informó el conde-. A partir del lunes ocupará su puesto.

El ama de llaves arqueó las cejas.

Mills: Pero yo creía que iba a ser la señora Rathbone la que…

Zac: Como acabo de informarle, la señora Hudgens la sustituirá. Y ésta es su hermana, la señorita Sarah, que se empleará como doncella.

La señora Mills no pareció nada conforme, pero asintió e indicó a las dos mujeres que la siguieran. Juntas, empezaron a subir la escalera.

Mills: Primero instalaremos a su hermana -informó-. Y luego le mostraré su dormitorio. Se encuentra abajo, junto a la cocina.

Ness: Vamos, Alysson. -Las palabras de su hermana le hicieron apartar la vista del jarrón-. La señora Mills va a enseñarnos nuestras habitaciones. -Aunque se dirigía a su hermana, no apartaba la vista de Zac-.

A él le pareció que con sus ojos estaba enviándole una atenta y sugerente señal de advertencia.

De alguna manera, aquello le resultó divertido, que una sirvienta demostrara aquellas agallas. Por primera vez en semanas, Zac se descubrió pensando en algo que no fueran sus obligaciones de conde ni sus preocupaciones respecto a Andrew.

Dedicó una última mirada a Alysson, que ascendía por la escalinata con su aspecto elegante y la cabeza gacha, pues al parecer se dedicaba a estudiar los dibujos de la alfombra. Se fijó en que un mechón de sus cabellos rubios le caía sobre la mejilla, y una conocida sensación masculina le cruzó por el cuerpo. Sonrió al pensar en las intrigantes posibilidades que de pronto le deparaba el futuro.

Entonces acudieron a su mente las montañas de papeles y documentos que le aguardaban en el despacho, y su buen humor se esfumó al momento. Suspirando resignado, se dirigió a su gabinete.


2 comentarios:

LaLii AleXaNDra dijo...

OMG..
se intereso fue en alysson..
hahaha
pero me encanta la mirada retadora de nessa..
siguela..
esta super..
muaccc

Carolina dijo...

este hijo de... condes!
pobre niña tiene 17 pervertido!!!
aunq dejame decirte q stas mas bueno!!
io no soy como angel pero = te hago ver el cielo xD XD
siguela loki!!
comenten mucho!! q es super interesante!!!
bye!!

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