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jueves, 4 de septiembre de 2014

Capítulo 4


Condado de Bedford, diciembre de 1882

A Ness no le gustaba la mitología griega porque los dioses siempre estaban castigando a las mujeres por su arrogancia. ¿Qué había de malo en un poco de orgullo? ¿Por qué Aracne no podía afirmar que sus cualidades eran mayores que las de Atenea, dado que lo eran, sin que la convirtieran en araña? ¿Y por qué Poseidón tenía que enfurecerse tanto como para echar a la hija de Casiopea a las bocas de un monstruo marino, a menos que la jactancia de esta fuera verdad y realmente fuese más bella que las hijas del propio Poseidón?

Ness pecaba de arrogancia. Y también a ella la castigaban unos dioses celosos. ¿De qué otra manera podía interpretar la brusca e insensata muerte de Alexander? Otros libertinos vivían hasta una incorregible y avanzada edad, devorando a las debutantes con unos ojos enrojecidos y legañosos. ¿Por qué Alexander no podía haber disfrutado de las mismas oportunidades?

Una fuerte ráfaga de viento estuvo a punto de arrancarle el sombrero. Se frotó la parte inferior de la barbilla, donde la cinta le había hecho una rozadura. Briarmeadow, la propiedad de los Hudgens, tenía ocho mil acres de bosque y prados, en su mayoría llanos como el suelo de un salón de baile, salvo este rincón donde el terreno ondulaba y a veces se arrugaba formando crestas y pliegues.

Había crecido en una casa más cerca de Bedford. Habían comprado Briarmeadow, su hogar durante los tres últimos unos, con el expreso propósito de facilitarle el trato a Alexander, ya que lindaba con Twelve Pillars, la casa solariega de los Alexander.

A Ness le gustaba recorrer los límites de Briarmeadow. La tierra era sólida, algo con lo que podía contar. Le gustaba la certidumbre. Le gustaba saber exactamente cómo se desarrollaría su futuro. La boda con Alexander le aseguraba eso; no importaba qué otras cosas sucedieran; siempre sería duquesa y nadie volvería, nunca más, a despreciarla ni a despreciar a su madre.

Al desaparecer Alexander, había vuelto a ser solamente la Señorita Riqueza. No tenía una belleza de las que hacen perder la cabeza, por mucho que su madre se esforzara. Se sabía que había dado algunos pisotones en la pista de baile. Y, por encima de todas las vulgaridades, tenía un pertinaz interés en el comercio, en las mercancías y el dinero.

En el cielo, unas espesas nubes permanecían inmóviles, grises con manchas de amarillo purulento, como retales de algodón sucio. Pronto empezaría a nevar. La verdad es que debería pensar en regresar. Tenía que recorrer unos cinco kilómetros antes de vislumbrar la casa. Pero no quería volver. Ya era desalentador contemplar, ella sola, lo que podría haber sido. Era diez veces peor hacerlo con su madre allí.

La señora Hudgens alternaba la estupefacción, la desesperación y un furioso desafío. Lo volverían a intentar, susurraba con rabia, abrazando a Ness cuando estaba de un humor más exaltado. A continuación, perdía toda esperanza porque no era posible que lo repitieran, ya que Alexander era un caso bastante único de disipación, insolvencia y desesperación.

Un arroyo separaba Briarmeadow de Twelve Pillars. Aquí no había vallas, el arroyo era una linde reconocida desde hace tiempo. Ness permaneció en la orilla, tirando guijarros al agua. Aquel lugar era bonito en verano, con las flexibles ramas verdes de los sauces meciéndose con la brisa. Ahora los sauces sin hojas se parecían a unas viejas solteronas, desnudas, flacas y desmadejadas.

Al otro lado del arroyo la orilla se elevaba en pendiente. De repente, en lo alto de la cuesta, justo delante de ella, apareció un jinete con la cabeza descubierta. Se quedó desconcertada. Aparte de ella, no iba nunca nadie a ese lugar. El jinete, con una chaqueta de montar de color carmesí oscuro y pantalones de montar de ante metidos dentro de botas negras altas, bajó a la carga por la cuesta. Ness se sobresaltó y dio un paso atrás tambaleándose, por miedo a que el caballo la arrollara.

Al llegar al pie de la colina, unos quince metros corriente abajo, el jinete hizo que su montura diera un salto poderoso y elegante, salvando limpiamente los más de tres metros y medio de ancho del cauce. Tiró de las riendas, se detuvo y la miró. Había sido consciente de su presencia todo el tiempo.

Ness: Está entrando ilegalmente en mis tierras -gritó-.

Él se acercó a ella, obligando al enorme caballo negro sin esfuerzo, inclinándose para pasar por debajo de las ramas desnudas de los sauces. No se detuvo hasta que pudo verla sin obstáculos, a unos tres metros de distancia. Y ella lo vio bien por primera vez.

Era apuesto, aunque no tan guapo como Alexander, que -pobre hombre, ojalá que las diablesas del infierno no lo trataran demasiado mal- era Byron reencarnado. Este hombre tenía unos rasgos más marcados y nobles en una cara más delgada y masculina. Sus miradas se encontraron. Él tenía unos ojos hermosos, profundos, con los irises de un azul magnífico. Eran los ojos de un hombre inteligente: perceptivos, opacos, veían mucho y delataban poco.

Ella no podía apartar la vista. Había algo en él que la atrajo al instante, algo en su porte, una confianza que era diferente tanto de la arrogante actitud de privilegio de Alexander como de su propia y obstinada terquedad. Un aplomo urdido con refinamiento.

Ness: Está entrando en mis tierras -repitió, porque no se le ocurría nada más que decir-.

**: ¿De verdad? ¿Y usted es...?

Hablaba con algo de acento, pero no era francés ni alemán ni italiano ni nada que ella pudiera identificar. ¿Era extranjero?

Ness: La señorita Hudgens. ¿Quién es usted?

**: El señor Efron.

¿Podía ser...? No, no era posible. Pero, por otro lado, ¿quién podía ser, si no?

Ness: ¿El marqués de Tremaine?

Alexander había muerto sin descendencia. Su tío, el siguiente en la línea de sucesión, había heredado el título ducal. El hijo mayor del nuevo duque tenía el tratamiento de cortesía de marqués de Tremaine.

El joven sonrió levemente.

Zac: Supongo que también me he convertido en eso.

¿Este hombre era el pretendiente de Amber von Tussle? Se había imaginado a alguien con tan poco carácter y tan inútil como la propia señorita Von Tussle.

Ness: Ha regresado de la universidad.

No había asistido al funeral de Alexander junto al resto de la familia, debido a sus clases en la de París. Sus padres se habían mostrado vagos sobre lo que estudiaba. Física o economía, dijeron. ¿Cómo podía nadie confundir las dos cosas?

Zac: La universidad nos permite salir por Navidad. -Desmontó y se le acercó, llevando de la rienda al semental negro. Ness dominó su incomodidad y permaneció donde estaba. Él se quitó el guante de montar y le tendió la mano-. Encantado de conocerla por fin, señorita Hudgens.

Ella le estrechó la mano brevemente.

Ness: Supongo que ya sabe quién soy.

Empezaban a caer los primeros copos de nieve, diminutas partículas de hielo algodonoso. Uno le cayó a él en las pestañas. Sus pestañas, como sus cejas, eran de un tono más oscuro que el oro fundido de la punta de sus cabellos. Sus ojos, estaba segura, eran del color de un lago alpino, aunque nunca había visto ninguno.

Zac: Pensaba ir a visitarla mañana. Para ofrecerle mis condolencias.

Ness: Sí, como puede ver, estoy desconsolada -respondió riendo-.

Él la miró, la miró de verdad, con los ojos deteniéndose en cada rasgo, uno por uno. Su escrutinio la desconcertó; estaba más acostumbrada a que la señalaran a sus espaldas, pero no era desagradable, viniendo de un hombre tan apuesto y fascinante.

Zac: Le presento mis disculpas en nombre de mi primo. Fue muy poco considerado por su parte morir antes de casarse con usted y dejar un heredero.

Su franqueza la cogió por sorpresa. Una cosa era que su madre dijera algo por el estilo y otra muy diferente oír que un completo desconocido lo repetía, un extraño que ni siquiera le había sido presentado como era debido.

Ness: El hombre propone y Dios dispone.

Zac: Es una verdadera pena, ¿verdad?

Empezaba a gustarle este lord Tremaine.

Ness: Sí que lo es.

De repente, los copos de nieve aumentaron de tamaño; ya no eran como serrín helado, sino pelusa del tamaño de una uña. Caían densos, como si todos los ángeles del cielo estuvieran mudando las plumas. En los minutos transcurridos desde la aparición de lord Tremaine, el cielo se había oscurecido visiblemente. Pronto el anochecer lo envolvería todo.

Tremaine miró alrededor.

Zac: ¿Dónde está su lacayo o su doncella?

Ness: No hay ninguno. Este no es un lugar público.

Zac: ¿A qué distancia está su casa? -preguntó, frunciendo el ceño-.

Ness: A unos cinco kilómetros.

Zac: Debería llevarse mi caballo. No es seguro que recorra todo ese camino a pie, en la oscuridad, con este tiempo.

Ness: Gracias, pero no monto.

La miró a los ojos. Por un momento, ella pensó que le iba a preguntar directamente por qué tenía miedo de los caballos, pero se limitó a decir:

Zac: En ese caso, permítame que la acompañe.

Ness soltó un silencioso suspiro de alivio.

Ness: Permiso concedido. Pero debo advertirle que soy un desastre para conversar sobre temas triviales.

Él se puso el guante y se pasó las riendas del caballo alrededor de la muñeca.

Zac: Perfecto. El silencio no me dérange... perdón, no me molesta.

La palabra déranger en francés significaba «molestar». En realidad, no tenía acento. Era solo que su inglés, una lengua que apenas hablaba nunca, estaba un poco oxidado.

Caminaron en silencio un rato. No podía resistirse a mirarlo a cada momento para admirar su perfil. Tenía la nariz y la barbilla clásicas de un Apolo de Belvedere.

Zac: Consulté con los abogados de mi difunto primo antes de venir a Twelve Pillars -dijo Tremaine, rompiendo el silencio-. Nos ha dejado en una situación complicada.

Ness: Entiendo.

Por supuesto que lo entendía, ya que estaba familiarizada a fondo con los pormenores de las finanzas de Alexander.

Zac: Los abogados me dieron el total de sus deudas pendientes, una cifra asombrosa. Pero para las cuatro quintas partes de esa cantidad, no pudieron enseñarme ninguna demanda de acreedores de hace menos de dos años.

Ness: Interesante.

Empezaba a ver adónde iba con todo esto. ¿Cómo había reunido las piezas tan rápidamente? No debía de llevar en Inglaterra más de dos o tres días o ella ya se habría enterado de su presencia.

Zac: Así que pedí que me enseñaran el contrato de matrimonio.

Una medida muy inteligente.

Ness: ¿Le pareció una lectura soporífera?

Zac: Todo lo contrario, me admiró. Un documento absolutamente sin fisuras; no creo que en esta vida encuentre otro igual. Observé que quedaría librado de todas sus deudas después de la boda.

Ness: Es posible que estuviera expresado así.

Zac: Es usted quien tiene la parte del león de sus pagos atrasados, ¿no es así? Se los compró a sus acreedores y concentró la mayoría de sus deudas para persuadirlo de que se casara con usted.

Ness miró a lord Tremaine con un respeto nuevo y casi cálido. Era joven, veintiún años más o menos. Pero era agudo como la hoja de la guillotina. Lo que él decía era exactamente lo que ella había hecho. Se había abstenido de seguir el consejo de la señora Hudgens para cazar a un duque en los saloncitos y salones de baile y lo había abordado a su manera.

Ness: Exacto. Alexander no quería casarse con alguien como yo. Hubo que arrastrarlo llorando y pataleando a la mesa de negociaciones.

Zac: ¿Disfrutó al hacerlo? -preguntó bajando la mirada hasta ella-.

Ness: Sí, mucho -confesó-. Fue divertido amenazarlo con llevarme hasta la última tabla del suelo de su casa y la última cuchara de la cocina.

Zac: Mis padres están convencidos de que se siente muy apenada. -Ella intuyó la sonrisa en su voz-. Dicen que, en el funeral, las lágrimas le corrían por las mejillas.

Ness: Lloraba como una madre desconsolada por los tres años de duros esfuerzos tirados por la borda.

Él soltó una carcajada, un sonido rico, con toda la seducción de un manantial. El corazón dejó de latirle por un momento.

Zac: Es usted una mujer extraordinaria, señorita Hudgens. ¿Es también justa y sincera?

Ness: Si no va en contra de mis intereses.

Podría jurar que había vuelto a sonreír.

Zac: Es suficiente. Me gustaría negociar un acuerdo con usted.

Ness: Soy toda oídos.

Zac: Twelve Pillars rinde una renta decente, si se administra como es debido. Esto, combinado con la venta de las propiedades no vinculadas, tendría que ayudar a pagar a los acreedores de Alexander, si usted aplaza la reclamación de su parte de las deudas.

Ness: No soy infinitamente rica. Adquirir los pasivos de Alexander fue un desembolso importante, incluso para mí.

Zac: Estoy dispuesto a concederle un tipo de interés ventajoso, si nos deja que le paguemos en plazos trimestrales, empezando el año que viene por estas fechas y acabando dentro de, digamos, siete años.

Ness: Tengo una idea mejor. ¿Por qué no se casa usted conmigo?

Casarse con el heredero del nuevo duque siempre había sido su primera opción, pero no le había entusiasmado la empresa. Alexander se había tirado a todo lo que se movía, pero solo era fiel a sí mismo, y esto era algo que ella podía comprender e incluso apreciar, en ocasiones. Le disgustaba la idea de un esposo sensiblero que languidecía por otra mujer, en especial si se trataba de una mujer por la que ella sentía muy poca admiración.

No obstante, lord Tremaine, en persona, había demostrado ser cualquier cosa menos inútil. Empezó a calentarse ante la idea de una alianza con él, igual que una sartén encima de unos fogones bien alimentados.

Ness: Después de la boda, cancelaré el setenta por ciento de las deudas.

Él la miró largamente, pero su reacción no fue la de escándalo y asombro que ella esperaba.

Zac: ¿Por qué solo el setenta por ciento?

Ness: Porque usted todavía no es duque y probablemente no lo será hasta dentro de muchos años. -Consideró la posibilidad de mostrarse un poco más recatada y darle tiempo para pensarlo. Pero lo siguiente que salió de sus labios fue-: ¿Qué me dice?

Él se quedó callado unos momentos.

Zac: Me siento profundamente honrado. Pero mi afecto ya pertenece a otra persona.

Ness: Los afectos cambian.

Dios santo, sonaba como el demonio empeñado en comprar su alma.

Zac: Me gustaría pensar que en mi carácter hay una cierta constancia.

Maldita señorita Von Tussle. ¿Por qué aquel florero tenía tanta suerte?

Ness: Probablemente tiene razón. Pero yo no necesito su afecto, solo su mano.

Él se detuvo, apoyando la mano en el cuello del caballo para darle la señal de pararse. Ella también se detuvo.

Zac: Es muy implacable con usted misma para ser tan joven -dijo, con una amabilidad que hizo que ella deseara aferrarse a su mano y contarle todo lo que le había pasado para convertirse en la mujer endurecida que era-. ¿Por qué?

Se encogió de hombros.

Ness: He tenido que vérmelas con cazafortunas desde que cumplí los catorce años. Y con grandes damas que no se dignaban ni a saludarme.

Zac: ¿El afecto y la buena opinión... no tienen ningún peso en absoluto para usted en el matrimonio?

Ness: No. Así que no me importaría que amara usted a otra persona. De hecho, puede pasar todo el tiempo con ella, si quiere. Una vez consumado nuestro matrimonio, solo es necesario que vuelva a mí cuando necesite herederos.

Probablemente, no debería haberlo dicho. Era demasiado directo, sin ninguna delicadeza, incluso para ella. Como reacción, la mirada de él descendió brevemente, abarcándola por completo. Y cuando volvió a mirarla, con unos ojos más oscuros de lo que ella recordaba, notó que le ardía la garganta.

Zac: Yo tengo una opinión diferente del matrimonio. No creo ser la persona adecuada para lo que usted tiene en mente.

Tan guapo y tan inteligente como era, ¿por qué debía tener principios, además? La profundidad de su decepción no guardaba ninguna proporción con lo informal de su propuesta.

Ness: ¿Y qué pasa si decido exigir el pago de las deudas? -dijo malhumorada-.

Zac: Haría un mal negocio -dijo tranquilamente-. Despojarnos de todo lo que tenemos cubriría, como máximo, la mitad de lo que mi difunto primo le debía. Lo sabe.

Siguieron caminando, pero la cabeza de Ness no estaba ya en las finanzas de su ascenso social. En cambio, acariciaba unos pensamientos inquietantemente furiosos contra la señorita Von Tussle. Aquella mujer tan insípida, tan débil, ¿qué dominio ejercía sobre este hombre extraordinario? ¿Qué derechos tenía sobre él una mujer que habría aceptado, sumisa, la propuesta de cualquier hombre rico y poderoso que le gustara a su madre? ¿Es que la belleza y una ejecución impecable al piano contaban tanto?

Él notó su hosco silencio.

Zac: La he ofendido.

¿Cómo podía ofenderla? Le gustaba todo en él, salvo la mujer a la que amaba.

Ness: No. No está obligado a casarse conmigo solo por complacerme.

Zac: No sé si le sirve de consuelo, pero me siento honrado. Nadie había pedido mi mano en matrimonio antes.

Ness: Sospecho que se debe a que es joven y antes era un don nadie empobrecido. Dé por sentado que a partir de ahora le lloverán las propuestas.

Zac: Pero usted habrá sido siempre la primera.

¿Se estaba burlando de ella?

Ness: Bueno, sin duda la primera a la que rechaza -respondió cabizbaja-.

La dejó que siguiera enfurruñada el resto del camino. Ella andaba pisando fuerte y sus botas aplastaban ruidosamente la nieve del suelo. Pese a que él era mucho más alto y robusto, sus botas de montar eran tan silenciosas sobre la nieve como ella imaginaba que debían de ser las zarpas de un tigre siberiano.

A ochocientos metros de la casa, les salió al encuentro su madre, acompañada de un trío de sirvientes armados de «rolos».

Victoria: ¡Ness! -exclamó y, recogiéndose la falda, se acercó corriendo. Ness no pudo impedir el abrazo de gallina clueca que se abatió sobre ella. La señora Hudgens la besó en la frente y en las mejillas-. Ness, chiquilla insensata, más que insensata. ¿Dónde has estado? ¡Con este tiempo! Podrías haber muerto congelada ahí fuera.

Ness: ¡Madre! -protestó, avergonzada de verse sometida a tantos mimos delante de lord Tremaine-. No estaba en la Antártida arriesgándome a la congelación y la gangrena.

Victoria: Solo estoy preocupada porque no has sido tú misma últimamente. Ven, deja que...

Por fin, la señora Hudgens vio al desconocido y al enorme caballo junto a Ness. Se volvió hacia su hija, alarmada.

Ness suspiró.

Ness: Mamá, permíteme que te presente a su señoría, el marqués de Tremaine. Lord Tremaine, mi madre, la señora Hudgens. Lord Tremaine, muy gentilmente, se ha dignado a acompañarme para ayudarme a buscar a tientas el camino a casa en medio de esta auténtica ventisca que estamos padeciendo.

La señora Hudgens no hizo ningún caso de sus sarcásticos comentarios.

Victoria: ¡Lord Tremaine! Pensábamos que seguía en París.

Zac: El trimestre acabó hace una semana, señora. -Se inclinó-. Espero que me perdone. Entré en sus tierras sin darme cuenta, y me encontré con la señorita Hudgens, que me permitió, amablemente, acompañarla. -Se volvió hacia Ness y se inclinó de nuevo-. Ha sido todo un placer, señorita Hudgens. Estoy seguro de que ahora está en buenas manos.

Victoria: ¡Pero no puede pensar en volver por donde ha venido! -exclamó horrorizada-. Seguro que se perdería con esta oscuridad y este mal tiempo. Debe venir a casa.

Él protestó, pero la señora Hudgens estaba convencida de que perecería si seguía adelante con su temerario plan de regresar a Twelve Pillars, fuera a pie o a caballo. Al final, consintió en quedarse a cenar y en que lo llevaran a casa en un cómodo cupé.

Ness no estaba contenta. Lo que quería era que lord Tremaine se fuera, cuanto antes mejor. No le divertía ver la reacción, en extremo favorable, de su madre en cuanto lo pudo observar con buena luz. Y le dolió -una punzada aguda en algún sitio muy hondo dentro del pecho- ver que la señora Hudgens lo colmaba de la clase de atenciones que reservaba para los posibles yernos.

Con todo, Ness se puso su mejor traje para cenar, un vestido azul noche, de seda y tul, e hizo que le rehicieran el peinado tres veces. Que Dios la ayudase, quería que él la encontrara bonita y deseable.

Durante la cena, la señora Hudgens obtuvo, con paciencia y habilidad, detalles de los veintiún años de vida de lord Tremaine. Al parecer, había llevado una existencia muy cosmopolita, pasando temporadas en las principales capitales de Europa, además de en algunos de los balnearios más famosos del continente.

Se comportaba con el aplomo de un príncipe, pero sin esa arrogancia tan arraigada en la mayoría de los miembros de la aristocracia. Sin ningún género de duda, era un aristócrata. No solo era el heredero de un título ducal inglés, sino que, a través de su madre, que había nacido en Wittelsbach, estaba emparentado con la casa de Habsburgo, la casa de Hohenzollern y la propia casa de Hanover, por ser primo de los duques de Sajonia-Coburgo-Gotha.

Lo peor era que, a diferencia de Alexander, cuya barbilla floja, labios húmedos y ojos vacíos se hacían cada vez más visibles conforme se lo iba conociendo, los rasgos ya atractivos de lord Tremaine, unidos a su refinamiento e inteligencia, se hacían más atractivos a cada momento que pasaba.

La señora Hudgens estaba totalmente eclipsada por él. No dejaba de lanzarle a Ness miradas intencionadas. «Habla más. Cautívalo. ¿No ves que es perfecto?» Sin embargo, Ness estaba hundida en la aflicción, una angustia que se volvía más insoportable a cada minuto que pasaba en su compañía, tan dolorosamente placentera.

Su tortura no acabó ahí. Después de la cena, la señora Hudgens le pidió que tocara para ellas, ya que la duquesa le había dicho que era un consumado pianista. Lo hizo con la elegancia de un intérprete nato. Ness miraba alternativamente su impecable perfil, sus largas y fuertes manos y su propia falda mientras luchaba contra un abatimiento que parecía saturarle la sangre.

El golpe final llegó cuando él se levantó para despedirse y descubrió que había llegado la ventisca. La señora Hudgens le comunicó muy satisfecha que, actuando con gran previsión, hacía ya tres horas que había enviado un mensajero para informar a sus padres de que se quedaría a pasar la noche debido al empeoramiento del tiempo.

Ness se había hecho la ilusión de que se iría y no volvería a verlo nunca más. ¿Cómo iba a conseguir pasar la noche con él bajo el mismo techo y casi al alcance de la mano?

A Zac le costaba dormirse, pero no tenía nada que ver con estar en una cama desconocida. Estaba acostumbrado, nunca había tenido una casa propia, viajando siempre a una ciudad diferente, a una casa diferente, durmiendo siempre en habitaciones que pertenecían a otras personas.

No le había mentido a la señora Hudgens. Era verdad que había vivido en los lugares más elegantes del continente. Lo que había omitido confesarle eran las razones poco elegantes que se escondían detrás de aquella vida peripatética: sus padres no tenían un ápice de sentido común en cuanto al dinero y nunca pudieron permitirse una residencia fija.

Así que iban trasladándose a contracorriente de como lo hacían las élites más ricas. En verano, cuando todos se marchaban a Biarritz y a Aix-les-Bains, ellos ocupaban la villa de invierno de algún pariente en Niza. En invierno, hacían lo contrario. De vez en cuando, se quedaban en un lugar durante un tiempo, cuando una casa se quedaba vacía porque sus dueños se habían ido a emprender alguna loca aventura, como cuando el primo Cameron abandonó Atenas para ocuparse de unos proyectos en Argentina. O cuando el primo Nick se fue a China durante dos años.

A los trece años, Zac tomó las riendas de la administración de la familia. Para entonces, ya estaba acostumbrado a lidiar con los acreedores, ocuparse de los sirvientes y aprender nuevas lenguas rápidamente para poder regatear con los comerciantes del lugar, a fin de estirar al máximo el escaso dinero de la familia. No le importaba ser pobre, pero detestaba tener que mentir sobre ello, disimular y fingir, como había hecho esta noche, para que sus padres siguieran sin percatarse de su inseguridad económica.

Había sido un alivio estar con Amber. Se conocieron en San Petersburgo, donde sus madres compartían el uso de un trineo. Él tenía quince años y ella dieciséis. Ella era igual de pobre que él y, como él, vivía en lugares de moda en las temporadas que no eran de moda. Comprendieron mutuamente su difícil situación sin que fuera necesario intercambiar ni una palabra.

Pero no era pensar en Amber lo que le impedía dormir. Era la señorita Hudgens.

Incluso antes de su encuentro casual, había esperado, más o menos, que la señorita Hudgens le propusiera una fusión entre su futuro título y la fortuna de ella. También sabía que lamentaría mucho rechazar aquella gran cantidad de preciosas libras esterlinas, después de haber vivido tan necesitado de ellas toda su vida.

Lo que, rotundamente, no esperaba era a la propia señorita Hudgens. No era nada sentimental, sino muy dura y escéptica para su edad... aunque su mayor crueldad la reservaba para ella misma, al insistir en que estaría perfectamente bien, gracias, solo con que pudiera dejar sin sentido a un duque, utilizando los libros de contabilidad de este, y arrastrarlo al altar.

Para alguien, por lo demás, tan equilibrado y manipulador, había sido extraña y conmovedoramente transparente aquella noche. Él le gustaba. Le gustaba lo suficiente para sentirse no solo decepcionada por su falta de disponibilidad, sino triste.

Sorprendentemente, a él también le gustaba ella. ¿Cómo podía no gustarle una joven que lo llamaba «don nadie empobrecido» a la cara? Su franqueza era refrescante y bienvenida después de la matizada sutileza y las narraciones engañosas que, a lo largo de toda su vida, habían caracterizado sus conversaciones con las personas fuera de su familia inmediata.

Pero lo que provocaba su inquietud a estas horas de la medianoche no era su forma excesivamente llana de abordar las cosas y a las personas, sino su perturbadora sexualidad.

Ella quería tocarlo. Este deseo había estado presente en cada mirada directa y en cada ojeada a hurtadillas que le dedicó durante toda la noche. «Una vez consumado nuestro matrimonio, solo es necesario que vuelva a mí cuando necesite herederos.» Puede que la joven fuera virgen, pero no era pura ni inocente. Estaba enterada de estas cosas.

Lo que probablemente todavía no sabía, pero el sí, es que con su firmeza, en la cama sería una fuerza de la naturaleza. Ningún hombre podría abandonar su cama y marcharse sin más; su objetivo primordial, por muy agotado que estuviera, seguiría siendo cómo conseguir que ella volviera a acostarse con él.

Zac se adormiló un rato. Luego, de repente, se despertó. Había dejado las cortinas y las contraventanas abiertas, una costumbre de muchos años, para poder mirar afuera y recordar en qué país, en qué ciudad se encontraba. La ventisca debía de haber pasado ya; un rayo de plateada luz de luna entraba por la ventana e iluminaba una franja hasta la puerta. Allí había una mujer, vestida con un largo camisón y con la espalda apoyada en la puerta. No podía verle la cara, pero supo instintivamente que era la señorita Hudgens, a la que llamaban con el apodo totalmente inadecuado, por demasiado infantil, de Ness.

La mansión Hudgens, aunque no era una monstruosidad engorrosa como la residencia ducal de Twelve Pillars, tenía, no obstante, ochenta o noventa habitaciones. Lo habían alojado en un ala diferente de en la que sus anfitrionas tenían sus aposentos. Así que ella no se había metido en la habitación equivocada después de usar el baño. Tenía que haber recorrido sus buenos sesenta metros para ir a verlo.

Y él estaba desnudo bajo el cobertor. La camisa de dormir del difunto señor Hudgens, proporcionada amablemente a la hora de acostarse, había resultado demasiado pequeña.

Ella permaneció en aquel punto, sin moverse, durante un buen rato, hasta que se sintió tentado de decirle que siguiera adelante con lo que diablos hubiera planeado o que lo dejara en paz para seguir revolviéndose en la cama. De repente, ella se movió y se acercó a la cama con pasos largos y decididos, caminando silenciosa sobre la alfombra persa.

Se arrodilló junto a la cama, con los ojos a la altura de su codo. Llevaba el pelo suelto, oscuro como el tejido de la noche; el camisón blanco casi relucía. No podía verle la cara con claridad, pero oía su respiración entrecortada, una larga inhalación, ligeramente temblorosa, el aliento retenido durante unos cuantos latidos y una súbita oleada de exhalación. Otra vez y otra más.

Pero permanecía quieta. ¿A qué esperaba? ¿No estaba del todo satisfecha de que él estuviera realmente dormido? Apretó con fuerza los ojos, haciendo como que ella no estaba allí. Pero su aliento le cosquilleaba en el vello de los brazos, provocando unos temblores sísmicos por todos sus nervios. Y su perfume, una elegante mezcla de camomila y pepino, cálido, ligero e insidioso lo envolvía.

¿Qué quería?

Lo tocó, le puso la mano sobre los dedos doblados, los enderezó hasta que estuvieron palma con palma, luego entrelazó sus dedos con los de él. Las puntas de sus dedos estaban heladas. Un estremecimiento silencioso y peligroso lo recorrió de arriba abajo. Deseaba atraerla, ponerla sobre él y mostrarle lo que le espera a una joven insensata que entra sigilosamente en la habitación de un hombre en mitad de la noche, después de haberlo devorado toda la tarde con aquellos ojos suyos tan intensos, haciendo que le ardiera la sangre durante tres largas horas.

La mano de Ness se movió. Los dedos le rodearon la muñeca, abrasándolo con su fría piel. Dos dedos le subieron por el brazo, tocándolo apenas. Se incorporó para tener acceso a una mayor parte de él y un mechón de sus cabellos le acarició la parte interior del brazo. Zac tuvo que morderse el labio inferior, casi anulado por la punzada de placer.

En la parte superior de su brazo, los dedos se deslizaron por encima de la clavícula y el hombro. Ella dudó antes de llevar la palma hasta su mejilla. Oyó una exclamación casi inaudible cuando ella apartó la mano de golpe. Su incipiente barba la había sorprendido. Su inexperiencia lo excitó casi tanto como su audacia. Ella no había hecho esto antes.

La mano regresó; esta vez con el dorso, piel fina sobre huesos fuertes, deslizándose a lo largo de su mandíbula. El pulgar encontró sus labios y los resiguió. Luchó contra el impulso de lamerle la yema del dedo. Dios, estaba ardiendo, en todas partes. Los dedos de la mano más alejada de ella se aferraron al cubrecama. Aquella joven no tenía ni idea de lo que le estaba haciendo; de saberlo, no se atrevería a continuar.

Ella se movió de nuevo, apoyando una cadera encima de la cama. Cuando inclinó la cabeza, el pelo le cayó en cascada, un ovillo de hilos de seda deshaciéndose sobre su pecho en una frialdad vaporosa y un caos excitante.

De repente, fue demasiado. Un violento ataque de deseo lo dominó. La cogió por la parte de delante del camisón y tiró de ella hacia abajo. Ella soltó una exclamación ahogada e intentó soltarse, pero él la redujo fácilmente, hizo que los dos dieran media vuelta, de manera que acabó encima de ella, inmovilizándola, tanto por su peso como por el temor que ella misma sentía.

Solo el camisón los separaba. Y Ness Hudgens era de una feminidad escandalosa: pechos llenos, vientre suave y caderas seductoramente redondeadas. Un gemido de placer dulce y terrible se escapó de sus labios. Le besó la oreja, la mejilla, el cuello y, a través de la suave franela del camisón, el hombro. Su mano se acomodó en la hendidura del talle, por encima de la curva de las caderas. Sus dedos se hundieron en una carne joven y firme. Otras partes de él también querían hundirse en ella con fuerza, con mucha fuerza.

Ella estaba ahora a su merced, después de haberse comprometido completamente. Eran muchas las cosas perversas que podía hacerle y ella no se atrevería a emitir ni un sonido... se mordería los labios para acallar sus gemidos y quejidos, porque él haría que se sintiera tan salvaje y voraz como él.

Necesitó toda su fuerza de voluntad y una gran dosis de vergüenza -vergüenza por su falta de control, por su deslealtad hacia Amber y por la rudeza que estaba empleando con una joven que solo era culpable de sentirse atraída por él- para soltarla. Se apartó de ella, le dio la espalda y soltó unos gruñidos como si estuviera soñando.

Ella se bajó de la cama. Pero no se apresuró a salir de la habitación. Jadeaba como si hubiera estado huyendo de un lobo, de un hombre lobo. En la aspereza de los sonidos que emitía, había terror y excitación sexual.

Rezó para que se marchara. Porque si no lo hacía, si volvía a su cama, no sería capaz de contenerse.

Ella se movió, pero de nuevo hacia la cama, con sus suaves pasos tan ruidosos a sus oídos como disparos en la oscuridad. La sangre le latía, espesa. Su erección se volvió dolorosamente exigente. Ella dio un paso más hasta estar de nuevo junto al borde de la cama. Él apretó las manos con fuerza, clavándose las uñas en las palmas hasta estar seguro de que debía de estar sangrando, temiendo que si no se aferraba con fuerza a una pizca de control...

Ness salió corriendo, cerrando la puerta de golpe detrás de ella. Zac escuchó cómo ella se precipitaba por el pasillo, notando la vibración del suelo debajo de él, a través del colchón.

Cuando la casa volvió a quedar en silencio, se dio media vuelta poniéndose de espalda, y soltó el aliento que había estado reteniendo. Su miembro se erguía erecto, caliente e insatisfecho. Le dio un manotazo rabioso. Pero solo consiguió que volviera a levantarse, más hambriento y exigente que antes.

Suspiró, lo envolvió con la mano y dio rienda suelta a su imaginación.

Ness ardía un momento en los fuegos del infierno y al siguiente en el éxtasis de aquel otro mundo, pero sobre todo en una combinación terrenal de tormento y pura agitación.

No había vuelto a meterse en la cama con lord Tremaine por un pelo. Toda la escena se había desarrollado ya en su mente: el ardor, la consumación, la consternación y las consecuencias. Al final, él se casaría con ella porque era lo honorable, pese a la repugnancia que sintiera hacia su persona y a ser relativamente inocente en todo aquel asunto.

Todo en ella suspiraba por él. Sería el igual que nunca había conocido, la liberación de su vasta soledad, el bálsamo a todo sufrimiento. Si pudiera tenerlo...

Pero se había detenido. Era algo demasiado cobarde, algo que estaba por debajo de su dignidad. Y quería que él tuviera una buena opinión de ella, realmente lo deseaba; ella, a la que nunca le había importado lo que los demás pensaran.

Pasó una eternidad hasta que llegó la hora de vestirse y bajar a desayunar. Pensaba que estaría sola, pero él ya estaba allí, en el comedor de desayunos, cuando ella entró. Se sonrojó de nuevo.

Zac dejó a un lado el ejemplar del Illustrated London News que estaba leyendo y se levantó.

Zac: Señorita Hudgens -dijo, con una cortesía y una crianza impecables-. Buenos días.

Ella no respondió de inmediato. No podía. Lo único que podía pensar era la manera en que la había empujado debajo de él, con su miembro erecto presionando contra ella, separado de su muslo solo por la franela del camisón.

Pero él había estado dormido durante todo el rato y era evidente que no recordaba nada.

Ness: Lord Tremaine, ¿ha dormido bien?

Su mirada se encontró con la de ella, firme e inocente.

Zac: Ah, sí, espléndidamente; como un tronco.

Entretanto, ella sufría por no tenerlo. Entretanto, se censuraba y se maravillaba al mismo tiempo por lo que había hecho. Entretanto, visualizaba cada instante de su peligroso encuentro, y recordaba su topografía, su textura, su olor y su aterrador pero delicioso peso mientras la mantenía cautiva.

Él le sonrió. Y se dio cuenta, como si la alcanzara un rayo, de que estaba enamorada. Estúpida y terriblemente enamorada.

De la noche a la mañana, se había convertido en una estúpida.




Pues ya hemos visto cómo se conocieron. Y que Vanessa de inocente no tiene nada XD
Fue la primera en enamorarse. ¿Cuándo se enamoraría Zac?

¡Thank you por los coments!

Debería de haberos puesto este capi ayer, pero se me olvidó ;p

¡Comentad, please!
¡Un besi!


2 comentarios:

Unknown dijo...

Poooor dios! TREMENDO ESTE CAPI.
Ness se enamoro rapido... menos Zac :( pero algo le gusto, lo seee!!



Sube proonto plissss

Maria jose dijo...

Gran capitulo!!!! Sabía que habría un pasado
Significativo
Vanessa se enamoró demasiado rápido y siento que zac
Ya esta enamorada de ella
Me gusta que sean largos los capítulos
Sube pronto
Espero los capítulos con mucha desesperación
Síguela pronto

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