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martes, 16 de septiembre de 2014

Capítulo 8


Diciembre de 1882

La carta de Amber llegó con el correo de mediodía, tres días después del encuentro de Zac con la señorita Hudgens. La hoja de papel, perfumada de rosas, le notificaba su inminente boda con un noble polaco; inminente solo en el pasado. La carta había sido redactada dos días antes de la boda, pero habían tardado otros tres en enviarla.

Zac no se podía imaginar a Amber casada con nadie que no fuera él. En general, la gente la ponía nerviosa; hasta cierto punto, incluso él la ponía nerviosa, aunque le permitía que le cogiera la mano y la besara. Habría sido feliz apartada del resto de la humanidad, una reclusa musical en un chalet en lo alto de los Alpes sin más vecinos que las vacas de los pastos estivales.

Ella le preocupaba. Pero incluso mientras se preocupaba, no podía contener el brote de excitación que las noticias engendraban. Deseo. Fascinada lujuria. Deslumbramiento sexual. La codicia, no importa el nombre que se le dé, sigue siendo rapacidad. Quería a la señorita Hudgens, quería reír con ella, quería arder con ella. Y ahora podía hacerlo.

Si se casaba con ella.

El matrimonio, sin embargo, era un asunto serio, un compromiso para toda la vida, una decisión que no había que tomar apresuradamente. Trató de abordar el asunto de una manera racional, pero, como todos los jóvenes idiotizados y confundidos de deseo a cuyo club nunca creyó llegar a pertenecer, lo único en lo que podía pensar era en la pasión de la señorita Hudgens en su noche de bodas.

Probablemente sería ella la que acudiera a su habitación, en lugar de al contrario. Le permitiría que dejara todas las luces encendidas para poder devorarla con los ojos a sus anchas. Abriría del todo las piernas y luego lo rodearía, apretadamente, con ellas. Quizá incluso la hiciera mirar lo que le haría, para poder observar sus mejillas sonrojadas, sus ojos empañados de deseo y escuchar sus quejidos y gemidos de placer.

Dios, le haría el amor días y días seguidos.

Después de una noche de debate interno, durante la cual hubo mucho fantasear voluptuoso y muy poco debate sensato, Zac decidió dejar la elección en manos del destino. Si la señorita Hudgens estaba de nuevo junto al arroyo ese día, le pediría que se casara con él antes de que pasara una semana. Si no, lo tomaría como una señal de que debía esperar hasta que acabara el siguiente trimestre, para tener tiempo de reflexionar con mayor seriedad.

Se pasó el día entero a la orilla del riachuelo, caminando arriba y abajo, haciendo de todo excepto trepar a los árboles desnudos. Pero ella no acudió. Ni por la mañana ni por la tarde ni cuando el cielo ya era de un azul muy oscuro. Y fue entonces cuando comprendió que estaba loco por ella; no solo estaba inmensamente descontento con los hados, sino que además decidió que podían, todos, ir a ahogarse en una fosa séptica.

Devolvió el caballo al establo y pidió que le prepararan un coche de inmediato.


El lacayo dudó e interrogó con la mirada a Ness. Apenas había tocado su plato. Ella lo apartó a un lado. El plato desapareció y fue sustituido por otro, una compota de peras.

Victoria: Ness, casi no has comido nada -dijo la señora Hudgens, cogiendo el tenedor-. Pensaba que te gustaba el ciervo.

Ness cogió el tenedor y extrajo un trozo de pera del transparente almíbar. Su disgusto era en extremo evidente. A su madre nunca le preocupaba que comiera tan poco. Todo lo contrario. Con frecuencia, la señora Hudgens temía que el apetito de Ness fuera excesivo, que sus corsés no se pudieran apretar lo bastante como para acercarse en un grado decente al talle de avispa.

Ness se quedó contemplando el tenedor y no consiguió realizar la sencilla tarea de llevárselo a la boca. Ya tenía el estómago revuelto. No tenía ninguna confianza en poder soportar aquel trozo de fruta empapado en azúcar.

Dejó el tenedor.

Ness: Esta noche no tengo hambre.

Solo estaba aterrorizada.

Lo que había hecho era algo carente de principios y muy posiblemente delictivo. Peor todavía, no solo había perpetrado un fraude, sino que había hecho una chapuza. Se había mostrado demasiado impaciente, y había aplicado unos métodos demasiado ordinarios. Hasta un imbécil cualquiera podría captar el rancio olor de la villanía y seguir el rastro hasta su puerta. ¿Qué haría lord Tremaine si se enterara? ¿Qué pensaría de ella?

Entró un lacayo en el comedor y le dijo unas palabras en voz baja a Harold, el mayordomo. Harold se acercó a la señora Hudgens.

Harold: Señora, lord Tremaine está aquí. ¿Debo decirle que espere hasta que acaben de cenar?

Fue una suerte que Ness dejara de fingir que comía; de lo contrario habría dejado caer cualquier cosa que tuviera en la mano.

La señora Hudgens se levantó, radiante de entusiasmo.

Victoria: Por supuesto que no. Iremos a recibirlo de inmediato. Ven, Ness. Sospecho que lord Tremaine no ha recorrido todo el camino para verme a mí.

No cabía duda de que la señora Hudgens oía campanas de boda. Pero el escándalo y la perdición dominaban la mente de Ness. Viviría el resto de su vida como la señorita como-se-llame, aquella solterona demente vestida con su traje de boda, que dejaba que su propiedad se cayera a pedazos y contagiaba su amargura a todo el mundo.

No tenía más remedio que seguir a su madre. Estaba sombría y triste como un soldado de a pie que no compartía el optimismo del general sobre la victoria y el botín y solo veía el baño de sangre que los aguardaba.

Allí estaba, de pie en medio del saloncito; la personificación de sus deseos, el instrumento de su caída, el joven heredero cotizable que se ocupaba de los caballos y organizaba juegos de apuestas solo un poco sospechosos.

Victoria: Milord Tremaine -dijo la señora Hudgens efusivamente-. Como siempre es un placer verlo. ¿Qué le trae a nuestra humilde morada a esta hora tan inusual?

Zac: Señora Hudgens. Señorita Hudgens. -¿La miró? ¿Era un brillo de intenso deseo o de pesar?-. Les ruego que me disculpen por importunarlas a estas horas.

Victoria: Tonterías -respondió la señora Hudgens, quitándole importancia-. Sabe que siempre es bienvenido, a cualquier hora. Ahora, por favor, cuéntenos. La curiosidad me está matando.

Zac: He venido para hablar en privado con la señorita Hudgens -contestó, con una franqueza increíble-. Con su permiso, por supuesto, señora Hudgens.

Por primera vez en su vida, Ness se sentía mareada sin haber sufrido primero una conmoción. Había dos posibilidades, o había venido a denunciarla o a proponerle matrimonio. Por impensable que hubiera sido solo unos días antes, esperaba fervientemente que fuera lo primero. La castigaría como la escoria que era. Luego se marcharía y ella se encerraría en su habitación y se daría de cabezazos hasta romper la pared.

Victoria: Desde luego -accedió la señora Hudgens, con una contención admirable-.

Se retiró, cerrando la puerta al salir. Ness no se atrevía a mirarlo. Estaba segura de que solo eso, por sí mismo, delataba ya su culpabilidad.

Él se le acercó.

Zac: Señorita Hudgens, ¿quiere casarse conmigo?

Nunca en su vida había oído palabras más aterradoras. Sus ojos se encontraron.

Ness: Hace tres días estaba decidido a casarse con otra.

Zac: Hoy estoy decidido a casarme con usted.

Ness: ¿Qué ha pasado en este espacio de tiempo para hacerle cambiar de idea tan drásticamente?

Zac: He recibido una carta de la señorita Von Tussle. Se ha casado con un miembro de la casa del príncipe de Lobomirski.

«No, no es verdad.» Ness había sacado aquel nombre de un libro sobre la nobleza europea que había encontrado en la colección de su madre. Estudió la nota de la señorita Von Tussle y después compuso su engaño, incorporando cuidadosamente las medias disculpas y la impotente nostalgia de la señorita Von Tussle. Luego se lo había llevado todo al guardabosque de Briarmeadow, un viejo que había sido falsificador en su juventud y que le tenía el afecto indulgente de un abuelo.

Ness: Entiendo -dijo, débilmente-. Así que ha decidido ser práctico.

Zac: Supongo que se podría decir que parte de mi decisión ha estado motivada por el materialismo -dijo en voz baja, acercándose tanto que ella podía percibir el frío y vigorizante olor del invierno que todavía se aferraba a su chaqueta-. Aunque le juro por mi vida que no puedo recordar ninguna de esas razones.

Le levantó la barbilla y la besó.

Había besado a otros hombres antes -a varios- cuando se aburría en los bailes o le irritaban las prohibiciones de su madre. Consideraba que era una actividad más extraña que interesante y, a veces, había estudiado al hombre que besaba con los ojos muy abiertos, calculando la magnitud de sus deudas.

Pero desde el momento en que los labios de lord Tremaine tocaron los suyos, se sintió perdida, como un niño que prueba un terrón de azúcar por vez primera, vencida por aquella dulzura. Su beso era tan ligero como el merengue, tan suave como las primeras notas de la sonata Claro de luna y tan intenso como las primeras lluvias de primavera, después de la interminable sequía del invierno.

Mareada y asombrada, bebió su beso. Hasta que un beso ya no fue suficiente. Le cogió la cara entre las manos y lo besó a su vez, con algo que iba más allá del entusiasmo, algo que estaba más cerca de la desesperación, trémula y desenfrenada.

Oyó el gemido apagado de su garganta, sintió el cambio físico que señalaba en él su excitación sexual. Él interrumpió el beso, la apartó y se la quedó mirando, respirando pesadamente, con dificultad.

Zac: Dios mío, si tu madre no estuviera al otro lado de la puerta... -Parpadeó y volvió a parpadear-. ¿Eso ha sido un sí?

Aún no era demasiado tarde. Aún podía tomar el camino más noble, confesarlo todo, pedir perdón y conservar su propio respeto.

Y perderlo. Si él sabía la verdad, la despreciaría. No podía enfrentarse a su ira. Ni a su menosprecio. No podía vivir sin él. Todavía no, todavía no.

Le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la mejilla en su hombro.

Ness: Sí.

El gozo que sintió con su apasionado abrazo estaba impregnado de terror. Pero había hecho su elección. Sería suyo, para bien o para mal. Lo mantendría en la ignorancia tanto tiempo como pudiera.

Y cuando estuvieran casados, miraría su cuerpo dormido, se maravillaría de la enorme suerte que había tenido y no haría caso de la invasión constante del miedo que le corrompía el alma.

Zac no tenía ni idea de que fuera capaz de ser tan feliz. No era del tipo que extrae una alegría desenfrenada del latir del universo ni de otras tonterías por el estilo. Nunca se levantaba de la cama queriendo respirar profundamente la propia vida; un hombre pobre con padres bienintencionados pero ineptos que cuidar y hermanos más jóvenes que mantener no tenía tiempo para esos lujos tontos.

Pero con ella a su lado, no podía menos que sentirse exuberante. Ness poseía propiedades mágicas, fuertes y vigorizantes como un trago del mejor vodka y, sin embargo, lo mantenía siempre en un grado delicioso de embriaguez, ese punto escurridizo de equilibrio en el cual todas las esferas del cielo alcanzaban un alineamiento exquisito y a un mero mortal le brotaban alas.

Durante las tres semanas que duró su noviazgo, él la visitaba con una frecuencia que era positivamente indecente: iba a caballo hasta Briarmeadow por la mañana y por la tarde, y aceptaba la invitación de la señora Hudgens para quedarse a tomar el té y la cena sin hacerse de rogar mucho, solo tras la usual protesta de que no debía abusar demasiado de su amable anfitriona.

Le encantaba hablar con Ness. Su visión del mundo era tan negativa y carente de romanticismo como la suya. Estaban de acuerdo en que, en aquel momento, ninguno de los dos importaba nada, a que él no era más responsable de su linaje que ella de su herencia de millones de libras.

Sin embargo, para ser una escéptica arraigada, era tan fácil de complacer como un cachorrillo. Los inadecuados ramos de flores que recogía del desaprovechado invernadero de Twelve Pillars provocaban unas reacciones tan eufóricas que Julio César, en su triunfal regreso a Roma después de la conquista de la Galia, no habría podido sentirse más loco de entusiasmo. El anillo de compromiso, bastante modesto, que compró para ella con fondos que había ahorrado para su pasaje a América y su primer taller, que construiría según el modelo de Herr Benz, casi la hizo llorar.

El día antes de la boda fue a su casa y pidió que se reuniera con él en el exterior. Nada de capa de un azul melancólico; esta vez ella apareció como una columna de fuego, con un manto de un intenso color rojo fresa, con las mejillas sonrosadas y los labios color vino a juego.

Sonrió, como hacía siempre cuando se encontraba con ella. Era tonto, claro, pero era un tonto feliz.

Zac: Tengo algo para ti.

Ella se rió, atolondrada, cuando abrió el pequeño paquete envuelto que dejó al descubierto un bollo de cerdo todavía caliente.

Ness: Ahora sí que he visto todo lo que había que ver. Seguro que ayer robaste hasta la última flor del invernadero.

Miró alrededor con aquel aire travieso tan suyo, que era la señal de que pensaba acercársele y besarlo, y que se fuera al infierno todo el mundo que pudiera verla en su jardín delantero. La detuvo, cogiéndola por los brazos, de forma que no se pudiera aproximar más.

Zac: Tengo otra cosa para ti.

Ness: Ya sé qué tienes para mí -dijo, con descaro-. Ayer no me dejaste que lo tocara.

Zac: Hoy puedes tocarlo -susurró-.

Ness: ¿Qué? -Después de todo, seguía siendo virgen-. ¿Aquí fuera, donde todos nos pueden ver?

Zac: Oh, sí.

Se echó a reír al ver su expresión de asombro y avergonzado interés.

Ness: ¡No!

Zac: Está bien. Entonces, cogeré el cachorro y me iré a casa.

Ness: ¿Un cachorro? -chilló, como la joven de diecinueve años que era-. ¡Un cachorro! ¿Dónde está? ¿Dónde está?

Él sacó la cesta del coche, pero la mantuvo lejos de sus ansiosas manos, que querían cogerla.

Zac: Me has dicho que no quieres tocarlo en público.

Ella agarró el otro lado de la cesta.

Ness: ¡Vamos, dámelo! ¡Dámelo! Por favooor. Haré lo que quieras.

Él se rió y cedió. Ella abrió la tapa de la cesta y asomó la cabeza marrón y blanca de un cachorro gales, que llevaba al cuello un lazo azul, ligeramente torcido, hecho con las cintas que Zac le había sustraído a Miley. Ness chilló de nuevo y sacó el cachorro de la cesta. El animal la miraba con ojos serios e inteligentes, no tan entusiasmado como lo estaba ella ante su encuentro, pero contento y obediente, de todos modos.

Ness: ¿Es macho o hembra? -preguntó sin aliento, mientras le ofrecía trozos del bollo-. ¿Qué tiempo tiene? ¿Tiene nombre?

Zac echó una mirada a los testículos bien a la vista del cachorro. Puede que ella no supiera tanto como él creía.

Zac: Es un macho. Tiene diez semanas. Y he decidido llamarlo Rich en honor a ti.

Ness: Rich, cariño. -Acercó la mejilla al morro del perro-. Te compraré un fantástico cuenco dorado para el agua, Rich. Y seremos los mejores amigos para siempre jamás. -Por fin, volvió a mirar a Zac-. Pero ¿cómo sabías que siempre había querido un cachorro?

Zac: Tu madre me lo dijo. Dijo que ella prefería los gatos y que tú te morías de ganas por tener un perro.

Ness: ¿Cuándo?

Zac: El día que nos conocimos. Después de cenar. Estabas allí. ¿No te acuerdas?

Ella negó con la cabeza.

Ness: No, no me acuerdo.

Zac: No me extraña, estabas demasiado ocupada mirándome.

Ella se llevó la mano a los labios, pero luego una lenta sonrisa se extendió por su cara.

Ness: ¿Te diste cuenta?

Sintió la tentación de decirle que ni siquiera en una velada memorablemente absurda en San Petersburgo, durante la cual tanto la anfitriona como el anfitrión intentaron seducirlo, se lo habían comido tanto con los ojos.

Zac: Me di cuenta.

Ness: Dios mío.

Enterró la cara en el cuello del cachorro. Se había ruborizado y, que Dios lo ayudara, él tenía una erección del tamaño del condado de Bedford.

Ness: Gracias -dijo con la voz apagada por el pelaje de Rich-. Es el mejor regalo que nadie me ha hecho nunca.

Él se sentía emocionado y humilde.

Zac: Me hace feliz verte feliz.

Ness: Hasta mañana, entonces -se inclinó y le dio un beso dulce y lento-. Se me hará muy larga la espera.

Zac: Serán las veinticuatro horas más largas de toda mi vida -dijo besándola una última vez en la punta de la nariz-. Una eternidad.

Las veinticuatro horas siguientes resultaron ser exactamente eso; una eternidad, una eternidad en el infierno.




Wait a minute! Vanessa, ¡eres una...! ¡Engañando a Zac de mala manera! Eso está feo, eh Vanessita.
Pero no sé si lo de Zac es peor, que como piensa que no se puede casar con la otra, coge a Vanessa como segundo plato XD ¡No fastidies!
Así les va el matrimonio que no se quieren ver ni en pintura XD

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¡Un besi!


2 comentarios:

Unknown dijo...

Yo sabia! Sabia que Ness le habia mentido a Zac y por eso el la detesta! El queria mucho a su otra prometida..... demasiado por eso ahora ni puede ver a Ness. Pero tambien Zac debe admitir que siente algo mas por Ness que solo pasion...

Sube pronto!!!!

Maria jose dijo...

What??? Omg este capitulo estuvo muy tierno
Fuera del engaño y de que zac utilice a vanessa de segundo
Plato, el capitulo fue muuuuuy bueno
Fueron muy tiernos (todo el tiempo que leí la novela
Tenía una sonrisa en mi cara) e
Me encanto que utilicen la misma palabra y lo recuerden
Sube pronto
La espero con emoción!!!

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