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sábado, 20 de septiembre de 2014

Capítulo 9


14 de mayo de 1893

Al principio, no fue consciente de la música. Ness no estaba acostumbrada a oír música en su propia casa cuando no había pagado por ella. Dejó el informe que tenía en la mano y escuchó el débil pero inconfundible sonido de que alguien estaba tocando el piano.

En su cesta, junto a la cama, Rich gimió, resopló y abrió los ojos. El pobre no dormía bien por la noche, tal vez debido a todas las siestas que hacía durante el día. Sacudió el cuello, se levantó sobre sus cortas patas e inició la laboriosa ascensión por la escalerilla construida especialmente para él, después de que ya no pudiera subirse de un salto a la cama con la única ayuda de la banqueta.

Ness apartó el cobertor y lo cogió.

Ness: Es ese estúpido marido mío -le dijo al antiguo cachorro-. En lugar de lanzarse sobre mí, se lanza sobre el maldito piano. Vamos a decirle que deje de hacer ruido.

Su marido empezó a tocar algo dramático y violento mientras ella bajaba las escaleras -bong, bong, bong, bong, bing, bing, bing, bing-; sin duda una pieza compuesta por el excesivamente sombrío Herr Beethoven. Con un suspiro, Ness abrió la puerta de la sala de música.

Zac llevaba un batín de seda, tan elegante y oscuro como el propio piano. Tenía el pelo alborotado, pero por lo demás mostraba el aspecto serio y concentrado de un hombre con un propósito. Según la opinión general, era un hombre excelente, un hijo altruista, un hermano afectuoso, un amigo leal... además de tener unos modales impecables.

Y una vena de perversidad oculta que había que vivirla para oírla.

Ness: Te ruego que me disculpes, pero algunos necesitamos dormir para poder levantarnos temprano por la mañana.

Dejó de tocar y la miró de una manera rara. Le costó un momento darse cuenta de que no la miraba a ella, sino a Rich.

Zac: ¿Es Rich? -preguntó, frunciendo el ceño-.

Ness: Sí.

Se levantó de la banqueta del piano y se acercó, estudiando a Rich, con un ceño cada vez más fruncido.

Zac: ¿Qué le pasa?

Ella miró al perro. No le parecía diferente de como era habitualmente.

Ness: Nada -respondió con voz aguda, a la defensiva. Le gustaba pensar que le proporcionaba a Rich una vida feliz y cómoda-. Esta todo lo bien que un perro viejo puede estar.

Rich tenía diez años y medio y su pelaje, en un tiempo lustroso, estaba ahora apagado y gris. Tenía los ojos legañosos. Se tambaleaba, jadeaba, se cansaba fácilmente y comía mal. Pero cuando tenía ganas, cenaba foie gras con champiñones salteados. Y cuando estaba mal de salud, lo atendía el mejor veterinario de Londres.

Zac tendió la mano hacia Rich.

Zac: Ven aquí, viejo camarada. -Rich lo miró con ojos somnolientos. No se movió, pero tampoco protestó cuando Zac lo cogió-. ¿Te acuerdas de mí?

Ness: Lo dudo mucho.

Zac no hizo caso de su mordaz contestación.

Zac: Tengo dos cachorros en Nueva York. -Le hablaba a Rich-. Hannah y Buddy, un par de alborotadores. Les encantaría conocerte algún día.

Ness no entendía por qué una información tan trivial y corriente como que tuviera perros le causaba un dolor tan agudo.

Zac: Ya veo que no te acuerdas de mí. -Rascó, nostálgico, el pelaje detrás de la oreja de Rich-. Te he echado de menos.

Ness: Me gustaría que me lo devolvieras -dijo fríamente-.

La complació, pero no antes de abrazar a Rich y besarle la oreja al viejo perro.

Zac: Tu piano necesita que lo afinen.

Ness: Nadie lo toca.

Zac: Es una lástima. -Volvió la cabeza y miró, apreciativo, el instrumento-. Un piano Erard se merece que lo toquen.

Ness: Puedes llevártelo cuando vuelvas a Nueva York. Un regalo de divorcio.

Lo había comprado como regalo de bodas para él. Pero no llegó hasta meses después de que él se hubiera marchado.

Su mirada volvió a ella.

Zac: Gracias, puede que lo haga. En especial dado que ya tiene mis iniciales grabadas.

Estaba tan cerca que se figuró que podía olerlo, el olor de un hombre después de medianoche; piel desnuda bajo el batín de seda.

Ness: ¿Por qué no lo haces ya? -murmuró-. Todos estos jueguecitos sexuales no resultan muy atractivos en un hombre.

Zac: Sí, sí, soy muy consciente de ello. Pero la verdad sigue siendo que me resisto a tocarte.

Ness: Apaga todas las luces. Finge que soy otra persona.

Zac: Eso sería difícil. Tiendes a hacerte oír.

Ella se sonrojó. No pudo evitarlo.

Ness: Me coseré los labios.

Él negó con la cabeza, lentamente.

Zac: No sirve de nada. Respiras, y sabré que eres tú.

Diez años atrás lo habría tomado como una declaración de amor. Notó un dolor punzante en el corazón, un eco solitario.

Él se inclinó.

Zac: Una pieza más y me iré a la cama.

Mientras ella se marchaba, empezó a tocar algo tan suave y evocador como las últimas rosas del verano. Lo reconoció al segundo compás: Liebesträume. La señora Hudgens y él lo habían tocado juntos aquella primera noche, cuando se conocieron. Incluso Ness, pese a su falta de talento musical, podía tocar aquella melodía al piano con una sola mano.

Sueño de amor. Lo único que nunca tuvo con él.


La campaña de la señora Hudgens para cortejar al duque había tropezado con un obstáculo.

Durante un par de días, todo fue fantásticamente. Envió sin tardanza la caja de Château Lafite a Ludlow Court. Casi al momento, llegó una cortés nota de agradecimiento, acompañada de una cesta con confituras de albaricoque y melocotón, de los propios frutales de Ludlow Court.

Luego nada. Victoria envió una invitación al duque para su próxima gala de beneficencia. Él le remitió un generoso cheque, pero rechazó asistir al acto. Dos días después, ella reunió el valor para pasar por Ludlow Court en persona, pero el duque no estaba en casa.

Hacía cinco años que se había vuelto a establecer en Devon, en la casa de su infancia, que Victoria le compró a su sobrino. Cinco años durante los cuales ella había observado las idas y venidas del duque. Sabía perfectamente que nunca salía a ningún sitio salvo para dar su paseo diario.

Así que no tendría más remedio que volver a interceptarlo durante ese paseo.

Fingió estar examinando las rosas del jardín delantero, con un par de tijeras en la mano; no importaba que ningún jardinero que se respetara se dedicara a cortar nada a media tarde. El corazón le latía con fuerza cuando él dobló la esquina del camino a su hora habitual. Pero para cuando consiguió colocarse al lado de la pequeña verja, junto al sendero, solo recibió un «buenas tardes», sin que él se detuviera.

Al día siguiente, lo esperó cerca de la parte delantera del jardín, sin mejores resultados. El duque se negaba a iniciar una conversación. Su comentario sobre el tiempo solo cosechó el mismo «buenas tardes» del día anterior. Después de eso, llovió durante tres días. Él paseaba con impermeable y botas de agua, pero ella no podía, de ninguna manera, trabajar -o fingir que lo hacía- en medio de un aguacero.

Apretó los dientes y decidió convertirse en una molestia todavía mayor. Pasearía con él. Ponía a Dios por testigo que embolsaría, ataría y entregaría este duque a Ness, por mucho que le costara a su dignidad.

Vestida con un traje de paseo blanco y unas cómodas botas, espero en la salita de delante de la casa de campo. Cuando él apareció a lo lejos, doblando la esquina, saltó de inmediato sobre su presa, elevando su parasol con flecos de pompón.

Victoria: He decidido hacer yo también un poco de ejercicio, excelencia. -Sonreía mientras cerraba la puerta de la verja-. ¿Le importa que pasee con usted?

Él levantó un par de lentes que llevaba al cuello y la miró, desde arriba, a través de los lentes. Dios santo, aquel hombre era un duque hasta en los menores gestos. No era extraordinariamente alto, no llegaba al metro ochenta, pero una de sus glaciales miradas haría que el Coloso de Rodas se sintiera como un enano.

No le dio un permiso explícito. Se limitó a dejar caer los quevedos y asintió.

Harry: Señora -murmuró, y reanudó su paseo de inmediato, dejando que Victoria corriera tras él, apresurándose para atraparlo-.

Sabía, claro, que él caminaba deprisa. Pero no había sido consciente de lo rápido que andaba hasta que llevaba diez minutos intentando alcanzarlo. Por un momento, deseó tener la estatura de Ness en lugar de su propio y más discreto metro cincuenta y seis.

Dejando de lado toda la contención propia de una dama, echó a correr, maldiciendo los estrechos confines de su falda y, al final, llegó a su lado. Había preparado varios inicios de conversación, retazos de trivialidades locales, pero para cuando acabara de enumerar un montón de interesantes detalles históricos relativos a la siguiente casa que daba al camino, estaría de nuevo a un par de metros por detrás de él. Y habiendo observado toda su vida una conducta muy propia de una dama, no estaba segura de poder hacer otra carrera sin fallecer de desmayo.

Así que fue directa al grano.

Victoria: ¿Querría cenar en mi casa el miércoles, dentro de dos semanas, excelencia? Mi hija estará aquí de visita esa semana. Estoy segura de que le encantará conocerlo.

Tendría que ir a Londres y traer a Ness a rastras. Pero de eso ya se preocuparía más tarde.

Harry: Soy muy maniático con las comidas, señora Hudgens, y no suele gustarme nada que no haya preparado mi propia cocinera.

Maldita sea. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? ¿Qué tenía que hacer una mujer para conseguir que entrara en su casa? ¿Bailar desnuda delante de él? Seguro que entonces se quejaba de vértigo.

Victoria: Estoy segura de que podríamos...

Harry: Pero podría considerar la posibilidad de aceptar su invitación, si me concediera un favor a cambio.

Si no fuera tan condenadamente agotador mantenerse a su paso, se habría parado en seco, estupefacta.

Victoria: Será un honor. ¿Qué puedo hacer por usted, excelencia?

Harry: Soy un admirador de la paz y la tranquilidad de la vida en el campo, como bien sabe -dijo. ¿Detectaba una sombra de sarcasmo en su voz?-. Pero incluso el más ardiente admirador de la vida en el campo, a veces echa de menos los placeres de la ciudad.

Victoria: Ciertamente.

Harry: No he jugado desde hace quince años.

¿Este duque, un jugador? Pero si era un solitario, un estudioso de la obra de Homero, con la nariz siempre enterrada en viejos pergaminos.

Victoria: Entiendo -dijo, aunque no lo entendía-.

Harry: Oigo el canto de sirena de una mesa de paño verde. Pero no quiero ir a Londres para satisfacer mi capricho. ¿Sería tan amable de jugar unas cuantas manos conmigo?

Esta vez sí que se paró en seco.

Victoria: ¿Yo? ¿Jugar?

Nunca había apostado ni siquiera un chelín. En su opinión, jugar era casi lo más estúpido que una mujer podía hacer, aparte de divorciarse de un hombre que un día sería duque.

Harry: Por supuesto, comprendería que tuviera objeciones a...

Victoria: Claro que no -se oyó decir-. No tengo ninguna objeción en absoluto a hacer alguna apuesta inocente.

Harry: A mí, me gusta que sea un poco más interesante. Mil libras la mano.

Victoria: Y yo admiro a los hombres que hacen apuestas altas -respondió, con voz aguda-.

¿Qué le pasaba? Cuando aceptó renunciar a su dignidad, no había planeado entregar también hasta el último resquicio de sentido común. Y además, mentir directamente, elogiándolo por el rasgo más estúpido, más autodestructivo que un hombre puede poseer.

Como le sucedía a todo buen protestante, llegaba un momento en la vida en que ansiaba poder hacer un simple viajecito al confesionario de los papistas para que la absolvieran de sus pecados.

Harry: Muy bien, entonces. -El duque de Perrin asintió, satisfecho-. ¿Acordamos una fecha y una hora?




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1 comentarios:

Unknown dijo...

Wow... igual hay muchas cosas que no entiendo entre Zanessa... porque antes del matrimonio se deseaban? Y ahora que estan casados, Zac ni siquiera puede tocar a Ness... que habra pasado?


Y este Harry quieeeen es???.
Sube pronto!!!

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