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sábado, 27 de septiembre de 2014

Capítulo 11


22 de mayo de 1893

Un club de caballeros le había parecido el remedio perfecto después de un largo y cansado viaje de negocios de una semana al continente, durante el cual había pensado muy poco en sus negocios y demasiado en su esposa. Pero Zac estaba empezando a lamentar haberse hecho socio. Nunca antes había puesto los pies en un club de caballeros ingleses, pero abrigaba la impresión de que sería un lugar silencioso y tranquilo, lleno de hombres que huían de las restricciones de la esposa y el hogar, bebían whisky escocés, sostenían desganados debates políticos y roncaban ligeramente detrás de sus ejemplares del Times.

Ciertamente, el interior del club, que parecía que no lo hubieran tocado en medio siglo -los descoloridos cortinajes de color burdeos, el papel de las paredes oscurecido por las manchas que dejaban las luces de gas y un mobiliario del que dentro de otra década, más o menos, dirían que había visto tiempos mejores-, le había parecido idóneo para un estado de somnolencia, con las falsas esperanzas de que así podría matar la tarde, rumiando en paz. Y eso había hecho durante unos minutos, hasta que se vio rodeado por una multitud que quería serle presentada.

La conversación derivó rápidamente hacia las propiedades de Zac. No le había dado demasiada credibilidad a la señora Hudgens cuando, en una de sus cartas, afirmaba que la sociedad había cambiado y que ahora la gente no podía dejar de hablar del dinero. Ahora lo creía.

**: ¿Cuánto costaría un yate? -preguntó un joven impaciente-.

*: ¿Se puede hacer un beneficio considerable? -inquirió otro-.

Tal vez la depresión agrícola que había reducido a la mitad muchas rentas de grandes propiedades tuviera algo que ver. La aristocracia empezaba a pasar apuros. La mansión, los carruajes y los sirvientes eran una sangría de dinero, un dinero que cada día era más escaso. El desempleo, durante siglos la norma para los caballeros -para poder dedicar el tiempo a ocupar el cargo de parlamentario y magistrado-, era, cada vez más, una posición insostenible. Pero, todavía, eran pocos los caballeros que tenían la audacia de trabajar. Así que hablaban para apagar la comezón de la ansiedad colectiva.

Zac: Un yate así cuesta tanto que solo un puñado de los americanos más ricos se lo pueden permitir. Pero, por desgracia, no tanto como para que los proveedores puedan hacerse ricos de forma instantánea.

Si tuviera que depender solo de la empresa de su propiedad donde diseñaban y fabricaban yates, sería un hombre acomodado, pero ni de lejos lo bastante rico como para codearse con la élite de Manhattan. Eran sus otras empresas marítimas, la línea de buques de carga y los astilleros donde construían barcos comerciales, las que formaban lo que los americanos llamaban «la carne y las patatas», es decir, la parte fundamental de su cartera.

***: ¿Cómo se llega a ser propietario de una firma así? -preguntó un hombre del grupo de interlocutores, este no tan joven como los otros y que, a juzgar por su silueta, parecía embutido en un corsé debajo del chaleco-.

Zac miró hacia el reloj de pie que había entre dos librerías, en la pared del fondo. Sin importar la hora que fuera, iba a decir que lo esperaban en otro sitio en media hora. Eran las tres y cuarto y, junto al reloj, estaba lord Wrenworth observando divertido a la multitud que rodeaba a Zac.

***: ¿Cómo? -Zac volvió a mirar al hombre encorsetado-. Se trata de buena suerte, el momento oportuno y una esposa que vale su peso en oro, querido amigo.

Su respuesta fue recibida con un silencio a mitad de camino entre el escándalo y el respeto. Aprovechó la oportunidad para levantarse.

Zac: Les ruego que me excusen, caballeros. Me gustaría hablar un momento con lord Wrenworth.

«Mi hija me envía postales desde el Distrito de los Lagos. Me han dicho que lord Wrenworth también está allí.»

«Mi hija va a Escocia con un numeroso grupo de amigos, lord Wrenworth entre ellos, para pasar una semana.»

«Mi hija, cuando la vi la última vez en una cena, exhibía un par de pulseras de diamantes que no le había visto antes. Se mostró inusualmente evasiva respecto a su procedencia.»

La señora Hudgens se había mostrado muy pródiga en sus elogios de lord Wrenworth -«un hombre con el que todos los hombres quieren estar y al que todas las mujeres quieren cautivar»-, pero casi no había exagerado. El hombre parecía elegante sin esfuerzo, a la moda sin esfuerzo y tranquilo y sereno sin esfuerzo.

Wrenworth: Ha congregado a toda una multitud, milord Tremaine -dijo con una sonrisa mientras Zac y él se estrechaban la mano-. Es objeto de enorme curiosidad por estas moradas.

Zac: Ah, sí, la última incorporación al circo, etcétera. Señor, es usted afortunado de estar tan bien situado que no necesite ensuciar su mente pensando en el comercio.

Lord Wrenworth se echó a reír.

Wrenworth: En cuanto a eso, milord, está muy equivocado. Los caballeros ricos necesitan dinero en igual medida que los caballeros pobres; tenemos unos gastos mucho mayores. Pero me atrevería a decir que su éxito material alimenta solo una parte de la curiosidad colectiva.

Zac: Déjeme que lo adivine; se trata de ese pequeño asunto del divorcio.

Wrenworth: A falta de un buen asesinato a la antigua usanza, un divorcio emparejado a acusaciones de adulterio es lo mejor que cualquiera puede esperar, cuando se está de humor para algunos chismorreos entretenidos.

Zac: Desde luego. ¿Qué ha oído decir?

Lord Wrenworth enarcó una ceja, pero procedió a responder a la pregunta de Zac.

Wrenworth: Tengo la suerte de contar con un batallón de cuñadas. Una, que cuenta con fuentes absolutamente fidedignas, declara que está usted dispuesto a aceptar una anulación siempre que lady Tremaine le entregue la mitad de su fortuna y prometa viajar al lugar donde ella pasará la noche de bodas en su buque insignia de lujo.

Zac: Interesante porque no me ocupo del tránsito de pasajeros.

Wrenworth: Debe de estar usted en un error. Aunque, por supuesto, otra de las hermanas de lady Wrenworth, con fuentes igualmente fidedignas, insiste en que está a un paso de una gran reconciliación.

Zac asintió.

Zac: Y usted está a favor del viejo statu quo. Quizá valga la pena que le informe de que lady Tremaine está bastante molesta con usted, ella creía que era usted mejor amigo de lord Frederick.

Wrenworth: Entonces no sería tan buen amigo de ella -replicó, hablando en serio-. Lord Frederick, aunque es un hombre de una bondad irreprochable... Hablando del diablo... los aficionados a los rumores tendrán nuevos chismes que contar esta noche.

Señaló con la barbilla hacia la puerta. Zac se volvió y vio a un joven que se les acercaba. Aunque se encorvaba ligeramente, seguía siendo alto, algo más de metro ochenta. Tenía la cara redonda, la mandíbula fuerte y unos ojos limpios y sin complicaciones. En toda la estancia, los hombres dejaron lo que estaban haciendo y se quedaron contemplando abiertamente cómo avanzaba, dirigiendo su mirada de Zac al joven y viceversa, pero lord Frederick permanecía ajeno al revuelo que había causado.

El joven le tendió la mano a lord Wrenworth.

Andrew: Lord Wren, encantado de verlo. -Tenía una voz melodiosa, sorprendentemente profunda-. Estaba pensando en enviarle una nota. Lady Wren me preguntó hace un par de meses si pintaría un retrato suyo. Bien, le dije que no era muy bueno con los retratos. Pero estos días... bueno, usted ya sabe lo que sucede... parece que dispongo de mucho tiempo. Si sigue interesada...

Wrenworth: Estoy seguro de que le encantará, Andrew -dijo lord Wrenworth tranquilamente. Se volvió hace Zac-. Lord Tremaine, ¿me permite que le presente a lord Frederick Stuart? Andrew, lord Tremaine.

Zac le tendió la mano.

Zac: Es un placer, señor.

Lord Frederick parpadeó. Se quedó mirando fijamente a Zac durante un segundo, como si esperara algo nefasto. Luego, tragó saliva y estrechó la mano de Zac con la suya, que era grande y un poco gordezuela.

Andrew: Oh, bien... Encantado, seguro, milord.

Por alguna razón, pese a todo lo que la señora Hudgens le había escrito, Zac esperaba ver un espécimen de hombre de primera clase. Lord Frederick no era ese hombre. Al lado de lord Wrenworth, parecía demasiado corriente, con un aspecto agradable, pero común y corriente, con ropa un par de años por detrás de la vanguardia de la moda y un porte sencillo.

Zac: ¿Es usted pintor, lord Frederick?

Andrew: No, no, solo soy un aficionado.

Wrenworth: Tonterías. Lord Frederick es un pintor consumado para su edad.

Su edad; otra cosa que Zac no esperaba. Lord Frederick no podía haber vivido más de veinticuatro inviernos; era una criatura, apenas lo bastante mayor para que empezara a salirle barba.

Andrew: Lord Wrenworth es demasiado amable -murmuró-.

Zac vio que estaba empezando a sudar, pese al frío interior del club.

Wrenworth: Permítame que disienta -insistió-. Tengo una de las obras de Andrew en casa. Lady Wrenworth la admira mucho. De hecho, creo que lady...

De repente, lord Frederick pareció presa del pánico.

Andrew: ¡Wren!

Lord Wrenworth se quedó desconcertado.

Wrenworth: ¿Sí, Andrew?

Lord Frederick no consiguió encontrar una respuesta rápida.

Andrew: Yo... esto... lo he olvidado.

Zac: ¿Qué estaba a punto de decir, lord Wrenworth?

Wrenworth: Solo que creo que mi madre política le rogó que se la regalara. Pero lady Wrenworth se negó a separarse de ella.

Andrew: Oh -musitó, con la cara de un color carmín que rivalizaba con las cortinas-.

Los dos hombres mayores intercambiaron una mirada. Lord Wrenworth se encogió de hombros imperceptiblemente, como si no tuviera ni idea de lo que había motivado el estallido de lord Frederick. Pero Zac lo había adivinado.

Zac: ¿Es lady Tremaine, al igual que lady Wrenworth, una admiradora de su obra, lord Frederick?

Lord Frederick miró a lord Wrenworth en busca de ayuda, pero este decidió no involucrarse y dejó que lord Frederick respondiera él solito a la directa pregunta de Zac.

Andrew: Esto... lady Tremaine siempre ha sido muy amable con... mis esfuerzos. Es una gran coleccionista de arte.

No era algo que Zac hubiera dicho de su esposa. Pero suponía que, posiblemente, en una sociedad enamorada de los estilos y temas clásicos de sir Frederick Leighton y Lawrence Alma-Tadema, bien pudiera ser dueña de una de las mayores colecciones de cuadros impresionistas.

Zac: Entiendo que aprueba las últimas tendencias en el arte, ¿me equivoco?

Andrew: Sí que las apruebo, señor.

Lord Frederick se relajó levemente.

Zac: Entonces debe venir a verme la próxima vez que esté en Nueva York. Mi colección es muy superior a la de lady Tremaine, por lo menos en cantidad.

El pobre chico no sabía a qué atenerse y se preguntaba si le estaban tomando el pelo, pero decidió responder a la invitación de Zac como si se la hubiera hecho de buena fe.

Andrew: Será un honor, señor.

En aquel momento, Zac vio lo que Ness debía de haber visto en el muchacho: su bondad, su sinceridad, su buena disposición a pensar lo mejor de todas las personas que conocía, una disposición que nacía menos de la ingenuidad que de una nobleza innata.

Lord Frederick dudó.

Andrew: ¿Va a volver a América pronto o se quedará con nosotros un tiempo?

También tenía valor para hacerle aquella pregunta directamente.

Zac: Supongo que permaneceré en Londres hasta que se resuelva el asunto de mi divorcio.

El rubor de lord Frederick superaba ahora a la paprika húngara, tanto en color como en intensidad. Lord Wrenworth sacó el reloj y miró la hora.

Wrenworth: Dios santo, tendría que haberme reunido con lady Wrenworth en la librería hace cinco minutos. Deben disculparme, caballeros. No hay en el infierno furia peor que la de una mujer a la que se ha hecho esperar.

Había que decir en su honor que lord Frederick no salió corriendo, aunque el deseo de hacerlo estaba claramente escrito en su cara. Zac miró alrededor de la sala. De repente, crujieron los periódicos, se reanudaron las conversaciones, y los cigarros, que habían estado dejando caer cenizas en la alfombra escarlata y azul, encontraron de nuevo su sitio en los labios, bajo los bigotes.

Satisfecho de que la curiosidad desenfrenada e indecorosa de la sala hubiera quedado refrenada por el momento, Zac volvió a prestar atención a lord Frederick.

Zac: Entiendo que desea casarse con mi esposa.

El color desapareció del rostro de lord Frederick, pero se mantuvo firme.

Andrew: Así es.

Zac: ¿Por qué?

Andrew: La quiero.

Zac no tenía más remedio que creerlo. La respuesta de lord Frederick rebosaba de la clase de claridad que nace de la más profunda convicción. No hizo caso de la punzada de dolor que sintió en el pecho.

Zac: ¿Y aparte de eso?

Andrew: ¿Cómo dice?

Zac: El amor es una emoción poco fiable. ¿Qué tiene lady Tremaine que le hace pensar que no lamentará casarse con ella?

Lord Frederick tragó saliva.

Andrew: Es amable, sensata y valiente. Comprende el mundo, pero no deja que la corrompa. Es magnífica. Es como... como...

No encontraba las palabras.

Zac: ¿Como el sol en el cielo? -ofreció, suspirando en su interior-.

Andrew: Sí, exactamente. ¿Cómo... cómo lo ha adivinado, señor?

«Porque en un tiempo yo pensaba lo mismo. Y, a veces, lo sigo pensando.»

Zac: Pura casualidad. Dígame joven, ¿ha pensado alguna vez que quizá no sea fácil estar casado con una mujer como ella?

Lord Frederick pareció perplejo, como un niño al que le permiten comer mucho helado cuando a él solo le dejaban tomar unas pocas cucharadas cada vez.

Andrew: ¿Cómo?

Zac hizo un movimiento negativo con la cabeza. ¿Qué podía decir?

Zac: No haga caso de las divagaciones de un viejo. -Le ofreció la mano de nuevo-. Le deseo mucha suerte.

Andrew: Gracias, señor. -Lord Frederick parecía a la vez aliviado y agradecido-. Gracias. Igualmente.

«Que gane el mejor.»

La respuesta llegó casi a la punta de la lengua de Zac antes de que se diera cuenta de lo que estaba a punto de decir y se la tragase entera. No podía ser que quisiera decir en serio nada que se acercara a aquello. Ni siquiera podía haberlo pensado. No la necesitaba. No quería que volviera con él. Eran solo los restos del naufragio que quedaban en su mente, arrojados a la playa por un súbito brote de posesividad masculina.

Saludó con un gesto a lord Frederick y a otros hombres, recuperó el sombrero y el bastón, y salió del club para encontrarse con una bella tarde. Todo estaba mal. El cielo debería haber sido amenazador, el viento, frío, la lluvia, violenta. Se habría alegrado de un tiempo así, habría recibido con los brazos abiertos la incomodidad de quedar empapado y el aislamiento de un aguacero helado.

En cambio, debía soportar aquel sol implacablemente bello de un día de principios de verano y escuchar el gorjeo de los pájaros y las risas de los niños mientras todos sus argumentos lógicos y cuidadosamente construidos amenazaban con derrumbarse a su alrededor.

Ness se equivocaba. No había sido por Amber. Nunca había sido por Amber. Siempre había sido por ella.


Ness le estaba causando problemas a Victoria.

Ness: Duque de Perrin. -Frunció el ceño-. ¿Cómo es que lo conoces?

Esta no era la reacción que Victoria esperaba de Ness. Había mencionado al duque solo de manera muy casual mientras trataba de convencer a Ness de que pasara algún tiempo fuera de Londres.

Victoria: Da la casualidad de que es mi vecino. Nos conocimos durante uno de sus paseos diarios.

Ness: Me sorprende que le permitieses que se presentara. -Una doncella con blusa blanca, falda negra y un largo delantal de peto se acercó y les llenó los vasos con agua mineral. Victoria lo había arreglado para que se encontraran en un salón de té para señoras. No confiaba en que los sirvientes de Ness no contasen chismes-. Pensaba que, por lo general, te mantenías lejos de canallas y libertinos.

Victoria: ¡Canallas y libertinos! -exclamó-. ¿Qué tiene eso que ver con su excelencia? Es muy respetado, para que lo sepas.

Ness: Tuvo un accidente de caza, casi mortal, hace unos quince años. Después de eso se retiró de la sociedad. Y para que lo sepas, hasta entonces había sido un auténtico libertino, un jugador y un malvado de la cabeza a los pies.

Victoria se llevó la servilleta a los labios para disimular que se había quedado boquiabierta. El duque había sido su vecino cuando ella era joven. Y volvía a ser su vecino ahora. Pero tenía que admitir que no tenía ni idea de lo que había hecho durante los más de veinte años que habían pasado.

Victoria: Bueno, no puede ser peor que Alexander, ¿o sí?

Ness: ¿Alexander? -se la quedó mirando fijamente-. ¿Por qué lo comparas con Alexander? ¿Estás pensando en casarte con él?

Victoria: ¡No, desde luego que no! -negó acaloradamente-.

Al instante siguiente, deseó no haberlo hecho, porque Ness la miraba con el ceño fruncido, suspicaz.

Ness: Entonces, ¿qué haces invitándolo a cenar? -Su voz se volvía más estridente a cada palabra-. Dime que no estás planeando alguna locura para convertirme en la próxima duquesa de Perrin.

Victoria suspiró.

Victoria: No hay ningún mal en ello, ¿verdad?

Ness: Madre, creo haberte dicho ya que voy a casarme con lord Frederick Stuart, una vez que me haya divorciado de Tremaine -habló lentamente, como si se dirigiera a un niño muy lerdo-.

Victoria: Pero no podrás divorciarte hasta dentro de un tiempo -señaló sensatamente-. Tus sentimientos hacia lord Frederick pueden haber cambiado para entonces.

Ness: ¿Me estás llamando voluble?

Victoria: No, claro que no. -Cielos, ¿cómo se le explica a una chica que su futuro esposo tiene menos cerebro que un mosquito?-. Solo digo que, bueno, no creo que lord Frederick sea el hombre más adecuado para ti.

Ness: Es bueno, amable y cariñoso, y no tiene absolutamente ningún vicio. Me quiere mucho. ¿Qué otro hombre puede ser mejor para mí?

Caramba. Aquella chica la estaba poniendo a prueba.

Victoria: Pero tienes que pensarlo con mucho cuidado. Eres una mujer inteligente. ¿De verdad puedes respetar a un hombre que no posee la misma perspicacia?

Ness: ¿Por qué no acabas de una vez y dices que es corto de entendederas?

Muchacha estúpida.

Victoria: De acuerdo, creo que es corto y que tiene un cerebro más espeso que el pudin Nesselrode. Y no puedo soportar la idea de que te cases con él. No te llega ni a la suela del zapato.

Ness se levantó con calma.

Ness: Me alegro de haberte visto, madre. Te deseo una estancia agradable en Londres. Lo lamento, pero no podré ir a Devon la semana que viene ni la siguiente ni la de después. Buenos días.

Victoria resistió el impulso de ocultar la cara entre las manos, estaba desconcertada. Había tenido mucho cuidado en no mencionar a Zac ni criticar a Ness por la petición de divorcio. ¿Y ahora tampoco podía afirmar algo obvio relativo a lord Frederick?

Ness llegó a casa echando humo. ¿Qué le pasaba a su madre? Había pasado un milenio desde que Ness acabó por aceptar la falta de sentido de un título. Pero la señora Hudgens seguía aferrada a la ilusión de que una corona de hojas de apio curaba todos los males. Fue a buscar a Rich. Nada ni nadie la sosegaban como hacía Rich, con su comprensión paciente y su afecto constante. Pero Rich no estaba en su habitación ni en la cocina, donde iba en ocasiones cuando recuperaba el apetito.

De repente, sintió un escalofrío de miedo.

Ness: ¿Dónde está Rich? -le preguntó a Parker-. ¿Está…?

Parker: No, señora. Está bien. Creo que está con lord Tremaine en el invernadero.

Así que Zac había vuelto de dondequiera que hubiera estado la semana anterior.

Ness: Muy bien. Iré a rescatarlo.

El invernadero se extendía casi a todo lo ancho de la casa. Desde el exterior, era un oasis de verdor, incluso en los días más grises del invierno; las parras y las frondas de los helechos tejían una cascada verde al otro lado de las paredes de cristal. Desde el interior, la estructura permitía ver sin impedimento la calle y el parque que había más allá.

Zac estaba desparramado, de forma poco elegante, en un sillón de mimbre al fondo del invernadero, con los brazos extendidos sobre el respaldo del sillón y los pies, descalzos, apoyados en una otomana de mimbre delante de él. Rich estaba tumbado, roncando, junto a él.

Zac estaba de perfil a ella, aquel perfil fuerte, perfecto, que antes tanto le había recordado a la estatua del Apolo de Belvedere. Apartó la mirada de las ventanas abiertas al oír que se acercaba, pero no se levantó.

Zac: Milady Tremaine -dijo, con burlona cortesía-.

Ella no le hizo caso, cogió a Rich -que se debatió y resoplo para luego acomodarse en sus brazos y seguir con su siesta- y dio media vuelta para marcharse.

Zac: Esta tarde, en el club, me han presentado a lord Frederick. Fue un encuentro edificante.

Ella se volvió como un rayo.

Ness: Déjame que lo adivine. Encuentras que tiene tanta inteligencia como un huevo duro.

Que se atreviera a decir lo contrario. Tenía ganas de darle una bofetada a alguien. A él.

Zac: No encontré que fuera una persona elocuente ni de mundo. Pero no era esa la intención de mi comentario.

Ness: ¿Cuál era esa intención, pues? -preguntó desconfiada-.

Zac: Que sería un esposo excelente para cualquier mujer. Es sincero, firme y leal.

Ness se quedó estupefacta.

Ness: Gracias.

La mirada de Zac volvió al mundo exterior. Una brisa agradable invadió el invernadero, alborotándole el pelo, liso y espeso. Los carruajes que abandonaban el parque se agolpaban ahora calle abajo. El aire resonaba con las llamadas de los cocheros, advirtiendo a sus caballos y a los demás cocheros que tuvieran cuidado con el atasco.

Al parecer, la corta conversación había tocado a su fin. Pero el asombroso elogio que Zac había hecho de Andrew había abierto una oportunidad que no podía dejar pasar.

Ness: ¿Harás lo que es honorable y me liberarás de este matrimonio? Quiero a Andrew y él me quiere a mí. Deja que nos casemos mientras todavía somos jóvenes para forjar una vida juntos. -En su perfecta inmovilidad percibió una súbita rigidez-. Por favor -dijo lentamente-. Te lo ruego. Devuélveme la libertad.

La mirada de Zac siguió fija en la marea cotidiana de faetones y birlochos, la exhibición del orgullo y la vanidad de Inglaterra.

Zac: No he dicho que sería un buen marido para ti.

Ness: ¿Y qué sabrás tú de lo que es ser un buen marido para alguien?

Lamentó las palabras en cuanto salieron de su boca. Pero no había manera de retirarlas.

Zac: Absolutamente nada -reconoció, sin dudar-. Pero por lo menos vi algunos de tus defectos. Te encontraba interesante y atractiva pese a ellos o, quizá, debido a ellos. Lord Frederick adora el suelo que pisas, porque tú tienes la clase de fuerza, resistencia y carácter con la que él solo puede soñar. Cuando te mira, solo ve el halo que ha creado a tu alrededor.

Ness: ¿Qué hay de malo en ser perfecta a los ojos de mi amado?

Sus miradas se encontraron.

Zac: Lo miro y veo a un hombre que cree que, en esta casa, vamos a ser tan castos como Dios Padre y María. ¿Sabe que lo estás protegiendo de la verdad? ¿Sabe que unas cuantas mentiras enormes al servicio del amor no significan nada para ti? ¿Sabe que tu fuerza puede llegar a la crueldad más despiadada?

Ness habría escupido en el suelo, de no haber sido educada por Victoria Hudgens.

Ness: Te miro y veo a un hombre que sigue anclado en 1883. ¿Ese hombre sabe que ya han pasado diez años? ¿Sabe que yo he seguido adelante, que es él quien se muestra implacable y cruel ahora? ¿Y de verdad cree que pienso decirle al hombre que amo que voy a ser fecundada por otro, en contra de mis deseos?

Alguien se rió a lo lejos, una risita aguda, femenina. Rich gimió y rebulló en sus brazos. Lo estaba aplastando con la rigidez de su abrazo. Soltó un suspiro entrecortado y obligó a sus músculos a relajarse.

Él se llevó dos dedos a la sien derecha.

Zac: Haces que suene muy feo, querida. ¿No crees que me merezco sacar algo de este matrimonio antes de que saltes a tu «felices para siempre»?

Ness: No lo sé. Y no me importa. Lo único que sé es que Andrew es mi última oportunidad de ser feliz en esta vida. Me casaré con él, aunque tenga que convertirme en lady Macbeth y destruir a todos los que se crucen en mi camino.

Él entrecerró los ojos. Tenían el azul oscuro de un mar de pesadilla.

Zac: ¿Preparándote para volver a tus antiguas tretas?

Ness: ¿Cómo puedo tener escrúpulos cuando tú no dejas de recordarme que no los tengo? -Su corazón era un pantano de amargura, hacia él y hacia ella misma-. Empezaremos nuestro único año esta noche. No más tarde. No cuando tú tengas, finalmente, ganas. Esta noche. Y no me importa lo más mínimo que tengas que pasarte el resto de la noche vomitando.

Él se limitó a sonreír.



No se pasará la noche vomitando, te lo digo yo XD
¿Por qué se empeñan en esconder sus sentimientos? XD ¡Qué tercos!

¡Thank you por los coments!

Me alegro mucho de estaros induciendo a la lectura. Sienta muy bien saber que estoy dando buen ejemplo =D
Así que sabed que después de esta novela me quedan muchas más.

¡Comentad, please!

¡Un besi!


2 comentarios:

Unknown dijo...

Que capitulo!!!
Se re nota que se quieren pero ambos son re tercos, les gana el orgullo a los dos!


Sube prontooo

Maria jose dijo...

Hooohh siiii se darán cuenta que los dos se desean
Ella lo desea y el la desea y yo deseo el próximo
Capitulo
Sube pronto
Muchas otra novelas??? Solo eso necesitaba para
Qué mi día se perfecto jajaja siiiiii
Síguela pronto que el próximo capítulo será la bomba

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