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sábado, 12 de noviembre de 2022

Capítulo 1


En diez años podían cambiar muchas cosas. Él estaba preparado. Durante todo el vuelo desde Londres y durante todo el trayecto desde Boston a New Hampshire, Zac Efron fue pensando en lo diferente que podría ser todo. Volvía después de una década a Quiet Valley, una pequeña localidad con una población de trescientos veintiséis habitantes, al menos la última vez que él había estado allí. Habría habido nacimientos y muertes. Las casas y las tiendas habrían cambiado de manos. Algunas tal vez ya no siguieran en pie.

En aquel momento se sintió un poco tonto, y no por primera vez desde que había decidido visitar el pueblo en el que había nacido. Después de todo, lo más probable era que no lo reconocieran. Se había marchado de allí a los veinte años, con una actitud desafiante y un par de vaqueros desgastados. Volvía convertido en un hombre que había aprendido a sustituir aquel desafío por la arrogancia y el éxito. Seguía siendo delgado, pero había cambiado los vaqueros desgastados por un traje que le quedaba impecablemente bien, hecho a medida en Savile Row, de la Séptima Avenida. Diez años antes era un chico desesperado y decidido a dejar su impronta, y lo había conseguido. Sin embargo, había una cosa en la que no había cambiado. Seguía buscando sus raíces, su sitio. Por eso volvía a Quiet Valley.

La carretera todavía serpenteaba en el bosque, ascendía por las montañas y volvía a bajar. Los árboles y el suelo estaban cubiertos de nieve, y Zac se preguntó si lo había echado de menos. Había pasado un invierno en los Andes, con nieve hasta la cintura. Había pasado otro en el calor bochornoso de África. Zac recordaba todos los lugares donde había pasado las Navidades durante aquellos diez últimos años, aunque nunca hubiera celebrado las fiestas. La carretera se estrechaba y dibujaba una curva amplia. Vio las montañas, llenas de pinos y de nieve. Sí, lo había echado de menos.

El sol se reflejaba en los montículos de nieve, y Zac se ajustó las gafas. Por un impulso, se paró. Cuando salió del coche sintió frío, pero no se abotonó el abrigo, ni se puso los guantes. Necesitaba sentirlo. Respirar aquel aire helado era como respirar cientos de diminutas agujas. Zac subió por un risco, unos cuantos metros, y desde la cima, miró hacia abajo, a Quiet Valley.

Él había nacido allí, se había criado allí. Había aprendido a sufrir allí, se había enamorado. Incluso desde aquella distancia, veía la casa de su antiguo amor, la casa de sus padres, y sintió un arrebato de furia. Seguramente, ella viviría en otro lugar, con su marido, con sus hijos.

Al darse cuenta de que tenía los puños apretados, abrió las manos cuidadosamente. Durante aquella década había convertido en un arte la habilidad de canalizar las emociones. Si era capaz de hacerlo en su trabajo, para informar de hambrunas, de guerras y de dolor, podía hacerlo también para consigo mismo. Sus sentimientos hacia Vanessa habían sido los sentimientos de un muchacho. Sin embargo, ya era un hombre, y ella, como Quiet Valley, formaba parte de su infancia. Zac había viajado más de ocho mil kilómetros para demostrarlo. Se dio la vuelta, entró de nuevo al coche y comenzó a descender por la montaña.

Desde la distancia, Quiet Valley le había parecido un cuadro de Currier e Ives, todo blanco y recogido entre las montañas y el bosque. A medida que se acercaba, le parecía menos idílico. Algunas de las casas tenían la pintura descolorida y desconchada, y muchas vallas se curvaban bajo el peso de la nieve. Vio unas cuantas casas en lo que antes eran praderas. Cambios. Ya se lo esperaba.

Salía humo de las chimeneas, y había perros y niños corriendo por la nieve. Miró el reloj; eran las tres y media. El colegio había terminado, y él llevaba conduciendo más de quince horas. Lo más inteligente era comprobar si la Posada del Valle seguía abierta, y reservar una habitación. Con una sonrisa, se preguntó si el viejo señor Brown todavía seguiría dirigiendo el establecimiento. No sabía cuántas veces le había dicho Brown que él sólo servía para causar problemas. Había ganado el Pulitzer y un Premio del Overseas Press Club para demostrar lo contrario.

Las casas estaban más apiñadas ahora, y él las reconoció. La casa de los Bedford, la de Tim Hawking, la de la viuda Marchant. Aminoró la velocidad al pasar junto a aquélla última. Seguía siendo de madera azul; no había cambiado el color, y a Zac le produjo un agrado incomprensible. El viejo abeto del patio delantero ya estaba cubierto de lazos rojos. Ella había sido buena con él. Le preparaba chocolate caliente y lo escuchaba durante horas, mientras él le hablaba de los viajes que quería hacer y de los lugares que quería ver. Ella tenía unos setenta años cuando él se marchó, pero era de la gente dura de Nueva Inglaterra. Zac pensaba que iba a verla en su cocina, alimentando la estufa de madera y escuchando a Rachmaninoff.

Las calles del pueblo estaban limpias y ordenadas. Los habitantes de Nueva Inglaterra eran gente práctica, y robusta como el terreno rocoso en el que se habían asentado. El pueblo no estaba tan cambiado como él hubiera pensado. La Ferretería Railings seguía en la esquina de Main, y la oficina de correos seguía en el mismo edificio de ladrillo, que no era más grande que un garaje. De farola a farola habían colgado la misma guirnalda roja que siempre colgaban cuando él era pequeño. Los niños estaban haciendo un muñeco de nieve frente a la casa del señor Litner. ¿Los niños de quién? Miró las bufandas y las botas de colores de los críos, sabiendo que podrían ser de Vanessa. Volvió a sentir furia, y apartó la mirada.

El letrero de la Posada del Valle estaba repintado, pero no había ninguna otra cosa que hubiera cambiado en aquel edificio de piedra de tres pisos y de planta cuadrada. El camino de acceso estaba libre de nieve, y salía humo de ambas chimeneas. Pasó por delante de la posada y continuó conduciendo. Tenía que hacer algo primero. Hubiera podido torcer la esquina y ver la casa donde creció. Sin embargo, no lo hizo.

Cerca del final de Main había una casa blanca, más grande que la mayoría de las demás, con grandes ventanas salientes y un amplio porche. Drew Selley había llevado allí a su novia. Un reportero del calibre de Zac sabía cómo obtener esa información. Tal vez Vanessa hubiera puesto las cortinas de encaje que siempre quiso poner en las ventanas. Drew le habría comprado un servicio de té de porcelana, como ella deseaba. Drew le había dado exactamente lo que ella quería. Zac le habría dado una maleta y una habitación de hotel en muchas ciudades. Ella había elegido.

Después de diez años, Zac sabía que aquello no era fácil de aceptar. Sin embargo, se obligó a mantener la calma mientras se acercaba a la acera. Vanessa y él habían sido amigos una vez, y amantes brevemente. Desde entonces, él había tenido otras amantes, y ella había tenido un marido. Sin embargo, Zac todavía la recordaba tal y como era a los dieciocho años, preciosa, suave, entusiasmada. Ella quería ir con él, pero él no se lo permitió. Ella le había prometido que lo esperaría, pero no había cumplido su promesa. Zac respiró profundamente y bajó del coche.

La casa era preciosa. A través de uno de los ventanales se veía un árbol de Navidad, lleno de adornos, verde a la luz del día. Por la noche, seguramente brillaría como si fuera mágico. Él estaba seguro, porque Vanessa siempre había creído en la magia.

Allí, en mitad de la acera, Zac se dio cuenta de que tenía miedo. Había cubierto guerras, había entrevistado a terroristas, pero nunca había tenido aquel nudo de miedo en el estómago. Y sólo estaba mirando hacia una casa blanca con arbustos de acebo en la entrada. Podía darse la vuelta, ir a la posada o marcharse del pueblo. No tenía por qué verla de nuevo. Ella no formaba parte de su vida. Entonces, vio las cortinas de encaje de las ventanas y el viejo resentimiento se despertó en él, tan fuerte tomo el miedo.

Mientras él miraba, apareció una niña corriendo por el jardín, por un costado de la casa, seguida de una bola de nieve bien dirigida. La niña se agachó y consiguió esquivarla. En un segundo se levantó y formó una bola que también lanzó.

**: ¡Te di, Jimmy Harding! -exclamó, y entre vítores, se dio la vuelta para salir corriendo y se chocó contra Zac-. Disculpe.

Estaba cubierta de nieve de pies a cabeza. Miró hacia arriba y sonrió. A Zac le dio un vuelco el corazón.

Era la viva imagen de su madre. Tenía el pelo negro como el azabache, largo hasta los hombros, y una carita pequeña y triangular, con unos ojos marrones enormes y llenos de sentido del humor. Sin embargo, lo que verdaderamente consiguió que a él se le formara un nudo en la garganta fue la sonrisa de la niña, que daba a entender que aquello era lo más divertido del mundo. Él, impresionado, dio un paso hacia atrás mientras la niña se sacudía la nieve y lo observaba.

**: No lo había visto nunca.

Él se metió las manos en los bolsillos.

Zac: No. ¿Vives aquí?

**: Sí, pero la tienda está al otro lado -dijo ella. En aquel momento, aterrizó una bola de nieve a sus pies. La niña arqueó la ceja de un modo sofisticado-. Es Jimmy. Apunta muy mal. La tienda está detrás -repitió, mientras se agachaba para reunir más nieve y hacer una bola-. Pase.

Salió corriendo con una bola en cada mano. Zac pensó que Jimmy iba a llevarse una buena sorpresa.

La hija de Vanessa. No le había preguntado cómo se llamaba, pero no importaba. Sólo iba a estar unos días en el pueblo, hasta que comenzara a trabajar otra vez. Sólo estaba de paso.

Rodeó la casa para ver qué tipo de tienda tenía Drew. Casi estaba deseando saberlo.

El pequeño taller resultó ser una casita victoriana en miniatura. Frente a ella había un trineo ocupado por dos muñecas a tamaño natural que llevaban sombreros y capotas, capas y botas altas. Encima de la puerta había un letrero pintado a mano, muy bonito, en el que se leía Casa de Muñecas. Zac abrió la puerta y oyó el sonido de una campanilla.

Ness: Ahora mismo estoy con usted.

Oír su voz de nuevo fue como dar un paso atrás y no encontrar suelo firme. Sin embargo, Zac supo que debía enfrentarse a la situación. Se quitó las gafas, se las metió al bolsillo y miró a su alrededor.

Había muebles pequeños por toda la estancia, dispuestos como si se tratara de un saloncito acogedor. Las sillas estaban ocupadas por muñecas de todos los tamaños y formas, y también los taburetes, las estanterías y los armarios. Frente a una chimenea en la que ardía el fuego estaba sentada la muñeca de una abuelita, con una cofia de encaje y un delantal. La ilusión de realidad era tan fuerte que Zac tuvo la sensación de que su mecedora iba a comenzar a balancearse.

Ness: Siento haberle hecho esperar -salió por una puerta con una muñeca de porcelana en una mano y un velo de novia en la otra-. Estaba arreglando…

El velo se le cayó de la mano cuando se detuvo en seco. Se posó en el suelo silenciosamente. Vanessa se quedó pálida, y en el marrón de sus ojos, surgieron destellos dorados. Ella tuvo una reacción defensiva y se apretó la muñeca al pecho.

Ness: Zac.


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