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martes, 21 de marzo de 2017

Capítulo 1 - Las mañanas de mayo, las mejores del año


Scott: Ashley, recibe este anillo, símbolo de mi amor por ti -dijo, deslizándolo en su dedo-. Esta alianza te recordará cada día cuánto te quiero, que te soy y seré fiel y que, pase lo que pase, siempre me tendrás a tu lado.

Ella le tomó la mano derecha y lo miró a los ojos.

Ash: Scott, recibe este anillo -pronunció, al tiempo que se lo colocaba en el dedo anular-, como símbolo de mi fidelidad, de mi entrega a ti y que te recordará siempre lo grande que es nuestro amor.

Él sonrió. Tomó la mano de Ashley y se la llevó a los labios.

Scott: Te quiero -silabeó en silencio, antes de besar la alianza que acababa de ponerle y que ella no se quitaría jamás-.

Morris Silvino continuó con la ceremonia y Ashley se hizo un nudo en la garganta al escuchar su precioso alegato, que hablaba de dos manos unidas para siempre, dos corazones en un solo latir, dos almas y una sola vida.

Emocionada, observó de reojo a su suegra que, al lado de Scott, miraba hacia el cielo en un esfuerzo imposible por contener las lágrimas. Ashley atisbó hacia la derecha, su padre y padrino de boda sacaba en ese momento un pañuelo del bolsillo del uniforme de gala de Infante de Marina. Miró con disimulo por encima del hombro y al ver a su madre tan guapa, con dos lagrimones y la nariz roja como un tomate, ya no pudo contenerse. Una lágrima se le escapó, a pesar de haberle prometido a Scott que no lloraría.

Al verla coger el pañuelo de la mano de su padre, Scott le tomó el rostro entre las manos y le secó la mejilla con el pulgar, con cuidado de no estropearle el maquillaje.

Ash: Es de felicidad -se excusó, ya que él no quería llantos en un día tan feliz-.

Scott: Lo sé -murmuró con una sonrisa-.

En ese momento se sentía el hombre más completo de la tierra y supo que recordaría esas lágrimas de Ashley hasta el día de su muerte. Convertidas en el símbolo de su felicidad, qué valiosas eran.

El cura carraspeó para que los novios le prestaran atención y ellos dos miraron al frente para retomar el hilo de la ceremonia.

A unos metros por detrás, Michael Hollins se estiró el chaqué y cogió a Max de la mano. Todo estaba saliendo a la perfección. Ya tenían experiencia en lo tocante a organizar bodas de lujo, puesto que el enlace de Susan y Jay, celebrado también en la casa Grande durante el otoño anterior, había supuesto la prueba de fuego para su restaurante y fue todo un éxito. Mike miró a su alrededor, qué maravilloso se veía el jardín de la finca. Parecía un homenaje a la primavera: las sillas con sus faldones de blanco piqué, las flores, el templete emparrado de hiedra sobre el altar. Pensó en el banquete que había preparado, y que constituía su regalo de boda a sus dos mejores amigos. Estaba seguro de que las sorpresas exquisitas que les tenía preparadas arrancarían aplausos entre los invitados.

El reputado enólogo Maxim Travis miró a su marido.

Max: Estás orgulloso, ¿a que sí? -murmuró apretando sus dedos unidos-.

Mike: Gracias a ti -aseguró con una sonrisa agradecida; el apoyo incondicional de Max era su seguridad-.

Aquella era una dichosa y soleada mañana de finales de mayo. Todos los allí reunidos, el pueblo entero de Clermont, además de los invitados llegados de los alrededores, de Groveland, Montverde y otros puntos de la geografía, eran la imagen de la felicidad.

Todos, menos un hombre. Solo uno de entre todos los presentes, tenía la mirada ensombrecida por los recuerdos tristes. Zac Efron odiaba las bodas desde hacía dos años y medio, pero Scott y él habían sido amigos de juventud. Solo era un año mayor que Mike y que él, pero los tres pertenecieron a la misma pandilla que recorría los pueblos en verano de verbena en verbena. Zac había regresado a Clermont hacía seis meses y la invitación a la boda de Scott Tisdale lo pilló por sorpresa, pero habría sido un feo gesto por su parte rehusar asistir.


Zac suspiró con alivio al escuchar los primeros acordes de la marcha nupcial, que indicaban que el mal trago tocaba a su fin. La fiesta posterior ya sería otra cosa. El banquete, los gritos pidiendo «¡Que se besen!», las risas y el baile no se le hacían tan cuesta arriba. Zac Efron contempló a los novios cuando desfilaron por el pasillo cogidos de la mano. Tuvo que tragar en seco. Hacía ya mucho que había asumido que Michelle se había marchado para siempre. Pero le costaba hacerse a la idea de que su vida no era la que había imaginado el día de su boda, cuando caminaba con ella del brazo sonriendo a los invitados, con la misma felicidad contagiosa que irradiaban los rostros de Scott y de Ashley en ese momento. En lugar de un matrimonio dichoso, el destino había convertido su existencia en una continua prueba de obstáculos. Y no por la soledad; era muy duro enfrentarse al día a día, viudo a sus treinta años y padre de dos niñas pequeñas.

Acabó la balada y vino el aplauso. El baile quedaba inaugurado. Los novios se retiraron de la explanada, que fue literalmente invadida en cuanto los músicos la emprendieron con un ritmo latino.

Scott entrelazó los dedos con los de Ashley y la llevó hacia la mesa de las bebidas, en la que Michael pedía a un camarero, justo en ese momento, una botella de cava que este le entregó junto con dos copas.

Scott: Nunca podremos agradecerte todo esto, Mike -dijo agarrando a su amigo en un fraternal abrazo-. Más que un regalo de boda, nos has preparado un auténtico homenaje.

Mike: Nada que vosotros no merezcáis, así que no me des las gracias -concedió satisfecho-. Me conformo con que me traigáis un imán para la nevera de Sicilia.

Ashley y Scott se miraron sonrientes. La bella isla del Mediterráneo era el lugar escogido para su luna de miel y, aunque se sentían felices de tener alrededor a tantas personas queridas, apenas faltaban unas horas para poder gritar el tan deseado «¡al fin solos!».

Mike: Me voy a ver si encuentro a Max por ahí -decidió-. Ya es hora de que brinde con él por lo bien que está saliendo el convite. Y tú, ten cuidado -advirtió a Scott, señalándole a Ashley con la barbilla-, que los italianos disparan a todo lo que se mueve. A ver si en un descuido te la van a quitar.

Scott miró a Ashley y sonrió con orgullo.

Scott: No hay peligro -aseguró-. Mi mujer no tiene ojos para otro.

Ash: Mi mujer -repitió emocionada-. ¡Ay, qué bien suena eso en boca de mi marido!

Scott: Mmm… Qué bien suena esa palabra en boca de mi esposa -murmuró comiéndosela con la mirada-.

Mike simuló estremecerse, con cara de disgusto.

Mike: Y qué angustia me está entrando a mí con tanto almíbar pasteloso. Parecéis un par de recién casados.

Scott premió la broma con un amistoso golpe en el brazo y Mike se escabulló entre los invitados en busca de Max, antes de que se enfriara la botella de cava que llevaba en la mano. Imaginó a su marido en medio de un corrillo de mujeres, embobadas con su encanto, su cabello rapado a lo presidiario y sus gafas de chico intelectual. O de hombres, quizá. Su irresistible acento francés seducía hasta a las piedras, a pesar de que Max marcaba las distancias en lo tocante al género masculino. Le bastaba con seducir cada día al hombre de su vida. Mike esbozó una sonrisa de orgullo porque ese hombre no era otro que él, y nadie más que él.

Los padres de Ashley, acompañados del abuelo Charles, se acercaron a los recién casados. El anciano, una vez más, dio la enhorabuena a Scott por la joya de mujer que se llevaba mientras Mary achuchaba a su hija con unos cuantos besos emocionados y le arreglaba la cola del vestido, a esas horas llena de rodales de tierra y pisotones.

Charles: Ya tenemos a las dos chicas casadas -comentó el abuelo con su hijo-. Y ahora, ¿qué?

Susan: Ahora a esperar a que vengan los nietos.

Susan, la hija menor, se incorporaba al grupo en ese momento. No le pasó desapercibida la significativa mirada de su padre al decir aquello. El comentario era una alusión directa, ya que ella y Jay llevaban casados varios meses pero habían decidido esperar un poco antes de tener niños, para poder viajar a su aire. Excusa que no convencía en absoluto a su progenitor.

Charles: Ya has oído, chaval -avisó el abuelo a Scott-. Ponte a la faena que no me quiero morir sin conocer a mis bisnietos.

Susan: Desde luego, abuelo -le riñó-. Hasta en un día como hoy tienes que nombrar a la muerte.

Y al decir aquello, Susan no pudo evitar que se le fueran los ojos hacia un grupito de invitados entre los que se encontraba Drew, el hijo de los mesoneros. Y con él, su hermano mayor. Susan sabía, como todo el pueblo, que Zac había regresado a Clermont para retomar su vida tras el triste e inesperado fallecimiento de su mujer, mucho más en pleno s. XXI en que resulta excepcional morir dando a luz. Susan no llegó a conocer a la esposa del hijo mayor de los dueños del mesón, pero lamentaba como todos que una chica tan joven fuese la excepción a la estadística, al perder la vida a causa de una hemorragia durante el parto de su segunda hija.

Ashley hizo señas con la mano a Brittany para que se acercara. La guardia más joven del cuartel, preciosa con un vestidito palabra de honor, hablaba muy animada con Drew. Se la veía risueña y con ganas de pasarlo bien. Susan se alegró por la chica. Por fin parecía que había dejado atrás la morriña que la embargó durante sus primeros meses destinada en la Casa Cuartel de Clermont.

Cuando Brittany llegó junto a ella, Susan tuvo que morderse la lengua aunque se moría de curiosidad, ya que por las miradas hambrientas que había visto lanzarse entre ella y Drew, intuía que había algo entre ellos o estaba apunto de haberlo.

Juntas caminaron hacia la Casa Grande. Cuando entraron en uno de los saloncitos y Brittany comprendió para qué requería Susan su ayuda, se quedó maravillada.

Brittany: ¡Pero qué bonitas! -exclamó cogiendo un par de zapatillas de cáñamo-.

Las había de todas las tallas y colores; la gente de Mike las había dispuesto en cestas de mimbre decoradas con volantes blancos.

Susan: Copié la idea de un blog de bodas. Tanto me gustó el detalle que enseguida lo comenté con July, la madre de Scott.

Brittany estaba segura de que las invitadas, cansadas de los tacones, aplaudirían tan original obsequio de parte de la madrina.

Brittany: Ay, no sé con qué color quedarme, son todas preciosas. Que no se me olvide guardar un par para Vanessa.

Susan: Apártalas ya, por si acaso -aconsejó.

Brittany: Pobrecilla, le habría encantado estar aquí. Pero ya sabes cómo son estas cosas.

Susan: Y tanto que sí -confirmó encogiendo un hombro-.

Ella misma, como enfermera de la comarca, estaba más que acostumbrada a trabajar festivos, nochebuenas, domingos y cuando fuera menester. Vanessa y su compañero Troy, los dos únicos guardias civiles ausentes, lo habrían pasado de miedo en la boda. Pero así funcionaban los servicios públicos.


Ness: ¿Tenía que tocarme precisamente a mí? -despotricaba en ese momento la guardia Vanessa, a dos kilómetros de distancia de la Casa Grande-.

Mientras tanto, su compañero encendía un cigarrillo de Marlboro, a la sombra. Habían parado en una curva amplia, ya que por aquellas carreteras no circulaba a esas horas ni un alma. La comarca entera estaba de festejo.

Troy: Te recuerdo que yo también estoy de guardia mientras el resto de los del cuartel se ponen ciegos de mojitos en la boda de la cuñada del brigada -dijo guardando el mechero en el bolsillo de la camisa-. Además, ¿qué más te da una fiesta más o menos si apenas conoces a los novios?

Vanessa sacudió la coleta y apoyó la cadera en el Land Rover de patrulla.

Ness: No es por la boda -le explicó, visiblemente enfadada-. Le pedí al brigada Parker un par de días de fiesta, pero ya ves. A mi padre no se le ha ocurrido nada mejor que comprar un piso en Los Ángeles. No sé qué chaladura le ha entrado con recordar su juventud.

La chica estaba que trinaba con sus padres. Eran mayores, y al llegar ella como una sorpresa tardía, no tuvieron más hijos. Su padre, sargento de la Policía, acababa de jubilarse. Vanessa estaba convencida de que los hombres tan activos, con el retiro, se chiflaban un poco. No le veía otra explicación al hecho de que, sin comerlo ni beberlo, hubiera decidido vender la casa de Florida para adquirir un piso en Los Ángeles, con la excusa de que en aquella ciudad hizo la mili y fue allí donde conoció a su madre. Como si el recuerdo de su romántica juventud fuera motivo suficiente para que él, su santa madre y el perro, también agente canino jubilado del cuerpo, se mudaran en un visto y no visto a la otra punta del país.

Ness: Para colmo, con lo cabezota que es mi padre -continuó explicándole a su compañero-, seguro que no querrá ni oír hablar de llamar a un pintor. Mira… Me tiene medio loca, te lo juro. Si al menos estuviera yo allí para ayudarles, me encargaría de impedir que se subiera a una escalera. A mi madre seguro que no le hace ni caso y… -miró a su compañero, que la escuchaba con una paciencia estoica-. ¡Y tú deja de fumar, que es malísimo!

Troy expulsó el humo por la nariz y se encogió de hombros.

Troy: De algo tengo que morirme.

Ni dicho adrede. En ese momento se escuchó un motor. Un vehículo apareció a la salida de la curva haciendo un quiebro peligroso hacia ellos, por un palmo escaso no arrolló al joven guardia.

Troy: Me cago en todo, si antes lo digo…

De no ser porque dio un salto hacia la cuneta, un todoterreno se lo habría llevado por delante.


El Toyota Land Cruiser se detuvo en la curva siguiente y su conductor apoyó los brazos sobre el volante, con el susto todavía en el cuerpo.

Drew: Joder, la que has estado a punto de armar por esquivar a un conejo -farfulló desde el asiento del copiloto-.

Zac sacudió la cabeza. Sí, su hermano pequeño tenía razón, pero el volante no se le habría desmandado de no haber ido hablando por el móvil cuando el conejo inoportuno decidió cruzar la carretera. Y todo por avisar a su tía de que iban hacia la masía para recoger a las niñas. Miró por el retrovisor y cerró los ojos a la vez que maldecía su suerte, al ver aparcar justo detrás el Land Rover de la Policía con el pirulo luminoso encendido. Por el rabillo del ojo observó que la guardia que saltaba del vehículo oficial tenía una mirada de bruja que daba miedo. Las cosas empeoraban por momentos. Bajó la ventanilla y mentalmente improvisó una colección de disculpas.

Zac: Lo lamento, agente…

Ness: Buenas tardes, ¿hace usted el favor de enseñarme su carné de conducir y la documentación del vehículo?

Zac: ¿Está bien su compañero? -se interesó mirándola a los ojos-.

Troy: Por poco -respondió por encima de la cabeza de Vanessa que se inclinaba sobre la ventanilla-.

Zac: Lo siento de veras, no comprendo cómo ha ocurrido.

Ness: A lo mejor la culpa la tiene ese móvil que aún lleva usted en la mano -dijo con ácida ironía-.

Zac: El teléfono no tiene ninguna culpa, es toda mía -farfulló reconociendo su error-.

Drew: Y el conejo que se nos ha cruzado en ese momento, señorita agente -apuntó el otro ocupante del todoterreno-. O coneja, cualquiera sabe.

Para colmo de males, a Drew, que llevaba un par de copas más de las que aconseja la prudencia, le entró un ataque de risa de lo más improcedente. Zac dio un codazo a su hermano menor, sin dejar de mirar a la guardia que entornaba los ojos de una manera nada tranquilizadora. Con lo mona que era aquella morena, incluso con el pelo recogido en una coleta tirante, lo miraba con una cara de mala uva que le hacía sentirse increíblemente pequeño a pesar de su metro setenta y cinco de estatura.

Ness: No entiendo de esas cosas -zanjó dejando claro que le importaba muy poco el asunto del sexo del conejo de marras-.

Zac: Verá, agente -intervino-, venimos de una boda y ahora mismo me esperan para recoger a mis hijas en Montverde.

Ness: Pues más cuidado la próxima vez -dijo con tono acre a la vez que iba formulando la correspondiente denuncia por conducir hablando por teléfono-.

Drew: Así que no entiende de los animales del campo -insistió-.

Zac fusiló a su hermano con una mirada asesina.

Ness: Pues no -dijo sacando la libreta de las multas-.

Drew: ¿Y de la fauna del mar entiende, señorita guardia?

Vanessa miró a Drew a los ojos, estaba claro que iba algo pasado de alcohol porque si no a qué santo le venía con aquel tratamiento tan florido cuando de ordinario la llamaba por su nombre y de tú. Al conductor apenas le conocía, sabía que era el hijo mayor de Tom y Meryl, los mesoneros, y de oídas estaba al tanto de las circunstancias de su vida y del porqué de su regreso a Clermont para ejercer su profesión de veterinario. Pero Drew y ella, que eran de la misma edad, se tenían más que vistos como para andarse con tonterías.

Ness: Pues sí, de eso si entiendo algo, aunque no lo creas -dijo para seguirle la corriente, y era cierto, ya que había nacido y crecido en Malibú, ciudad en la que su padre estaba destinado por aquellos años-.

Drew: Ya que entiende de mar… ¿esto qué diría que es, señorita agente? -preguntó palpándose la bragueta-. ¿Pulpo o calamar?

A Vanessa casi se le salen los ojos de las órbitas. Porque estaba de servicio, que si no le habría arreado un par de guantazos.

Zac: Cierra el pico, gilipollas -masculló dándole un codazo, mientras Drew continuaba desafiando a Vanessa con una sonrisilla etílica-. Disculpe al idiota de mi hermano, se lo ruego. Estos chavales es que no saben beber. Venimos de una boda…

Ness: Usted no habrá bebido solo agua, supongo.

Troy, que le vio las intenciones, cogió por el brazo a su compañera.

Troy: Vanessa… -quiso frenarla; el tipo había cometido un error, pero no era justo que pagara todo el mal humor que su compañera llevaba almacenado-.

Ella se zafó del agarre de Troy con un ágil movimiento, sin hacerle el menor caso.

Zac: Sí, he bebido un par de copas, no voy a negarlo -reconoció con creciente cabreo al adivinar por dónde iba a salirle la chica de verde-. Pero estoy en perfectas condiciones para conducir.

Ness: Permítame que eso lo decida yo.

Zac tenía claro que era una locura conducir por aquellas carreteras con más alcohol en el cuerpo del permitido, que no se debía hablar por teléfono con una mano y sostener el volante con la otra. Sí, era terrible e imperdonable haber estado a punto de arrollar a un guardia civil en una curva. Pero le enfureció la sonrisa de suficiencia de aquella bruja morena, propia de quien sabe que tiene la sartén por el mango, y se le agotó la paciencia.

Zac: Pues permítame también decirle a usted que venimos de fiesta, que no estoy borracho, que con una multa tengo bastante y que no me apetece nada que un picoleto con tetas acabe de joderme el día.

Vanessa lo asesinó con la mirada.

Ness: Troy -pidió sin apartar la vista del bocazas del Toyota-, tráete el alcoholímetro que este ciudadano tiene muchas ganas de soplar.


Ness: Así que ese de ahí es el que te trae medio loca.

Ella y su compañera Brittany eran las dos únicas mujeres del cuartelillo. Mientras a Vanessa la tenían por la dura, la Lara Croft del acuartelamiento, su compañera era la protegida de todos, ya que le había costado adaptarse a ese destino más que a ninguno. Vanessa, como el resto de guardias, se alegraba mucho de ver a Brittany contenta y cada día más a gusto en el puesto de la Policía de Clermont.

Compartían una Coca-Cola en el mesón, a modo de despedida, ya que Vanessa había conseguido por fin el permiso que solicitó y esa misma tarde se marchaba a San Francisco a ayudar a sus padres con la mudanza y la pintura del piso nuevo.

Brittany miró con disimulo hacia la mesa donde Drew tomaba café con su hermano mayor.

Brittany: El veterinario te mira mucho. Se ve que le gustas más con ropa de calle.

Brittany vestía de uniforme, pero Vanessa, ya libre de servicio, llevaba unos vaqueros de cintura baja y una camiseta roja que se le resaltaba el pecho, de por si llamativo, disimulado en horario laboral tras el corte insulso de la camisa reglamentaria.

Ness: No creo que me mire por eso ni que le guste un pelo -opinó, escudriñando de reojo al aludido-. Es más, debe odiarme, porque el otro día le casqué una multa que no se le va a olvidar así como así.

Brittany: ¿Por qué?

Ness: Por simpático.

Zac, en cuanto notó que lo miraba, fingió no verla. En cambio, Drew observaba a Brittany con un descaro que daba gusto. Ella lo miró a hurtadillas y se le escapó una risa tonta.

Brittany: ¿A que es mono?

Ness: Un encanto -masculló; no había olvidado el chiste marrano del pulpo y el calamar-.

Brittany: ¿A que no te imaginas cómo me entró? -explicó con una mirada maliciosa y con tono de confidencia-. Al principio todo eran miradas.

Ness: Por tu parte y por la suya -adivinó-.

Brittany: Pues sí -aceptó con cara de niña traviesa-. Luego, empezamos a hablar. Ya sabes, conversaciones que no van a ninguna parte con mucha mirada y ahí quedó la cosa. Una tarde, estaba yo sentada en un banco del parque leyendo tan tranquila, se me acercó y, así a voz de pronto, me suelta: «Tengo una cosa para ti que empieza por P y acaba por A.»

Ness: ¡Anda, qué difícil! Po-lla -ironizó, con los ojos fijos en el rey de las ocurrencias-. Cuánta sutileza.

Brittany: ¡Pues no! Aunque eso mismo fue lo que pensé, lo reconozco -adelantó-. Cuando yo ya estaba fusilándolo con los ojos y a punto de partirle la cara… Me plantó en las manos un libro de poemas de Benedetti.

Ness: ¿Poesía? -cuestionó con los ojos muy abiertos-.

Brittany: Empieza por P y acaba con A -recalcó-. ¡Me dejó tan sorprendida que me dio un ataque de risa!

Vanessa y Brittany se echaron a reír al rememorar el momento.

Ness: Mira por dónde, Drew empieza a caerme bien -reconoció-. No hay nada como un hombre con sentido del humor.

Tuvo que aceptar que tenía gracia para impresionar a una chica, a pesar de la broma bastorra que le dedicó a ella el día de la multa. Debió ser cosa del alcohol, se dijo Vanessa para disculparlo.

Brittany asintió sonriente, ella también adoraba a los hombres que sabían hacerla reír.

Brittany: Toda la noche estuve leyendo, del tirón me lo acabé -confesó con un suspiro-.

Ness: Tienes suerte -opinó-. A mí ya me aburren los guaperas que se las dan de castigadores.

Brittany: Drew no es feo.

Vanessa se quedó mirándolo…Y aprovechó para dar un repaso concienzudo también al hermano mayor. No, no eran nada feos. Todo lo contrario. Ambos eran altos y delgados, con su puntillo desgarbado. De ese tipo de hombres pura fibra, que se mueven con la elegancia de un gato y la ropa les sienta como un guante.

Ness: Así que te derritió con el truco romántico del libro de poemas.

Brittany: ¡Sí! Madre mía, qué locura de fiesta nos pegamos el día de la boda -comentó con expresión golosa-.

Vanessa dio un trago a su Coca-Cola y a la vez una mirada larga a los dos hermanos, hijos del dueño, quien, desde la barra no quitaba ojo a la mesa de sus vástagos ni dejaba de mirar a las chicas con una sonrisilla disimulada.

Ness: Entonces, ¿hubo pinchito después de la fiesta? -indagó imaginando que el uno y la otra debieron de poner la guinda a la boda con una sesión de sexo salvaje-.

Brittany: Pinchitos, banderillas, lanzas, jabalinas… -corroboró-.

De nuevo se echaron las dos a reír.

Brittany se estiró en la silla, con una mirada perezosa.

Brittany: No sabes lo bien que sientan los polvazos mañaneros.

Vanessa miró a la otra con ojos acusadores.

Ness: Y yo toda preocupada porque no volviste a dormir a la Casa Cuartel y no contestabas al móvil, mientras tú y nuestro amigo el ingeniero agrícola de la Casa Grande os entreteníais en fornicar como conejitos.

Brittany: Ni te imaginas -comentó guiñándole un ojo-.

Ness: Bueno, ¿y qué? Dicen que de una boda sale otra.

Brittany: Calla, calla, si es un crío.

Ness: ¿Cuántos años tiene?

Brittany: Veinticinco.

Ness: Pues ya tiene uno más que tú y los mismos que yo.

Brittany: Sí, pero no creo que sea de los que van en serio.

Vanessa miró hacia la mesa lejana, sin entender a qué venía la sonrisa de Zac y por qué se levantaba hacia la barra a hablar con su padre.

Ness: ¿Tú quieres algo serio? -preguntó a su compañera-.

Brittany se encogió de hombros.

Brittany: Lo único que tengo claro es que no quiero ser una amiguita con derecho a roce ni ser una muesca más en su revólver. El tiempo dirá.

Ness: Ese chico te tiene pillada, se te nota en la cara.

Brittany: Un montón -suspiró-. Pero si sus trucos de encantador de serpientes le funcionan con otras, conmigo va a aprender lo bien que se me da hacer la cobra.

Ness: Con lo buenecita que pareces…

Brittany le guiñó un ojo; ser buena no estaba reñido con ser lista.

Vanessa miró hacia la mesa de los chicos con disimulo. Por mucho humor ingenioso que derrochara, ella no sentía la más mínima atracción por Drew. En cambio, con el hermano mayor sí que estaría dispuesta a darse un homenaje. Lástima que fuera tan borde.

Tom, el dueño del mesón, se acercó a la mesa que ocupaban las chicas con una servilleta de papel. A pesar de llevarla doblada en cuatro, se trasparentaba algo escrito. El hombre les plantó delante un plato recién salido de la cocina que olía a gloria.

Tom: De parte de mi chaval mayor -dijo, entregándole la servilleta a Vanessa-.

Ella la leyó sin perder ni un segundo.

Estás increíblemente guapa cuando sonríes. Así que mejor tomémonos las cosas con humor. Ah, y te perdono lo de la multa…


«¿Te perdono?», se repitió incrédula. Vanessa miró el plato que acababa de invitarlas el mesonero y frenó a Brittany que ya se disponía a pinchar con el tenedor en alto.

Ness: Ni se te ocurra -avisó con tono lapidario-.

Alzó la mirada, pero en la mesa del fondo ya solo quedaba Drew que la miraba con cara de cachondeo. Zac había desaparecido. Y no, a diferencia de su amiga, ella no se derretía ante la peculiar agudeza humorística del veterinario. Junto con la nota le había hecho llegar una ración de calamares a la romana.


Vanessa se lanzó calle abajo, plato de calamares en mano, con una energía fruto de la furia.

Ness: «¿Pulpo o calamar?» -repetía por lo bajo-, qué gracioso.

Y caminó hasta encontrar la casa que andaba buscando.

**: El señor veterinario no está -anunció desde el balcón la vecina, al verla tocar el timbre con tanta insistencia-.

Ness: ¿Ah, no? -indagó mirando hacia arriba-.

La mujer tenía fama de cotilla, seguro que no tardaría en darle razón de su paradero.

**: Ha salido hace un rato con las niñas. Iban a los columpios del parque.

Ness: Entonces, digo yo que tardarán.

**: Pues una hora por lo menos.

Vanessa miró la puerta de madera de la casa de Zac. Después miró el plato que aún llevaba en la mano y tuvo la pérfida idea. Alzó la vista hacia la vecina, sonriendo como un ángel maligno.

Ness: Señora Rosy, ¿no tendrá por ahí una caja de herramientas?

Dicho y hecho. En cuanto la mujer le bajó los útiles que necesitaba, se puso manos a la tarea y una vez acabada su faena, se sacudió las manos contemplando su venganza. Se despidió de la vecina, que no salía de su asombro y miró el reloj. Era hora de ponerse en camino, puesto que desde Florida a San Francisco tenía la tira de kilómetros de autovía por delante.

Regresó a la Casa Cuartel, en busca de su equipaje y de su coche, pensando en la cara que pondría el tal Zac cuando regresara del parque y viera los calamares a la romana clavados con tachas en la puerta de su casa, como una copia mal hecha de los aros olímpicos.

Ya andaba a la altura de Texas cuando sonó el pitido de su teléfono que anunciaba un whatsapp. Vanessa paró a estirar las piernas en un área de servicio. Mientras removía en azúcar de su café cortado, miró la procedencia del mensaje y se quedó boquiabierta. Eso sí que no se lo esperaba. Se preguntó cómo y gracias a quién había averiguado Zac su número de teléfono. Leyó el texto y no pudo evitar una sonrisa. El veterinario tenía agallas, de eso no cabía duda.

Aún no he conseguido darle a mi hija mayor una explicación sensata que justifique qué coño hacían esos seis calamares clavados en la puerta de casa. Es una pena que no te gusten, porque a mi madre le salen de lujo. Lo tendré en cuenta. La próxima vez la tapita será de pulpo.


Y como despedida, el emoticono de un demonio con cuernecillos y sonrisa maligna.


Cuando Vanessa llegó a San Francisco se tranquilizó al saber que, gracias a la insistencia de su madre, el sargento Hudgens, o sea, su padre, había claudicado y contratado los servicios de un pintor. El pisito lucía monísimo con las paredes en colores suaves. Pero nada que ver con la casa adosada de Los Ángeles. Los cincuenta metros de aquel apartamento parecían mucho más pequeños de lo que se intuían en el plano que sus padres le enviaron por correo electrónico. Una monada con vistas al puerto, ideal para una pareja. El problema estribaba en que sus padres eran un matrimonio de tres. El miembro de cuatro patas del trío matrimonial, un enorme pastor alemán acostumbrado a correr al aire libre.

Brad: No sé qué le pasa a Thor, míralo -decía su padre, sin apartar la vista del que fue durante años su compañero de trabajo-.

El perro languidecía tumbado en el suelo de la diminuta cocinilla, más aburrido que un vendedor de hielo en Siberia.

Emma: Sí lo sabes, Brad -le contradijo su mujer-. Lo que le pasa al pobre animal es que no se adapta a vivir entre cuatro paredes.

Ness: ¿Y qué vamos a hacer? -se preguntó con las manos en las caderas sin dejar de contemplar al pobre perro-.

Le dolía verlo tan triste. El Thor que recordaba no parecía el mismo, acostumbrada a verlo de niña con el arnés de la Policía, con su padre llevándolo de la correa tan orgulloso. Como suele ser costumbre, su padre, que siempre fue el agente a cargo del perro mientras cumplió su servicio en la Unidad Canina del Cuerpo, fue quien lo adoptó cuando, tras años de servicio a la sociedad, empezaron a fallarle las piernas. Ya jubilado, Thor disfrutaba en Los Ángeles de un merecido retiro, con un jardín para él solo y diarios paseos por el campo. Hasta que el sargento Hudgens, su guía y compañero de fatigas de toda la vida, tuvo la brillante idea de mudarse a un diminuto apartamento en San Francisco.

Emma: Una solución tenemos que buscar, Brad -apuntó la mujer, con mucho sentido común-. Por mucho que te duela tenerlo lejos, amarrarlo aquí con nosotros es cruel y egoísta, sabiendo que el perro no está a gusto.

El hombre cabeceaba, abrumado por la preocupación. Quería mucho a aquel perro, desde que era un cachorro. Lo importante era la felicidad del animal y lamentó no haber pensado en su bienestar cuando le entró el arrebato del traslado a San Francisco. A Los Ángeles no podían volver porque habían vendido la casa y, si se le ocurría sugerir una nueva mudanza cuando aún no estaban ni medio instalados, su paciente esposa iba a ser capaz de asesinarlo. Miró al animal, siempre tan activo y juguetón, cualidades que lo hicieron idóneo para convertirse en perro policía. Y maldijo en silencio al verlo bostezar con la mirada perdida de puro hastío. Su querido Thor no era ni la sombra de lo que fue.

Ness: ¿Y si me lo llevo conmigo al cuartel, a Clermont? -sugirió como posible solución-.

Sus padres se miraron entre ellos y contemplaron al perro con infinita tristeza, ante la idea de tenerlo tan lejos. Pero en los montes de Clermont seguro que sería más feliz. Y en un cuartel, rodeado de hombres de uniforme que jugarían con él, como había vivido la mitad de su vida.

Brad: No es mala idea -aceptó su padre, con un suspiro-. ¿No te pondrán problemas en el puesto?

Vanessa negó muy convencida.

Ness: Seguro que no. Con nosotros ya vive Chispa, una perrita abandonada que recogió una patrulla. Además, Thor es uno de los nuestros -alegó convencida, aludiendo a la condición de agente canino retirado-. ¿Cómo van a negarse?




Uy, no empiezan muy bien los dos tortolitos... 😆
Va a ser divertida esta historia 😉

¡Gracias por leer!


2 comentarios:

Lu dijo...

Me encantó!!
Parece ser muy divertida.
Y vamos a ver como sigue la historia de Ness y Zac.


Sube pronto

Maria jose dijo...

Se ve divertida
Ya quiero seguirla
Sube pronto


Saludos!!!

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