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martes, 14 de octubre de 2014

Capítulo 18


25 de mayo de 1893

La señora Hudgens recibió a Harry, su excelencia el duque de Perrin, dándole una bienvenida en la que no había nada de la calidez efusiva y aduladora que utilizaba con tanta facilidad. Realmente nadie hubiera podido criticar su hospitalidad. Pero mientras que, antes, había estado ansiosa, es más, codiciosa de fomentar su relación, esta noche se había metamorfoseado y era la encarnación andante de la correcta buena educación. Hasta los vestidos de suaves tonos pastel que normalmente prefería habían sido sustituidos por un negro implacable, como el tul de una viuda de luto riguroso.

Lo recibió en un saloncito tan iluminado como Versalles. Ardían tal cantidad de velas que él se preguntó si alguna iglesia parroquial no echaría en falta su altar. Las ventanas que daban al camino estaban abiertas, las cortinas de algodón solo corridas a medias. Cualquiera que pasara podría ver claramente el interior de la estancia.

¿Tantas ganas tenía de anunciar su creciente familiaridad con él? Posiblemente. Pero el camino exterior se usaba poco durante el día y apenas por la noche. Hubiera obtenido el mismo resultado pintando un letrero: “El duque de Perrin visita esta estimable residencia”, y colocándolo boca abajo en el jardín.

Victoria: ¿Le apetece algo de beber? ¿Té, refresco de piña o limonada?

Estaba seguro de que nadie le había ofrecido limonada desde que cumplió los trece años. Y no se le pasó por alto que ella no había ofrecido ninguna bebida alcohólica.

Harry: Un coñac irá bien.

Ella apretó los labios, pero al parecer no pudo reunir el valor necesario para negarle a un duque una simple bebida.

Victoria: Ciertamente. Harold -le dijo al mayordomo-, traiga una botella de Rémy Martin para su excelencia.

El sirviente se inclinó y se fue.

Harry sonrió, satisfecho. Bien, eso estaba mejor. Limonada... ¡por favor!

Harry: Confío en que su viaje a Londres fuera gratificante.

Ella se echó a reír, a la vez sobresaltada y fingiendo.

Victoria: Sí, supongo que lo fue.

Se tocó el camafeo que llevaba en la garganta. Él no pudo menos que quedarse mirando el contraste de sus blancos dedos con severa tela, devoradora de la luz. La piel de su mano, aunque delicada, carecía de la suntuosidad y la transparencia de la primera juventud. Recordó que era, realmente, varios años mayor que él, una mujer cercana a los cincuenta. La abuelita de Blancanieves.

Pero maldita sea si no era más guapa que toda una bandada de jóvenes casaderas, más guapa incluso que cuando tenía diecinueve años. Como norma, las jóvenes atractivas envejecían peor que las corrientes; su caída era mayor. No obstante, a lo largo del camino, ella había adquirido un valor que tenía poco que ver con la belleza y que la adornaba mejor que las perlas y los diamantes; un temple debajo de su piel, todavía encantadora.

Victoria: Tuve el inesperado placer de encontrarme con sus primas en el teatro. Lady Avery y lady Somersby fueron muy amables y me invitaron a acompañarlas en su palco.

Al principio no captó la importancia de aquella afirmación. Se había tropezado con Carol y Grace; muchas personas lo hacían, para su deleite o pesar, dependiendo de que recibieran cotilleos jugosos o que las sondearan a fondo para buscarlos. Luego lo comprendió. Antes, la señora Hudgens no tenía ni idea de la persona que él había sido antes de su presente encarnación como estudioso prácticamente asexual, un estudioso que llevaba una vida recluida.

¿Qué le habrían contado? Probablemente, la lujuria, el ardor, las veces que había alquilado señoritas a madame Mignonne. Sus primas estaban lejos de conocer los peores pecados que había cometido, aunque ocupaba el más alto lugar de la mala fama. Y la virtuosa, aunque oportunista, señora Hudgens se habría quedado lo bastante escandalizada y abatida para dejar de lado temporalmente su actitud de adoradora de ídolos y su voz entrecortada.

Como si unas cuantas ventanas abiertas y catorce metros de tela negra, lleno de reproches, pudieran disuadirlo de intenciones más infames, a él, que en su tiempo había levantado con éxito toda una serie de faldas de luto y, a veces, además, con las ventanas abiertas.

No es que tuviera esas intenciones respecto a la señora Hudgens. Si se hubieran encontrado unos veinte años atrás, bueno entonces habría sido otra historia. Pero había cambiado. Ahora era anciano e inofensivo.

La mayoría de los días.

Harry: Confío en que la deleitaran con historias de mis indiscreciones juveniles. Me temo que no he llevado una vida muy ejemplar.

Era evidente que ella no esperaba que abordara el asunto sin rodeos. Intentó un gesto despreocupado.

Victoria: Bueno, ¿qué caballero no ha cometido unos cuantos pecadillos?

Harry: Exacto -asintió aprobando solemnemente su súbita comprensión-. La intemperancia del verano lleva a la plena madurez del otoño. Siempre ha sido así y siempre será así.

Casi se echó a reír ante la confusión que su filosofía le causaba. Pero el criado entró con el coñac, una mezcla excelente compuesta de un extraordinario aguardiente envejecido durante cincuenta años en barriles de roble del Lemosín.

Pasaron a la mesa de cartas que había preparado y ella le preguntó, tímidamente, si, para empezar, podían apostar algo que no fueran mil libras la mano.

Victoria: Mi hija y yo apostábamos dulces, caramelos de mantequilla, toffee, o de regaliz... ya sabe a qué me refiero, excelencia.

Harry: Ciertamente -dijo, magnánimo, en especial dado que solo había jugado manos de mil libras tres veces en su vida, después de lo cual incluso su corazón dominado por el vicio no pudo soportar la atrocidad de perder los ingresos de un año en una sola noche-.

Ella se levantó y cogió una caja grande con un título dorado grabado en relieve.

Victoria: Mi hija me envió estos bombones suizos la última Pascua. Sabe que me gustan mucho.

Los bombones iban colocados en varias bandejas, y ya se había comido los de la primera capa. Desechó la bandeja superior y colocó una bandeja llena delante de ella y otra delante de él.

Harry: ¿A qué jugaba con su hija? -preguntó, barajando los mazos de cartas que había en la mesa-.

Victoria: A los habituales juegos para dos: la báciga, el veintiuno, ecarté. Es una jugadora de cartas excelente.

Harry: Tengo muchas ganas de jugar con ella a las cartas cuando venga.

La señora Hudgens no respondió de inmediato.

Victoria: Estoy segura de que estará encantada.

Parecía que aunque la señora Hudgens podía vencer a un profesional de Drury Lane cuando se trataba de invenciones premeditadas, no era tan convincente cuando se trataba de mentir descaradamente de manera espontánea. Manejar a un esposo y prometido al mismo tiempo no era tarea pequeña. Entendía muy bien por qué lady Tremaine se negaba a participar en los demenciales planes de su madre para añadir un tercer hombre a la ya explosiva mezcla. Pasaron unos momentos de silencio mientras repartía las cartas descubiertas.

Victoria: A lo mejor preferiría usted jugar unas manos con su esposo -dijo la señora Hudgens-. Ella no está segura todavía del camino que va a tomar, así que quizá venga él en su lugar.

Harry: ¿Está casada? -preguntó fingiendo estar muy sorprendido-.

Victoria: Sí, así es. Está casada con el heredero del duque de Fairford desde hace diez años.

El orgullo seguía animando su respuesta. El orgullo y una traza de desesperación.

El primer as le cayó como llovido del cielo. Hizo un leve gesto negativo con la cabeza mientras recogía las cartas, las barajó y le tendió el mazo para que ella lo cortara.

Harry: Me confieso desconcertado, señora Hudgens. Cuando me recomendó a su hija, di por sentado que estaba libre y que su amable interés en mi persona tenía como objeto favorecer la amistad entre ella y yo.

Ella se lo quedó mirando como si le hubiera pedido que se desnudara. Bueno, en cierto sentido, la estaba dejando desnuda. Estiró del camafeo que llevaba, como si el cuello le apretara demasiado.

Victoria: Excelencia, le aseguro que... ¡La mera idea! Yo...

Harry: Vamos, vamos, señora Hudgens -no había olvidado todavía por completo cómo utilizar la adulación-, puede que las maquinaciones de una madre para casar a su hija con un hombre distinguido no sean el más elevado de los empeños humanos, pero sí que es uno consagrado por la tradición. Sin embargo, como acabo de decir, su hija es una mujer que ya está segura y ventajosamente casada. ¿Con qué propósito, pues, ha buscado mi compañía tan asiduamente, hasta el punto de estar dispuesta a perseguirme fuera de su casa y prometer dedicarse a actividades que, en realidad, desprecia? -Su respuesta fue un silencio resonante-. Su apuesta, señora -le recordó-.

En silencio, ella puso tres bombones en un tapete, en el centro de la mesa. Él le sirvió una carta boca abajo y se sirvió otra descubierta.

Ella puso las manos encima de las cartas, pero no las levantó. Tenía las mejillas sonrojadas, del color del vino.

Victoria: Me gustaría responder a su pregunta ahora, señor. La respuesta es tal que resultará embarazosa para los dos, y a mí, de hecho, me avergonzará, pero merece conocerla. -La señora Hudgens se pasó la lengua por el labio inferior-. La verdad es que ya me he cansado de ser viuda. Así que he mirado por la vecindad y he llegado a la conclusión de que usted resultaría un magnífico marido para mí. -A punto estuvo de que se le cayera la mandíbula, además de las cartas. Lo había pillado tan desprevenido como si fuera un pardillo-. Lo he observado pasar frente a mi casa todos los días, durante los últimos cinco años, tanto si llovía como si hacía sol -continuó, mirándolo con gran atención con sus bellos ojos-. Cada día espero que aparezca por la esquina del camino, donde crece la fucsia. Sigo su recorrido hasta que ya no es posible verlo, más allá del seto del señor Wright. Y pienso en usted.

Él sabía que estaba mintiendo, con la misma certeza con que sabía que había habido algo entre la reina y su último lacayo, John Brown. Pero, por alguna razón, no podía impedir del todo que sus palabras lo afectaran. Le vinieron a la mente imágenes de la señora Hudgens en la cama, por la noche, con el pelo y los pechos sueltos lamentándose de su soledad, deseando, necesitando, languideciendo por un hombre. Por él.

Victoria: Pero hasta ahora no he reunido el valor para hacer algo respecto -dijo, con una voz tan dulce como una noche de primavera-. Ya no soy joven. Así que decidí no utilizar las artimañas de una mujer joven, y opté por una manera más directa de abordarlo. Espero no haberlo ofendido con mi atrevimiento.

No era frecuente que estuviera tan desconcertado. Pero tuvo que esforzarse mucho por recordar que cuando ella pensaba en él era únicamente con la intención de proporcionarle a su hija esa escurridiza corona ducal con las hojas de apio, como había informado tan claramente a aquella bola de pelo que era su gato.

Harry: ¿Por qué yo? -Carraspeó al darse cuenta de que su voz sonaba ronca-. Perdone mi observación, pero es usted una mujer atractiva, con recursos económicos propios. Solo con que hiciera correr la voz...

Victoria: Pero entonces acabaría hasta el cuello de aduladores y cazafortunas. Mis deseos de verme libre de ellos fue una de las razones que motivaron mi regreso a Devon -dijo, con voz tranquila, razonable-. En cuanto a la razón de que haya puesto los ojos en usted, supongo que es debido a la influencia de su excelencia, su difunta madre.

Harry: ¿Mi madre?

Su madre había muerto de neumonía cuatro meses después de fallecer su padre. De haber vivido más tiempo, es probable que hubiera llevado una vida más recta, aunque solo fuese para protegerla de personas como Carol y Grace.

Victoria: Siento haberlo inducido a error, excelencia, al fingir que no sabía cuál era su identidad el día que nos conocimos. -Al final, miró las cartas y les dio la vuelta. Un as y una jota, un veintiuno servido-. La verdad es que, aunque nunca nos habían presentado, lo conozco desde hace muchos años. Viví en esta casa en mi juventud y me acuerdo muy bien de verlo desde estas ventanas cuando volvía a casa, durante las vacaciones escolares.

Él cogió las pinzas de azúcar que ella le ofrecía y le pagó tres bombones de su bandeja.

Harry: ¿Como conoció a mi madre?

Victoria: Cuando ayudé a organizar el bazar de beneficencia en el setenta y uno, ella era la presidenta honoraria. Me tomó simpatía y me invitó a tomar el té en Ludlow Court una vez a la semana. -La señora Hudgens sonrió, nostálgica-. En privado era refinada y natural; natural en el sentido de que sus intereses eran los mismos que los de cualquier otra mujer: su esposo y su hijo. No lo comprendía entonces, pero pensándolo ahora creo que estaba bastante sola, atrapada en el campo debido a la mala salud del duque, con pocos amigos y menos diversiones de las que disfrutar sin parecer insensible a la enfermedad de su excelencia.

Él se la quedó mirando fijamente; ya no estaba seguro de si seguía inventando historias, pero deseaba desesperadamente que no fuera así. No había hablado con nadie de su pobre madre, de sus padres, desde hacía años. A nadie se le había ocurrido preguntarle cómo se sintió al quedarse huérfano. Simplemente dieron por sentado, por su conducta posterior, que estaba más que contento de que sus padres le hubieran dejado el camino libre para vivir su vida de despilfarro.

La señora Hudgens cogió un bombón envuelto en papel transparente y le dio vueltas entre los dedos. El papel se arrugó y crujió suavemente.

Victoria: No hablaba mucho de la enfermedad de su excelencia. Ya sabía que era cuestión de tiempo. Pero sí que hablaba y mucho de usted. Estaba orgullosa de usted y esperaba con ilusión su excelente en Clásicas. Incluso me enseñó una carta que el profesor Thompson del Trinity College le había escrito a usted, contestando a una pregunta relativa a un aspecto planteado en Fedón y felicitándolo por sus conocimientos del griego antiguo. Pero también estaba preocupada. Decía que era usted tan indómito como las selvas de Sudamérica y un enigma para ella. La inquietaba que ni ella ni su padre pudieran controlarlo. Y tenía miedo de que su rebeldía creciera cada vez más sin la influencia de una esposa fuerte y firme.

Si Harry estuviera más cerca de la estupefacción, la personificaría. Las revelaciones de la señora Hudgens lo conmocionaban mucho más de lo que hubiera creído posible o incluso probable.

Cinco minutos antes estaba petulantemente seguro de que sabía más de ella de lo que ella podía llegar a imaginar. Pero ahora resultaba ser todo lo contrario. Lo había observado cuando él era adolescente, había sido la confidente de su madre, incluso había leído la preciada carta del profesor Thompson.

Harry: ¿Cómo es que no nos encontramos si, como dice, venía con frecuencia a Ludlow Court?

Victoria: Porque mis visitas no duraban más de media hora, y porque usted siempre estaba en algún otro sitio a la hora del té, incluso cuando estaba de vacaciones. En verano, se iba a Torquay a bañarse en el mar; en invierno, a cazar ciervos o a visitar a un compañero de estudios en el condado vecino.

Porque nunca tenía tiempo para su madre. Cenaba con ella cuando estaba en casa y pensaba que aquel simple acto le deslindaba de todos sus deberes y responsabilidades como hijo.

Victoria: Como puede imaginar, mis conversaciones con una madre cariñosa dejaron una impresión positiva y duradera de su hijo, que ha llevado a mis actuales intenciones...

Harry: Hasta que Lady Avery y Lady Somerby la abordaron y le informaron de los aspectos más sórdidos de mi pasado.

Victoria: En realidad, la primera en hablarme de ello fue mi hija -sonrió, irónica-. Lo desaprueba a usted. Pero yo creo que, quizá, tener una opinión de usted basándose solo en sus años de despilfarrador es tan torcida e incompleta como otra forjada solo en lo que se sabe de usted antes y después de esos años. -Cogió los bombones, los colocó en una pulcra pila delante de ella y recogió las cartas-. Le toca apostar, excelencia. Aunque comprendería perfectamente que no quisiera quedarse, ahora que me he revelado como una farsante y una intrigante.

No, no solo se había revelado como una intrigante. Seguía siendo una intrigante. Seguía entretejiendo verdad y ficción para que su hija pudiera resurgir de las cenizas de su divorcio en un lugar socialmente más destacado que nunca.

Sin embargo, algo la unía a él ahora. Treinta años atrás, cuando la joven señora Hudgens acompañaba respetuosamente a la difunta duquesa, él permanecía callado y de mal humor durante la cena, haciendo todo lo posible por no prestar atención a su madre. Apenas conoció a la mujer que le había dado la vida. Ni siquiera la muerte de su padre le había transmitido la necesidad apremiante de conocerla mejor. Ella era la que tenía salud. Había dado por sentado que estaría allí, retorciendo su pañuelo y mirando, desaprobando sus infracciones, durante décadas.

Apostó cinco bombones.

Harry: Por favor, reparta las cartas.




En el próximo capi volveremos a ver a Zac y a Ness.

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2 comentarios:

Unknown dijo...

Asi que es la madre de Nessa quien se quiere casar con Harry, menos mal! Un pretendiente menos para Ness..



Sube prontoooo!!

Maria jose dijo...

Sube pronto ya quiero leer mas de zac y vanessa
Me dejaste con los nervios de que va a pasar?
Sube pronto esta nove esta muy interesante

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