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viernes, 30 de septiembre de 2011

Capítulo 6


Zac no volvió a la ciudad hasta el lunes por la tarde.

Después de irse de la escuela de Brian, estuvo dando vueltas con el coche durante cuatro horas, totalmente preocupado por el aspecto desanimado y alicaído de su normalmente enérgico sobrino. Se sentía morir al ver a Brian tan deprimido. Y le provocaba ganas de exigirle a su hermano un poco de sentido común y, más importante aún, unas cuantas prioridades.

¿Acaso Stephen no veía lo que le estaba haciendo a su hijo? Zac entró a zancadas en su apartamento de la zona alta, se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre el sofá. Se sentía abatido. Había salido del apartamento al amanecer, había llegado al despacho antes de las siete y se había marchado de allí a las diez para volver a un barrio del que había huido dos días atrás. ¿Y por qué? Porque albergaba la esperanza de encontrar allí algo que lo tranquilizara. En lugar de eso, había visto a Brian peor aún que el sábado. Obviamente, la tensión entre Stephen y Nancy había estallado en algún momento entre el sábado por la tarde (después de las duras palabras que Zac y Stephen intercambiaron a puerta cerrada) y el lunes por la mañana, cuando Brian se iba a la escuela. Siendo tan sensible como era, Brian recogía y guardaba en su interior cada una de las gotas del estrés de sus padres. Un estrés que podía evitarse totalmente, si Stephen así lo quisiera.

Maldita sea. Su hermano volvía a apostar.

Mascullando para sí, Zac se acercó al mueble-bar y se sirvió una copa. Con ella en la mano, fue hacia el ventanal del salón y contempló la silueta de los edificios de Manhattan contra el cielo.

Stephen había empezado a apostar cuando cursaba los estudios en el instituto. Incluso antes, si valían asuntos de menor importancia como apostar con sus compañeros si el equipo de la escuela iba o no a llevarse el trofeo de aquel año. De ahí, la cosa pasó a apuestas más fuertes y a frecuentar locales pro-béisbol (cifras bajas para los partidos de la temporada y miles de dólares para los partidos de Súper Copa y Mundial). La adicción empeoró con el paso del tiempo. Y, al mismo ritmo, la personalidad de Stephen se hizo más y más errática, inestable, a veces eufórica, a veces hundida. Sus altibajos podían llenar una enciclopedia.

Zac conocía y entendía la raíz del problema de su hermano mejor que ninguna otra persona. Stephen necesitaba reafirmarse, demostrar que era un vencedor.

Para cumplir con las expectativas de su padre. Zac no disfrazaba la realidad. Harrison Efron era un despótico hijo de puta cuya obsesión por ganar dinero tan solo se veía superada por su obsesión por el poder. Creía en vencer, siempre, y fueran cuales fueran las circunstancias, y no estaba dispuesto a aceptar que sus hijos fueran menos.

Stephen tuvo la mala suerte de ser el primogénito. Tres años mayor que Zac, se estableció inmediatamente como el preferido de papá. Las mejores escuelas, las mejores notas, el capitán de la mayoría de los equipos de competición universitaria. De ahí, a Yale y a la Facultad de Derecho de Yale. El plan constaba de una serie de pasos que afianzaban el camino: primero, reconocido abogado; luego, destacada figura política en el ámbito local; después, un salto al Senado; de ahí, al Congreso y (con el currículum, la imagen, el programa y el aval adecuados) directo a la Casa Blanca.

Jamás se habló de lo que realmente quería hacer Stephen porque para su padre, no tenía la menor importancia. Y tampoco se tuvo en cuenta sus aptitudes, los temas que le interesaban o su carácter. Harrison Efron siempre lo decidió todo. Y Stephen obedecía.

El camino de Zac fue más fácil. Para empezar, era el segundo hijo. Las expectativas eran distintas. Además, encajaba en el perfil profesional de su padre de una forma admirable. Tenía una inclinación natural para hacer dinero. A los ojos de Harrison, eso le convertía en su fiel reflejo. Y, sin un rol que desempeñar ni un récord nacional que alcanzar, Zac era libre de perseguir su meta: labrarse un camino en Harvard, obteniendo directamente la graduación en estudios comerciales. Desde el principio, estuvo claro que Zac tenía talento para llevar a cabo las inversiones adecuadas. Eso le proporcionó importantes puestos de trabajo y enormes ganancias. Al cumplir los veinte, fundó su propia compañía y llevó las riendas de su vida él solito. A los veintisiete, ya era millonario. Como resultado, se ganó el respeto de su padre y cumplió también sus expectativas.

Las que se referían a Stephen eran mucho más elevadas y a más largo plazo. Zac era un hecho consumado; Stephen, una tarea a medio hacer.

Harrison no tenía ni idea de la adicción a las apuestas de su hijo. Zac siempre se encargó de ello personalmente, apartando a Stephen del juego cuando estaba metido hasta el cuello o dando la cara por él cuando era necesario. Y, más importante aún, hablaba con él, o quizá fuera más ajustado decir que lo sermoneaba. Buscar ayuda profesional no era una opción posible... si llegaba a oídos de la prensa el motivo de su terapia, Stephen estaría acabado. Así que dependía de la gente que apreciaba a Stephen (Zac, desde el principio, y después también Nancy) proporcionarle la fuerza que necesitaba para mantenerse alejado del juego.

Después de casarse, ser padre, ejercer como alcalde con éxito, y con Zac siempre vigilante, Stephen mejoró, finalmente. Consiguió llevar el control de su vida y desterrar su adicción en un oscuro rincón de su pasado, donde siempre se quedó.

Hasta que se puso en marcha aquella maldita carrera hacia el Senado.

De repente, la presión de tener que triunfar, de tener que ser el mejor, de tener que ganar volvía a aparecer ante sus ojos y le acechaba como un animal depredador.

Zac percibió la transición de la personalidad de su hermano alrededor de la noche de Fin de Año, cuando empezaron los planes de la campaña. Zac observó a Stephen calladamente, sin decir nada a nadie... ni siquiera a Nancy, cuyo exagerado brillo en los ojos y sonrisa demasiada radiante delataban que ya lo sabía. Zac rogó por estar equivocado. Pero todos sus instintos le gritaban que los fantasmas del pasado de Stephen estaban asomando de nuevo. Incapaz de dejar a un lado su preocupación, empezó a visitar Leaf Brook más a menudo, a estudiar el comportamiento de Stephen y, más delicado aún, a observar los posibles efectos sobre Brian.

Hasta ahora, Brian parecía estar perfectamente.

Pero el sábado pasado todo se desencadenó. El comportamiento de Stephen (la llamada urgente que hizo, sin poder esperar a que el partido terminara y su hipersensibilidad en lo referente al aval financiero de su campaña) confirmó las peores sospechas de Zac. Y la reacción adversa de Brian confirmó sus peores miedos.

Aquel excepcional crío se estaba convirtiendo en víctima de la guerra de Stephen. La charla entre Zac y Stephen no había sido en absoluto agradable. Zac no se había preocupado en medir sus palabras y le recordó sin contemplaciones a su hermano los tinglados del pasado que habían costado una fortuna y que habían llenado de tensiones el matrimonio de Stephen. También le refrescó la memoria en cuanto a que ahora tenía un hijo que era lo suficientemente mayor y despierto para notar el comportamiento de su padre y, por lo tanto, para sufrir las consecuentes heridas emocionales.

Stephen se había rebotado y ambos acabaron discutiendo a gritos. La cosa terminó cuando Stephen llamó a Zac bastardo mojigato, con todas las letras, y le aconsejó meterse en sus propios asuntos, coger su maldito dinero y sus sermones paternalistas e irse directamente al infierno.

Zac se sentía furioso. Estaba fuertemente tentado de largarse y no volver más. Y podría haberlo hecho, de no ser por Brian. Pero no podía soportar la idea de que su sobrino sufriera a causa de la debilidad de Stephen y la incapacidad de Nancy para enfrentarse a la verdad. Brian necesitaba estabilidad en su vida, necesitaba a alguien con quien contar. Y, por ahora, ese alguien era su tío Zac. Su tío Zac y Vanessa Hudgens.

No cabía la menor duda de que Brian tenía un aliado en la señorita Hudgens. La dedicación de ésta hacia Brian los últimos años hablaba por sí misma. Y hoy... bueno, desde luego, ella había dejado muy claro lo mucho que le importaba aquel chaval. Por no mencionar su actitud protectora hacia él. Tanta y tan profunda implicación era de admirar.

Jugueteando con la copa entre ambas palmas, Zac pensó en la profesora de Brian y reflexionó sobre la breve conversación que habían mantenido unas horas antes.

Vanessa Hudgens no era exactamente como él había supuesto en un principio. Oh, algunas de sus observaciones sobre ella sí eran acertadas. La naturalidad, por ejemplo. Vanessa Hudgens veía el mundo a través de unos ojos que, sorprendentemente, no estaban velados por el cinismo o por el deseo de cumplir con unas metas egoístas. Sus atributos físicos eran también naturales e igualmente notables... hecho del que Zac no podía evitar darse cuenta, incluso con la mente preocupada por Brian. Y, por supuesto, había que tener en cuenta también los sentimientos de Vanessa Hudgens hacia Brian, que eran totalmente sinceros.

Por otro lado, aquella maestra tenía más agallas de lo que Zac había imaginado, a lo que había que sumar un humor punzante y una impresionante manera de acercarse sin rodeos, directa. Según la experiencia de Zac, la gente poseía desparpajo, o era irónica, pero raras veces directa. Y, viniendo de una idealista maestra de escuela primaria, aquello le sorprendía.

En cuanto a lo que ella había notado en Brian, su percepción era exacta. En cierto modo, eso era bueno, porque no lo perdería de vista y lo seguiría observando con el celo de un halcón, por si aparecían signos de nerviosismo o abatimiento. Por otra parte, si a ella no le gustaba lo que veía, podía llevar el asunto un poco más allá. Podía ponerse en contacto con Nancy y Stephen, o comentar su preocupación con alguno de sus superiores. Y eso podía acarrear problemas con el efecto de una bola de nieve.

No había que dejar que Vanessa Hudgens se involucrara más y más en aquel problema. Tenía que mantenerse al margen de todo aquello. Dependía de Zac procurar que así fuera.

Por los medios que hiciera falta.


domingo, 25 de septiembre de 2011

Capítulo 5


Había algo mágico en el recreo. Todos los problemas y las inhibiciones desaparecían con la primera bajada por el tobogán o la primera trepada por las estructuras de madera.

Ah, volver a tener siete años...

Ness sonrió al contemplar a tres de sus alumnos negociando para ocupar dos columpios vacíos. Krissy, como de costumbre, se imponía a las otras dos niñas. Pero, esta vez, sus tácticas encontraban resistencia. Jenny, que normalmente era muy tímida, tenía las suficientes ganas de columpiarse para plantar cara. Y el acusado sentido de la competición de Lori tampoco se quedaba corto.

Aquello iba a ser un empate. Al ver que habían llegado a un callejón sin salida, las tres niñas recurrieron a la única solución posible que no les haría perder el precioso tiempo del recreo en discusiones: jugaron a «piedra, papel, tijera» para decidir quién tendría la suerte de columpiarse. Nada más equitativo que eso.

Un minuto más tarde, Krissy se alejó con paso decidido para intentar ejercer de mandona sobre algunos de los niños.

La mirada de Ness se paseó por todo el patio, como cada día, para comprobar que todos los alumnos, dieciocho, estaban bien. Todos perfectamente.

Frunció levemente el ceño al divisar a Brian, alejado de los demás y lanzando al aire una pelota de béisbol para recogerla luego con su guante y volverla a lanzar. No era propio de Brian quedarse al margen. Ni estar tan callado. Sin embargo, había estado así durante todo el día. Incluso después de la aplastante victoria del sábado.

Por enésima vez, Ness se preguntó qué había pasado el resto del fin de semana para alterar su comportamiento de forma tan drástica. Fuera lo que fuera, había empezado con aquella grosera periodista y sus indiscretas preguntas. El alcalde Efron se había mostrado irritable a partir de aquel momento. La celebración en La Cuchara Gigante, aunque aparentemente alegre, estuvo marcada por la misma tensión que Ness había percibido en el campo de juego. Los padres de Brian habían hecho lo posible por ocultarlo, pero Ness notaba su tensión emocional. Y Zac Efron se mostró inequívocamente glacial durante los pocos momentos que no estuvo hablando con Brian.

Ness se marchó de allí tan pronto como le fue posible. Pero se sintió intranquila todo el fin de semana, preocupada por Brian. Con motivo, al parecer.

Ash: Hola. -Se acercó a Ness protegiéndose los ojos del sol con la mano a modo de visera-. Hemos hecho una pausa. No reanudo la clase en el laboratorio hasta dentro de veinte minutos. Así que he pensado venir a verte y averiguar cómo te fue la cita.

Por un instante, Ness estuvo a punto de preguntarle a qué cita se refería. Pero enseguida se dio cuenta de que Ashley hablaba de su velada con Andrew.

Ness: La obra de teatro, muy buena. Después fuimos a comer algo al centro. Teniendo en cuenta lo exhausta que estaba yo, me lo pasé muy bien.

Ashley se colocó un mechón de sus rubios cabellos detrás de la oreja.

Ash: ¿Y...?

Ness: ¿Y... qué?

Su amiga lanzó un suspiro.

Ash: Ness, conozco a Andrew Matthews. Es un hombre increíblemente guapo. Y te persigue como un loco. Te llama, te manda flores, te lleva al teatro... ¿Cuál es el problema, entonces?

Ness evitó cruzar la mirada con la de su compañera y siguió vigilando atentamente a sus niños. Odiaba esta conversación. Ashley era una buena amiga, pero se metía demasiado en la vida social -o en la falta de ésta- de Ness. De no ser porque sabía que no llevaba mala intención, Ness la habría enviado a freír espárragos. Pero su intención era buena. Y para Ashley, que era la típica chica de mundo, sociable y simpática, una vida social saludable comportaba citarse con un montón de hombres y explorar cada relación al máximo posible.

Cosa que estaba muy bien... para Ashley. Pero no funcionaba con Ness.

Ness: No hay ningún problema -le respondió llanamente-. Sí. Andrew es un hombre muy atento. Disfruto con su compañía. No sé qué es lo que quieres que te diga. Solo hemos salido unas cuantas veces.

Ash: Sí, ya lo sé. Y Andrew no me parece de los que están acostumbrados a esperar.

Eso era verdad. Andrew era un hombre acostumbrado a conseguir rápidamente lo que quería. Pero también era muy astuto. Y había captado enseguida que Ness no era de las que separaban los vínculos físicos de los emocionales. Al principio, se había mostrado muy paciente y se había abstenido tangiblemente de presionarla. Sin embargo, en aquella última ocasión, la cosa había sido un poco más difícil. Al acompañarla hasta su casa, el sábado por la noche, quiso entrar... y no para tomar un café. Ella sorteó la situación aduciendo que estaba muy cansada. Era la verdad.

De acuerdo, solo parte de la verdad.

El resto le habría sonado a melodrama barato o culebrón ridículo a un hombre tan curtido y primario como Andrew a la hora de «dar el siguiente paso».

Ness se dio cuenta de que no era justo. Pero no podía evitar quién era ella. Así que le sugirió a Andrew que se vieran un poquito menos. No funcionó. Él aminoró la presión de inmediato, disculpándose por haberse precipitado y asegurándole que estaba dispuesto a esperar, a retirarse y a darle todo el tiempo que necesitara.

El problema era que Ness no estaba segura de que el tiempo cambiara nada. Sobre todo si lo que su madre le había dicho la noche anterior era cierto. Fuera cual fuera la chispa que se suponía que debía existir entre ella y Andrew (al menos, desde su punto de vista), todavía no había saltado. Y tampoco se había desarrollado ningún sentimiento serio. Aquel hombre le gustaba. Punto.

Ash: ¿Ness? -la urgió-.

Ness: No hay nada más que contar, Ash. -Zanjó el tema firmemente, mientras su preocupada mirada se dirigía de nuevo hacia Brian-. Siento desilusionarte, pero...

Ash: No es eso. -Su amiga tampoco la miraba, sino que observaba la zona del otro extremo del patio-. Hay un tipo mirando a los niños. Allí, junto a la valla. Detrás de los árboles.

Ness: ¿Un tipo?

Ness se volvió y se ladeó un poco para poder ver lo que había tras el grupo de robles. Divisó al hombre alto que, apoyado en la valla, con los brazos cruzados, tenía la mirada fija en la zona donde jugaban los niños. Lo reconoció de inmediato.

Ness: Es Zac Efron -murmuró-. El tío de Brian. -Miró de nuevo a Ashley-. ¿Puedes vigilar a los niños por mí un minuto?

Ash: Claro.

Ness: Gracias. -Se dirigió hacia la valla y rodeó los árboles que ocultaban a Zac de la vista. Él debió de verla llegar, pero no dio signos de ello-. Hola -lo saludó brevemente mientras se le acercaba-. ¿Puedo ayudarle en algo?

Aquellos fríos ojos azules destellaron sobre ella.

Zac: No recuerdo haber pedido ayuda.

Ness: Cierto. ¿Significa eso que ha venido a contemplar el recreo? ¿O solo está esperando a que quede libre un columpio?

Zac frunció tan levemente la boca, que pareció que tal reacción fuera contra su voluntad.

Zac: Los columpios nunca fueron lo mío. Yo era más bien un entusiasta del juego de pelota llamado «mato».

Ness: «Mato». Vaya, ¿por qué será que no me extraña en absoluto? Podía perseguir agresivamente a los demás, arrojarles la pelota, tocarlos con ella, huir del contraataque calculando la dirección de los rebotes del balón para evitarlos... y ganar. Suena bien.

Esta vez, él la sorprendió con una risita.

Zac: No tienes muy buena opinión sobre mí, veo.

Ness: No le conozco lo suficiente para tener ninguna opinión sobre usted. Excepto cuando se trata de Brian. Obviamente, usted lo adora. -Hizo una pausa y miró rápidamente por encima de su hombro al chico, que seguía jugando solo-. Y también está preocupado por él -se atrevió a aventurar, en voz baja-. Igual que yo. Brian ha estado hoy extrañamente abstraído. He intentado hablar con él, sin mucho éxito. -Volvió a mirar a Zac-. Supongo que no querrá darme alguna pista sobre lo que le pasa. -No tenía demasiada esperanza de obtener una respuesta. Efectivamente, el tío de Brian repuso a su pregunta con un cerrado silencio-. ¿Tiene algo que ver con la campaña de su padre? -insistió planteando lo obvio-. ¿Está tenso el ambiente en casa? Desde luego, eso parecía el otro día. Y los signos son inequívocos.

Zac: ¿De veras? -Se irguió, con el semblante severo-.

Ness: Sí. -Se agarró a la valla, desanimada ante el muro que Zac levantaba para mantenerla al margen-. Señor Efron, tengo experiencia en este campo. Sé cuándo un niño se siente herido y lo está pasando mal.

Zac: Vaya. ¿Eres psicóloga? Creía que eras maestra.

Ness: Soy ambas cosas. Me he graduado en psicología y educación infantil. También doy conferencias en hospitales sobre temas relacionados con el bienestar emocional de los niños. Estoy más que cualificada. Así que, créame, no me estoy tirando ningún farol.

Un destello de interés brilló en los ojos de Zac.

Zac: Psicología infantil y educación elemental. Estoy impresionado.

Ness: Permítame que lo dude. Ninguna de las dos profesiones proporciona los ingresos que lo impresionarían. Y las charlas son sin remuneración.

Zac: Acabas de decir que no me conoces. ¿Cómo quieres saber lo que me impresionaría?

Ness: Intuición. Los inversores de Bolsa valoran el dinero y las oportunidades para seguir enriqueciéndose. Está muy lejos de lo que valoran los psicólogos y maestros.

Más que enfadado, Zac parecía intrigado, y ladeó la cabeza para observar mejor a Ness.

Zac: ¿Debo entender que conoces a varios inversores de Bolsa? -Ella se sonrojó al darse cuenta de que él la había atrapado y lo sabía. Ness hablaba basándose en la ira y la insipidez, no en hechos. Y Más aún: no era propio de ella juzgar de ese modo-. No te sientas tan culpable -le espetó al leer la expresión de su rostro-. Tu apreciación es correcta. Solo me preguntaba si se basaba en tu observación de alguien más que yo. Pero deja que te dé una pista: ahí fuera hay un mundo enorme y perverso. No es solo la gente que vive de las finanzas la que se deja llevar por la codicia y el poder. Casi todo el mundo lo hace. Echa un vistazo fuera de tu aula de vez en cuando. Te sorprenderás. -Dicho esto, se dispuso a alejarse-. Me voy antes de que Brian me vea. Preferiría que no se enterara de que he estado aquí.

«¿Por qué?», quiso preguntar Ness. «¿Porque se pondría triste cuando usted tuviera que despedirse? ¿O porque le contaría a su padre la visita?».

Ness: Señor Efron.

Sin pensar, lo agarró del brazo.

Necesitaba decir algo más antes de que él se fuera. Zac se detuvo, clavó sus ojos azul grisáceo en los dedos de Ness y luego desplazó la mirada hasta su rostro.

Zac: ¿Qué?

Ella lo soltó rápidamente.

Ness: Sé que no le gusto. Es libre de sentirlo así. Pero no tiene nada que ver con Brian. Su sobrino es muy especial para mí. Así que, si le está pasando algo malo, quiero ayudar.

La expresión de Zac se endureció.

Zac: Ya lo veo. Pero no puedes. Así que mantente al margen. -Se alejó unos pasos, y luego se volvió y buscó los ojos de Ness-. Para que quede claro, no es cierto que no me gustes. Y me llamo Zac.


miércoles, 21 de septiembre de 2011

Capítulo 4


2 de abril


Con los codos apoyados en el escritorio de su despacho, Stephen se daba un masaje en las sienes, ansiando que sonara el teléfono, ansiando que su instinto hubiera acertado.

Necesitaba aquella victoria. Necesitaba algo bueno después del desastroso fin de semana que había dejado atrás. Primero, aquella insoportable periodista del sábado, seguida de un interrogatorio por parte de Zac. Luego, el domingo, encontrarse con que su jugada salía mal... Estupendo... Y todo había culminado la noche anterior con una agotadora pelea sin cuartel con Nancy.

Ella estaba preocupada por él. Zac estaba preocupado por él. El maldito mundo entero estaba preocupado por él.

Si se limitaran a desaparecer y dejarlo solo, todo iría bien. Sabía lo que estaba haciendo. Siempre lo tenía todo bajo control. Al fin y al cabo, era un Efron, ¿no?

Con amargura, separó la silla del escritorio y la hizo girar para poder mirar por la ventana. Cinco pisos más abajo, la ciudad de Leaf Brook pasaba su mañana yendo a toda prisa arriba y abajo. Había mucha actividad alrededor del Ayuntamiento. Los hombres de negocios salían zumbando hacia su trabajo, los padres llevaban a los niños a la escuela o la guardería y los clientes de los supermercados arrastraban sus carritos repletos y se los llevaban a casa. Todo parecía tan fácil.

Quizá para algunas personas lo fuera.

Sonó su móvil. Stephen prácticamente lo aferró.

Stephen: ¿Sí?

**: Malas noticias. No hay negocio.

Los dedos de Stephen se tensaron sobre el teléfono.

Stephen: ¿Qué quieres decir con que no hay negocio?

Estaban a punto de firmar.

**: Bueno, pues no lo han hecho. Él ha renegociado su contrato. Se queda.

Stephen: Mierda.

Pulsó el botón que cortaba la comunicación y se metió de un manotazo el móvil en el bolsillo de la americana. Diez mil dólares que se iban por el desagüe. ¿Cuánto podían empeorar las cosas?

Alguien llamó a la puerta del despacho.

Stephen tragó saliva y apoyó las manos, con los dedos entrecruzados, sobre el escritorio.

Control. Tenía que mantener el control sobre sí mismo.

Celeste: ¿Alcalde Efron? -Su secretaria asomó la cabeza por la puerta-. Lamento molestarle, señor, pero su cita de las nueve y media ya ha llegado. Y también el señor Henderson. ¿Le hago pasar antes?

Automáticamente, Stephen dirigió la mirada hacia su agenda. Las nueve y media. Philip Walker, uno de los constructores inmobiliarios más ricos de Leaf Brook. Había dirigido la construcción de dos tercios de los comercios textiles de la ciudad, varios de sus complejos de oficinas, su principal centro recreativo y dos de sus cines. También había invertido una importante suma en el enorme centro comercial que acababa de construirse en el centro y cuya fecha de apertura estaba prevista para al cabo de menos de dos semanas. Andrew le había mencionado algo sobre que Walker quería hablar con ellos de una sustanciosa propuesta de negocios que beneficiaría enormemente a la ciudad.

Celeste: ¿Señor? -insistió-.

Stephen levantó la cabeza y le dedicó a su secretaria una mirada de sincero aprecio.

Stephen: Sí, haz pasar primero a Cliff. Y llama a Andrew. Dile que el señor Walker está aquí. Querrá reunirse con nosotros.

Celeste: Muy bien, señor.

Stephen: Ah, y Celeste, dile al señor Walker que estaré con él dentro de cinco minutos. Mientras, ofrécele si quiere tomar un café.

Celeste: Cómo no.

Stephen: Muchas gracias. -Le sonrió cariñosamente-. Eres indispensable.

Ella le devolvió la sonrisa.

Celeste: Lo intento.

Un instante después, Cliff Henderson entró, con paso decidido, maletín en mano. Era alto y delgado, de cabellos rojizos y afables ojos castaños. La agradable apariencia y los modales y desenvoltura de Cliff se sumaban a su jovial encanto. Él aprovechaba esa simpatía genuinamente americana a su favor, inspirando en sus adversarios legales una falsa sensación de seguridad al hacerles creer que él era tan solo un simple y modesto abogado consultor que vestía trajes de corte clásico. Lo cierto era que él no era en absoluto un profesional simple y modesto, sino un abogado extraordinario, de excepcional perspicacia, agudo instinto y dotado de una mente que semejaba una mortal trampa de acero.

Dejó el maletín sobre el escritorio y le dirigió una rápida pero penetrante mirada a Stephen mientras lo abría.

Cliff: ¿Estás bien?

Stephen: Sí, muy bien. ¿Por qué?

Cliff: Pareces un poco cansado. -Esbozó una sonrisa de medio lado-. Probablemente sea el estrés de ser el padre de un lanzador, as del béisbol, un auténtico campeón. Fue un partido bastante bueno, seguido de una fiesta de celebración bastante impresionante, por lo que dijo Nancy.

Stephen se relajó y la expresión de su rostro se tornó un poco más dulce.

Stephen: Sí, el partido fue fantástico. En cuanto a la celebración, probablemente sea el motivo por el que hoy parezco estar un poco apagado. Me comí el helado gigante de tres bolas con plátano yo solito. Mi estómago de treinta años ya no es tan resistente como antes.

Cliff: Dímelo a mí. Los días de zamparse una pizza familiar con doble de todo se acabaron hace tiempo. -Sacó un informe y lo abrió mientras se dejaba caer sobre uno de los sillones frente al escritorio de Stephen-. Traigo algunos números preliminares. Tienen buena pinta, aunque la campaña acaba de empezar. Les caes bien a los votantes. Les gusta lo que propones y defiendes. Braxton también lo sabe. Ha estado haciendo campaña con bastante empeño, cosa bastante inusual cuando faltan tantos meses para las elecciones. Eso significa que está preocupado. Hace bien. Toma, echa un vistazo. -Le alargó una hoja-.

Stephen examinó la información.

Stephen: No es exactamente un fuera de combate. Sí, voy a la cabeza, pero solo por quince puntos. No es suficiente para empezar a organizar la fiesta de la victoria. Y, no lo olvidemos, Braxton es el actual titular. Tenemos mucho trabajo por hacer. -«Y necesitamos un montón de dólares que nos respalden», añadió mentalmente. «Dólares que no tengo porque se me han escurrido entre los dedos, al igual que mi suerte».-

Cliff: He hablado con tu padre esta mañana -continuó-. Le gusta la forma que van tomando las cosas. Es optimista en cuanto al resultado.

Stephen: Me alegra oír eso.

Hacía esfuerzos por evitar que su voz denotara sarcasmo. Optimista. Ésa era la manera que tenía su padre para decir que algo no estaba mal, pero que tampoco era un éxito. Lo habitual, cuando se trataba de su opinión sobre Stephen. Pero degeneraría en enfado o fastidio si el omnipotente Harrison Efron se enteraba de lo que su hijo había hecho con el dinero que él le había facilitado para apoyar su campaña.

La sola idea le revolvió el estómago a Stephen. Tenía que recuperar aquel dinero... y rápido.

Cliff: ¿Quieres preparar la reunión con Walker?

Stephen: ¿Sabes de qué va el asunto?

Cliff: No sé los detalles. Tan solo que tiene que ver con una nueva propuesta, algo que todavía no está sobre la mesa.

Stephen: Sí, Andrew ya me lo comentó. Pero es todo lo que me dijo. Así que no podemos preparar gran cosa. -Se recostó en su sillón-. No estoy demasiado preocupado. Todas y cada una de las iniciativas de Walker han sido beneficiosas para la ciudad. Supongo pues, que ésta también lo será.

Cliff asintió con la cabeza.

Cliff: Estoy ansioso por oír lo que tiene que decirnos. Y no solo porque él ha sido útil a la ciudad, sino porque también te ha sido útil a ti. -Guardó de nuevo el informe de la campaña para el Senado en el maletín y sacó un cuaderno de notas y un bolígrafo-. Ese tipo es un aliado sólido, Stephen: influyente, con contactos, una buena fuente de nuevos ingresos para Leaf Brook y una igualmente buena fuente de potenciales contribuciones para la campaña.

Stephen: Entendido. ¿Algo más, antes de iniciar la reunión?

Cliff volvió a dirigirle una penetrante mirada.

Cliff: No. Excepto que te recomiendo que te vayas pronto a casa y que duermas un poco. Y que dejes los helados gigantes de tres bolas con plátano.

Stephen: Lo intentaré. -Pulsó el botón del intercomunicador-. Celeste, ya puedes hacer pasar al señor Walker y al señor Matthews.

Celeste: Ahora mismo.

Al cabo de un minuto, Celeste dio unos leves golpecitos en la puerta, la abrió e hizo entrar a los dos hombres.

Stephen se puso en pie para saludar a Philip Walker, un hombre bastante mayor que él, encajando su firme mano y estrechándosela con igual firmeza.

Stephen: Me alegro de verte, Philip. Andrew, gracias por acompañarnos en la reunión.

Estrechó ahora la mano al regidor, en un gesto que se debía más al protocolo que a cualquier otra cuestión. Hacía mucho tiempo que Stephen y Andrew Matthews habían dejado atrás las formalidades. Llevaban cinco años trabajando juntos en el Avuntamiento. Además de colaborar en el presupuesto y programa político de la ciudad, comían juntos de vez en cuando, compartían una amistosa rivalidad entre los Mets y los Yankees y mantenían pequeñas charlas de carácter personal en el aparcamiento. Andrew era brillante y ambicioso y Stephen se sentía seguro sabiendo que el bienestar fiscal de Leaf Brook estaba en sus manos.

Completó las cortesías sociales.

Stephen: Ambos conocéis a Cliff Henderson, ¿verdad? -Y señaló a éste-.

Andrew: Desde luego. -Otra ronda de apretones-.

Stephen: Sentaos, por favor. -Indicó los sillones ubicados enfrente de él. Esperó a que todos se hubieran acomodado, antes de empezar con un recordatorio que sin duda proporcionaría un tono animado a... la reunión-: El centro comercial está listo para abrir sus puertas el catorce de abril. La inauguración que estamos organizando hará que se hable de la ciudad entera.

Philip Walker asintió, encantado; o al menos más encantado de lo que jamás se mostraba. Con sus hundidos ojos oscuros y su semblante reservado, daba la impresión de estar constantemente concentrado, casi sombrío, como si observara lo que se debatía y evaluara las posibles vías de salida.

Philip: Bien -replicó-. Eso es lo que pretendemos. -Se pasó una impaciente mano por el denso y canoso pelo-. De hecho, estoy aquí para presentar otra idea, que creo será igualmente rentable y provechosa. Así que, si os parece bien, voy a entrar en materia.

En absoluto sorprendente. Walker era famoso por su costumbre de evitar preámbulos. Y, en este caso, a Stephen le parecía excelente. Dado todo lo que se le acumulaba en la cabeza, lo último que tenía ganas de hacer era marear la perdiz. Lo que realmente necesitaba era un poco de café muy cargado y un plan.

Stephen: Adelante.

Philip: He estado pensando que Leaf Brook ha crecido mucho desde que tú ocupaste tu puesto. Actualmente, tiene edificios de oficinas, tiendas, tráfico congestionado... sobre todo en las zonas con alta densidad de población. Se han habilitado zonas de parking municipales por todas partes para cubrir las necesidades de aparcamiento de los ciudadanos.

Stephen: Cierto. -Frunció el ceño, preguntándose dónde quería Walker ir a parar con todo aquello-.

Philip se inclinó hacia delante, con el ceño fruncido, concentrado.

Philip: Construcciones Walker tiene una compañía de servicios inmobiliarios afiliada. Ofrecemos cosas como diseño de jardines, eliminación de nieve y servicios de seguridad para los propietarios o realquilados de las instalaciones que construimos. Nos gustaría expandirnos hasta un terreno más público... a saber: las zonas de aparcamiento municipales de la ciudad. Las renovaríamos, eliminando los parquímetros y construyendo garitas con encargados en todas las salidas. Reorganizaríamos la distribución de las plazas para que el sistema fuera más accesible y ventajoso. Y estableceríamos servicios de vigilancia las veinticuatro horas para garantizar la seguridad. -Entrelazó los dedos-. Así es como yo lo veo. Según mis cálculos, Leaf Brook ingresa, actualmente, un poco menos de un millón bruto al año procedente de los aparcamientos y luego paga decenas de miles para mantenerlos. Si en lugar de eso, se arrendaran esas instalaciones a mi compañía, pagaríamos a Leaf Brook el mismo millón, más un cinco por ciento de los ingresos brutos que generáramos con ellas. La ciudad dispondría de mejores y más seguros aparcamientos, se libraría del dolor de cabeza de mantenerlos y sacaría buenos beneficios, además.

Stephen: Y tú también -comentó mientras su mente procesaba a la velocidad del rayo todo lo que Walker había dicho-.

Philip: Cierto. -Su mirada no se desvió ni un ápice-. De todos modos, por eso estoy en el mundo de los negocios.

Stephen cogió su bolígrafo y lo hizo rodar entre sus dedos, pensativo.

Stephen: Es una idea interesante. Desde luego, merece la pena tenerla en cuenta.

Philip: Tenerla en cuenta. ¿Significa eso que la apoyas?

Stephen: De modo extraoficial, mi primera reacción sería decir que sí. Por supuesto, tendría que revisar los números con Andrew y luego pasar la propuesta al pleno del Ayuntamiento. Como sabes, se necesita su autorización.

Philip: Y estoy seguro que, como presidente del consejo, conseguirás esa autorización sin problema alguno. Después de todo, lo que propongo es una apuesta con premio seguro... como confirmarán sin duda los cálculos del señor Matthews. -Se levantó y alisó la americana de su caro traje-. Bueno. La próxima reunión del Ayuntamiento es el jueves. Expón la idea entonces. Cuando tengas la respuesta, llámame.

Stephen: Lo haré.

Philip: Ah. -Se detuvo, como si de repente se le hubiera ocurrido algo-. Hablando de apuestas seguras, felicidades por tu candidatura para el Senado. Nueva York tendrá suerte al tenerte.

Stephen: Gracias.

También se puso en pie, aunque su intuición le decía que iba a pasar algo más.

Y su intuición no falló.

Philip metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó un talonario y una pluma.

Philip: Si me permites, me gustaría hacer una contribución a tu campaña. Estoy convencido de que le encontrarás un buen fin, aunque no dudo que probablemente debes de estar nadando en dinero procedente de contribuciones. Pero me gustaría ser parte de tu victoriosa campaña. -Sin esperar una réplica, garabateó un cheque, lo arrancó y se lo entregó a Stephen-. Aquí tienes. Con mis mejores deseos.

La cantidad de ceros golpeó a Stephen justo entre los ojos, Cinco. Philip Walker le acababa de donar un cheque de cien mil dólares.

Levantó la mirada, procurando no inmutarse en absoluto, mientras aceptaba el cheque y lo doblaba por la mitad.

Stephen: Es muy generoso por tu parte, Philip. Te agradezco tu apoyo.

Philip: Es un placer. -La sombra de una sonrisa curvó su severa boca-. Ahora, te dejo que vuelvas a tu trabajo. -Encajó la mano de Stephen en otro firme apretón-. Gracias por buscar un momento para recibirme. Caballeros -añadió, despidiéndose de Cliff y Andrew-, me alegro de haberos visto.

Cruzó la habitación y salió por la puerta.

Andrew despegó su larguirucha figura del sillón y se puso en pie para contemplar cómo aquel hombre se marchaba. Cuando la puerta estuvo firmemente cerrada, se volvió y le dirigió a Stephen una discreta y cauta mirada.

Andrew: Pensaba que iba a tratarse de llevar adelante otro complejo de oficinas. No me esperaba esto. Lo siento, si te ha pillado por sorpresa.

Stephen: No te preocupes. -Luchaba por mantener su atención centrada en aquella conversación. Por no empezar a dar brincos de alegría. Diez mil dólares. Era justo la chispa que necesitaba-. Yo tampoco me esperaba esto. Pero la idea tiene mérito. Nuestros aparcamientos municipales están en decadencia. Y mantenerlos se ha convertido en un gran quebradero de cabeza para la ciudad. Por no mencionar la cantidad de dólares tributarios que estamos gastando. Esto podría ser un buen negocio para Leaf Brook también.

Andrew: No puedo discutir eso. -Sus sagaces ojos valoraron la reacción del alcalde y la interpretaron como positiva-. Calcularé y revisaré algunas cifras. Si obtengo el resultado que espero, expondremos el asunto en la reunión del Ayuntamiento. No creo en absoluto que se opongan.

Stephen: Yo tampoco.

Cliff no dijo nada. Se limitó a garabatear algunas notas antes de dejar a un lado la libreta, entrelazar los dedos y apoyar la barbilla en ellos.

Andrew se aclaró la garganta.

Andrew: Vuelvo a mi despacho para ponerme al trabajo. Consultaré tu agenda con Celeste y veré cuándo estás libre para estudiar los resultados.

Stephen: Suena perfecto -asintió-. Nos vemos a primera hora de la tarde.

Andrew: De acuerdo.

La habitación quedó en silencio hasta que Andrew se hubo marchado.

Cliff: Excelente, el don de la oportunidad de Walker -comentó una vez que él y Stephen quedaron a solas-. ¿Cuánto te ha dado? -Sin mediar palabra, Stephen le alargó el cheque. Cliff soltó un grave silbido de admiración-. Una contribución bastante importante.

Stephen: No te lo voy a discutir. -Su conciencia le hizo preguntar lo que era obvio-: Bueno, dime, ¿acabo de ser sobornado?

Cliff hizo una mueca de ironía.

Cliff: Creo que Philip Walker lo llamaría un incentivo. Si eso significa o no lo mismo es una cuestión de interpretación. No te ha amenazado con retirar los fondos si tú, en el último momento, rechazas su propuesta de negocio. Y, dado que, técnicamente, puedes hacer el cheque efectivo ahora mismo, mucho antes de que el pleno tome una decisión, no creo que se considere un soborno. Eso no quiere decir que ese hombre te aprecie muchísimo más si consigues sacar el asunto adelante por él.

Ésa era la respuesta exacta que Stephen deseaba oír. Su conciencia estaba limpia.

Stephen: Desde luego -admitió, entreviendo un rayo de esperanza que hacía tan solo media hora había brillado por su ausencia-. Pero lo cierto es que su idea es buena. Buena para Walker, sí, pero también para Leaf Brook. Con o sin incentivos.

Cliff: En ese caso, ya tienes tu respuesta.

Stephen: Supongo que sí. Ahora solo queda recibir la corroboración de Andrew y la autorización del pleno.

Cliff: Y otra cosa. Decidir cómo emplear tu última contribución recibida.

Oh, Stephen sabía perfectamente cómo emplearla, por supuesto. Haría unas cuantas apuestas estratégicas que incrementarían la cifra y lo ayudarían a recuperar sus pérdidas.

Corrección: las pérdidas de su padre.

Él quedaría libre de culpa. Todo volvería a su cauce e iría bien.

Stephen: De acuerdo -murmuró mientras su mente pasaba rápidamente de una posibilidad a otra-. Espero que la contribución de Walker dé para mucho.


domingo, 18 de septiembre de 2011

Capítulo 3

31 de marzo Leaf Brook, Nueva York

Stephen Efron miró de reojo el teléfono de su coche, medio tentado de realizar la llamada que tanto ansiaba hacer, mientras recorría las últimas manzanas de casas que los separaban del campo de béisbol. Ni su esposa ni su hijo se darían cuenta. Ambos viajaban en el asiento de atrás del Ford Explorer y estaban concentrados resolviendo la crisis que acababa de estallar justo antes del partido.

Del uniforme de Brian había saltado un botón.

Por desgracia, el botón de marras se había desprendido del mismísimo centro de la camisa, en lugar de descoserse de un ojal situado en un lugar menos visible, donde su ausencia podría haber pasado desapercibida durante aquel primer partido. Pero, afortunadamente, Nancy jamás iba a ninguna parte sin un pequeño botiquín y un costurerito de viaje... no desde que Brian aprendió a caminar y se convirtió en el torbellino de actividad que aún era.

Después de ayudar a su hijo a quitarse la camisa y ponerse la chaqueta de chándal para los ejercicios de calentamiento, Nancy estaba totalmente enfrascada en su tarea, cosiendo a contrarreloj para tenerla terminada a tiempo. Y Brian se lo estaba poniendo más difícil, pegando botes en el asiento como una judía saltarina, con la chaqueta abierta y la cremallera dándole minúsculos azotes en el torso desnudo a un ritmo rápido e impaciente.

Brian: Mamá, ya casi hemos llegado -protestó mirando por la ventanilla-. El partido va a empezar dentro de pocos minutos. Tengo que llevar la camisa puesta.

Nancy: Aquí la tienes. -Blandió en el aire la ya reparada prenda y se la arrojó luego a su hijo, bromeando-: Vamos, rápido, quítate la chaqueta y te volveremos a poner el uniforme completo. Para cuando papá haya aparcado, ya tendrás de nuevo el aspecto del estupendo lanzador que eres. No tendrás nada que envidiarles a los Yankees. Excepto que ellos han dejado de crecer y sus uniformes les van a la medida. Si tú les dijeras a tus músculos que no se desarrollaran tan rápido, quizá no tendríamos este tipo de percances tan a menudo.

Brian: Gracias, mamá. -Se quitó la chaqueta mirando a Nancy con el genuino alivio de un chaval de siete años al que han salvado de la humillación pública-. Nancy lo despeinó cariñosamente mientras él se embutía en la camisa.

Nancy: Abrochemos todos los botones para que te luzcas en el montículo del lanzador.

Ahora no había tiempo para llamadas telefónicas, se dijo Stephen, cogiendo el móvil de su plataforma y metiéndoselo en el bolsillo de su camisa. El campo de la Liga Infantil ya era visible. Su prometedora inversión iba a tener que esperar.

Contrariado, condujo el coche hacia la zona de aparcamiento, donde el coche se tambaleó sobre el suelo arenoso, sin asfaltar, mientras se dirigía a las plazas sombreadas, junto a las gradas.

Brian tenía la nariz pegada al cristal de la ventanilla.

Brian: ¿Está la señorita Hudgens por ahí?

Nancy: No lo sé, cariño.

Miró en la misma dirección que su hijo, intentando localizar a la profesora de Brian entre las docenas de personas que se encaminaban presurosamente a ocupar sus asientos. El día del inicio de la Liga las tarimas siempre estaban a rebosar. Los padres de los alumnos de la escuela elemental de Leaf Brooke se implicaban mucho en la vida de sus hijos. La temporada de béisbol era algo muy importante. Lo que comportaba que todo el mundo asistía al acto de apertura, padres e incluso abuelos.

Nancy: No veo a la señorita Hudgens -continuó desabrochando su cinturón de seguridad una vez que el coche se hubo detenido-. Pero eso no quiere decir nada. Hay demasiada gente yendo hacia las gradas para distinguir una persona de otra.

Stephen: Si conozco bien a la señorita Hudgens, estará ahí. -Intervino tranquilizando a su hijo mientras apagaba el motor y se forzaba mentalmente a dejar sus problemas a un lado. Ya habría tiempo durante el partido para realizar su llamada. Cuando le tocara al equipo de Brian (pero no a Brian) batear, él aprovecharía para disculparse y desaparecer durante uno o dos minutos-. Sobre todo si lo prometió, como tú has dicho. Ella jamás ha roto ninguna de las promesas que te ha hecho.

Brian: Ya lo sé. -Aún parecía preocupado-. Pero es el primer partido de la temporada. ¿Qué pasa si se le ha olvidado? El invierno es largo. No ha habido ningún partido al que asistir desde septiembre. Y ella habrá perdido ya la práctica.

Stephen frunció los labios, aguantándose las ganas de reír, mientras salía del coche, abría la puerta trasera a Nancy y cogía la botella de agua que su hijo, infaliblemente, siempre olvidaba. Tan solo podía ocurrírsele a Brian pensar que un espectador pudiese perder la práctica.

Nancy salió del asiento de atrás y miró el rostro de su marido por un instante, antes de ayudar a Brian a recoger su equipo.

Nancy: Es la ceremonia de apertura de la Liga Infantil -le recordó a Stephen-. Y no es ningún secreto quién es el lanzador. Con la campaña para el Senado en marcha, estoy convencida de que la prensa te andará buscando.

Stephen: Probablemente. -Se encogió de hombros-. Hablaré con los periodistas, pero después del partido. Ahora mismo, soy el padre de Brian. No el alcalde. Y tampoco un candidato para el Senado.

Nancy le dedicó una rápida sonrisa que le recordó a Stephen la feliz joven con la que se había casado diez años antes. Se descubrió a sí mismo deseando poder hacerla sonreír de ese modo más a menudo. Últimamente, Nancy parecía estar cansada y apática. Stephen odiaba ser el motivo de tal estado. Pero, maldita sea, él se estaba ahogando. Se dirigían ya los tres hacia el campo cuando un Mercedes SL500 plateado entró en la zona de parking. El conductor hizo sonar el claxon y luego sacó el brazo por la ventanilla y lo agitó, saludando.

Brian: ¡Tío Zac!

El rostro se le iluminó por completo y devolvió el saludo frenéticamente. Mientras su tío aparcaba, él saltaba sobre uno y otro pie intentando tener suficiente paciencia para esperar. Al final, perdió la batalla contra sí mismo y corrió al encuentro del hombre alto y rubio que había salido de detrás del volante y se encaminaba hacia ellos.

Brian: No sabía que ibas a venir -exclamó pegando con la palma de la mano en la de su tío y sonriendo de oreja a oreja mientras ambos volvían hacia donde Stephen y Nancy se habían quedado esperando-.

Zac: Es casi del todo imposible que me pierda vuestro primer partido. -Esbozó una de sus contadas sonrisas, que reservaba para su sobrino-. Estupendo guante -añadió, inspeccionando el guante de béisbol que su sobrino había recibido como regalo de Navidad-. Pero el uniforme te queda un poco ceñido. Creo que has crecido desde el mes pasado.

Brian: Sí. Sobre todo mis músculos. He hecho saltar un botón de la camisa. Mamá ha tenido que coserlo en el coche.

Zac: Eso ha tenido que ser divertido. -Se inclinó para besar la mejilla de su cuñada-. Eres una mujer con suerte: manipular un objeto punzante bajo la estrecha vigilancia de este torbellino mientras mi hermano conduce a ochenta kilómetros por hora para llegar a tiempo. No te envidio.

Stephen: Solo a sesenta -lo corrigió dándole un apretón de manos-. Y mira quién habla. ¿Cuántos semáforos te has saltado entre Manhattan y aquí? ¿Y cuántos coches has dejado atrás, en medio de una nube de polvo?

Zac: No muchos. -Rodeó con un brazo los hombros de Brian y empezó a caminar hacia el campo-. Los sábados por la mañana, la autopista del Este está muy tranquila. No creo que yo haya causado demasiados estragos.

Stephen entrelazó sus dedos con los de Nancy y también se puso en camino, sin poder evitar recorrer la zona con la mirada, en busca de periodistas. Ahí estaban, justo ahí, con cámaras y todo. La buena noticia era que todavía no lo habían siquiera visto. Quizá sí podría disfrutar un buen rato del partido antes de ser abordado. Mejor aún, quizá Zac se las ingeniaría para evitarlo. Nadie ganaba a su hermano menor en inventar inspiradas estrategias. Lo llevaba en la sangre, como su padre. Aquello había convertido a Harrison Efron en el multimillonario magnate de los negocios que era hoy. Y había hecho de Zac un inversor bancario de extraordinario éxito.

Un inversor ocupadísimo. Demasiado para emplear buena parte del sábado en estar con su familia.

Normalmente, pensar aquello habría izado la bandera roja en el instinto de Stephen. Si Zac aparecía en Leaf Brook y les brindaba una inesperada visita, generalmente era que quería algo de Stephen. Pero hoy, no. Hoy, la visita tenía que ver con Brian. Y, cuando se trataba de Brian, los sentimientos de Zac eran verdaderos e intensos. Tío y sobrino estaban locos el uno por el otro.

Así que la bandera roja permaneció arriada. Y las tensiones entre los dos hermanos, mantenidas al margen.

Stephen: Me alegra que estés aquí -le murmuró a Zac-. Pensaba que quizás el trabajo te lo impediría.

Zac: El trabajo puede esperar. Mi insuperable lanzador, no. -Tiró de la visera de la gorra de béisbol de Brian, que éste se había calado a conciencia-.

Brian: Mi brazo está en plena forma -anunció-. Me lo dijo el entrenador. Y también la señorita Hudgens. ¿Sabíais que poseía el mejor lanzamiento de pelota en curva de todo su barrio, cuando era pequeña? Le enseñó su padre. Ella también fue lanzadora de la Liga Infantil, hace billones de años. ¿Lo sabíais?

Zac: Creo que debes de haberlo mencionado unas treinta o cuarenta veces -le aseguró-.

Brian: Sea como sea, la señorita Hudgens lo sabe todo sobre lanzamientos. Y me ha dicho que el mío es incluso mejor este año que el pasado.

Zac: No lo dudo. -Se colocó la mano a modo de visera y observó disimuladamente alrededor mientras llegaban a las gradas y estudió las posiciones que habían ocupado los miembros de la prensa-. De repente, Brian señaló con el dedo, nuevamente desbordado por la excitación.

Brian: ¡Ahí está la señorita Hudgens! ¡Justo ahí delante! En la primera fila. Vayamos a saludarla.

Desgraciadamente, la señorita Hudgens no era la única en la primera fila, se percató Zac. Muy cerca de ella había tres periodistas y dos fotógrafos... cantidad un tanto exagerada si se trataba de cubrir un partido de la Liga Infantil. Era evidente, pues, que estaban allí para hablar con el alcalde o, mejor dicho, con el candidato al Senado. No habían localizado aún a los Efron, pero eso cambiaría en el mismo instante en que ellos se dirigieran hacia aquel lugar. Normalmente, eso sería perfecto. Stephen se sentía en la gloria cuando se encontraba ante las cámaras. Su carisma innato capturaba al público como un imán. Sin esfuerzo alguno, hechizaba a periodistas, fotógrafos y votantes por igual, transformando los sueños de todos en los suyos propios y sus esperanzas en la realidad planeada por él. Sin siquiera mover un dedo, Stephen se convertía siempre en el centro de atención.

Hoy, aquello no iba a suceder. Era el día de Brian, su momento bajo el sol. Su padre no aceptaría que fuera de ningún otro modo. Como si reafirmara aquella decisión, Stephen se puso tenso y clavó la mirada en los periodistas que aguardaban. Su gesto, su actitud, confirmaba la previsión de Zac: quería permanecer de incógnito hasta después del partido. Entonces, ya hablaría con la prensa.

Zac: Brian, tu entrenador te hace señas -anunció entrometiéndose y bloqueando el problema-. El equipo te espera. Saluda a la señorita Hudgens con la mano cuando entres en el campo. Ella lo entenderá. Podemos ir a hablar con ella más tarde. Ahora mismo, es mejor que tú hagas un poco de calentamiento y que nosotros ocupemos ya un asiento, o nos perderemos tu lanzamiento inicial. Nos sentaremos allí. -Señaló un sector de las gradas justo detrás de la base-. Desde ahí veremos el montículo del lanzador mejor que desde ningún otro sitio.

Brian: De acuerdo... supongo. -Parecía reacio, con el corazón dividido entre sus enormes ganas de ver a la señorita Hudgens y su duda a decepcionar al héroe que veía en su tío-. La balanza se decantó en favor de Zac cuando Brian vio a sus compañeros de equipo pidiéndole, mediante grandes gesticulaciones, que se reuniera con ellos.

Brian: Sí, de acuerdo.

Aceptó, esta vez con convicción. Hizo un rápido gesto a su familia con los pulgares hacia arriba y se fue. Se detuvo a mitad de camino, en el área del banquillo de los jugadores, giró sobre sus talones y agitó los brazos, saludando visiblemente hacia el lugar donde se sentaba la señorita Hudgens. Ésta irguió la espalda y, con el rostro iluminado por una amplia sonrisa, le devolvió el saludo.

Stephen: Gracias -le murmuró a Zac mientras todos se acomodaban en el extremo de la segunda fila de las gradas que había escogido... que resultaron estar a dos pasillos de distancia de la prensa-. Si eso se lo hubiéramos dicho Nancy o yo, jamás habría dado resultado.

Zac: Vosotros sois sus padres. Yo soy su tío. Mi trabajo es el más fácil. Vosotros os encargáis de las tareas duras. Y yo gano las encuestas de popularidad. -Contempló los saludos entre Brian y su profesora-. Hablando de encuestas de popularidad, veo que nuestro chaval todavía está loco por la señorita Hudgens.

Stephen: Sí -asintió-. No existe nada mejor en todo el mundo. Y no sin razón: es una excelente maestra y no he visto en la vida alguien que motive más a los chavales.

Zac: Ah, así que no es solamente lo de su prodigioso lanzamiento -repuso un tanto seco-.

Nancy: Por supuesto que no -intervino, cuya admiración por la profesora de Brian era clara e inequívoca-. Aunque su habilidad en el béisbol no está de más. Al igual que todo el tiempo que invierte de manera no oficial entrenando a los chicos. Pero Stephen tiene razón: es una estupenda educadora. Inteligente y entusiasta. Y capaz, también, de ver el mundo a través de los ojos de un niño. Estoy segura de que tú no puedes apreciar eso, dado el mundo en el que trabajas pero, créeme, es un rasgo admirable, que requiere perspicacia y sensibilidad. Pon todas esas cualidades juntas y obtienes una combinación muy poco frecuente.

Zac: ¿Poco frecuente? Yo diría más bien ya desaparecida.

Miró, de reojo y con expresión desconcertada, en la dirección de Ness. No era, ni por asomo, el tipo de mirada que le había dirigido la primera vez. Puede que Vanessa Hudgens fuera una rara ave, pero era casi imposible que pasara desapercibida, incluso a distancia. Y, de cerca, era impresionante. Eso ya lo sabía Zac de primera mano, porque había coincidido con ella cinco o seis veces, y Brian se la había presentado efusivamente en cada ocasión.

Nunca habían intercambiado más que unas cuantas palabras. Eso no era en absoluto sorprendente. Como formulaba la descripción de Nancy, sus dos mundos eran polos opuestos. Ella vivía en un entorno idealista y protegido, en el que imperaban las risas de los niños. Él vivía en una fría realidad donde el dinero era el rey y el poder era Dios; un mundo que, mucho tiempo atrás, habría despojado a Zac de su mirada optimista sobre el universo... si la hubiera tenido, claro. Pero, siendo un Efron, había aprendido desde el principio que la vida era un reto cada vez más colosal, en el que solo se podía vencer o ser vencido.

«Opuestos» era una manera suave de definirlo. A Zac no le cabía en la cabeza que existiera alguien tan ingenuo como Vanessa Hudgens. Y, a juzgar por el muro que ella levantaba cada vez que ambos se dirigían la palabra, Zac provocaba en Ness lo mismo que ella en él, y cualquier mínimo aspecto de Zac, fuera cual fuera, que Ness llegaba a comprender, no le gustaba en absoluto.

Eso no privó a Zac de seguir mirando.

Ella era muy guapa, cierto, y de una manera real y natural, innata, que contrastaba completamente con las mujeres que se movían en el círculo de Zac. Los rasgos de Ness eran delicados, sin casi maquillaje, realzados por unas gafas de sol que llevaba puestas en su levemente respingona nariz. Llevaba el cabello (sedoso, oscuro, con reflejos ébano intenso) peinado en una trenza, aunque algunos mechones se escapaban para acariciarle las mejillas. Vestía una chaqueta de verano color tostado y unos tejanos que cumplían perfectamente la tarea de disimular las esbeltas curvas de Ness. Pero Zac la había visto en los juegos de verano de Brian, durante julio y agosto, los meses más calurosos, cuando ella tan solo llevaba una camiseta y unos pantalones cortos. Y su cuerpo era de aquellos que hacían fantasear a los hombres.

Ahora mismo, ella les daba la espalda, totalmente concentrada en Brian. Gritó y vitoreó cuando Brian y su equipo saltaron al campo.

Stephen: Sale con Andrew Matthews.

Zac: ¿Mm? -Miró a su hermano perplejo-. ¿Quién?

Stephen: Vanessa Hudgens. Andrew me lo comentó en la reunión del Ayuntamiento de esta semana. Y parecía estar muy entusiasmado.

Zac: Bromeas. Es una pareja imposible. Él, un exitoso hombre de negocios con la suficiente sabiduría política para ser capaz de presentar su propia candidatura algún día. Y ella... -meneó la cabeza-. Digamos que es como un cordero en el foso de los leones.

Stephen: Sí, yo también pensé eso mismo.

Zac: ¿Cuánto tiempo llevan saliendo?

Stephen: Cerca de un mes. Se conocieron en un homenaje al director de su escuela.

Zac se encogió de hombros.

Zac: Es un misterio lo que hace que una persona se sienta atraída por otra. De todos modos, yo no soy, ni mucho menos, un experto. Mi historial con las mujeres da asco.

Stephen: Eso es porque estás casado con tu trabajo, al igual que las mujeres con las que has tenido una relación. No es la fórmula ideal para un final feliz, si es que existe tal cosa.

Había un claro regusto amargo en el tono de Stephen, que Zac percibió, alto y claro. Le habría pedido a su hermano que hablara de ello, sin rodeos, si Brian no hubiera estado en pleno calentamiento para lanzar la primera pelota.

Las preguntas tendrían que esperar.

Pero la inquietud que había empezado a corroer las entrañas de Zac durante su última visita a Leaf Brook se hizo aún más intensa.


Era el último tercio de la quinta entrada, y el equipo de Brian iba ganando por tres carreras a uno cuando Stephen empezó a mostrarse nervioso. Zac frunció el ceño al reconocer los síntomas, con la esperanza de equivocarse al interpretarlos.

Pero lo que hizo Stephen entonces le indicó claramente que no iba descaminado.

Abandonando el asiento, pero agachado, Stephen pasó junto a Nancy, que se había sentado en el pasillo. Al mismo tiempo, rebuscó en su bolsillo y sacó el móvil.

Stephen: Tengo que hacer una llamada rápida -anunció brevemente-. Vuelvo dentro de un minuto.

Zac: ¿Ahora? El equipo de Brian va ganando.

Stephen le dedicó a su hermano una gélida mirada que le aconsejaba meterse en sus asuntos.

Stephen: Hay cinco bateadores por delante de Brian y dos outs más antes de que él vuelva al montículo. No me perderé nada.

Salió de la fila de asientos y se alejó del gentío.

Zac vio que Nancy apretaba los labios y tragaba saliva, como conteniendo las lágrimas.

Pero no apartó la mirada del campo de juego.

Otra señal de alerta.

Zac: ¿Nancy? -Le habló en voz baja-. ¿Qué pasa? -Sabía que lo oía. Pero ella no contestó-. Nancy. -No iba a dejar el asunto-. ¿Tiene mi hermano algún problema?

Ella volvió ligeramente el rostro hacia él, en un ángulo suficiente para que Zac pudiera ver el dolor que reflejaba.

Nancy: No te preocupes, Zac. Se trata tan solo de la presión de las elecciones. Le está afectando. Pero todo irá bien.

¿Cuántas veces había oído Zac esas mismas palabras en el pasado?

Zac: Maldita sea -silbó entre dientes-.

Nancy: No pasa nada -le aseguró rápidamente-. De veras. Nada que yo no sepa cómo manejar. Y, políticamente, Cliff tiene las cosas bajo control. Es él quien prepara la mayor parte de la campaña, quien hace que todo vaya sobre ruedas. De este modo, Stephen no lleva tanta carga sobre sus espaldas. Una vez que las encuestas preliminares reflejen los resultados que esperamos, todo volverá a la normalidad.

Todo. A lo que Nancy se refería en realidad era a Stephen. Zac echó un rápido vistazo alrededor, pero no detectó a ningún fisgón, solo veía a orgullosos padres que vitoreaban y espectadores que seguían atentamente el partido. Aun así, se forzó a no hablar más del asunto. Él era un Efron, condicionado desde su nacimiento a proteger a su familia costara lo que costara.

Parte de aquello consistía en no airear sus trapos sucios en público. Los detalles sobre el tema tendrían que esperar... eso, si llegaba a conocerlos. Ni su hermano ni su cuñada eran propensos a explicarse claramente. Nancy, estaba muy ocupada protegiendo a Stephen, y Stephen estaba muy ocupado protegiéndose a sí mismo. Ambos se defendían inconscientemente por el proceso de negación.

La única buena noticia era que Cliff Henderson estaba al mando de la campaña. Eso minimizaría la presión sobre Stephen, lo que, a su vez, frenaría la espiral descendente de su comportamiento.

Esa perspectiva tranquilizó un poco a Zac. Cliff era el amigo más antiguo y más íntimo de Stephen. Era también su abogado y, ahora, el director de su campaña. Su amistad se remontaba a la época universitaria, cuando estudiaban en Yale. Ambos siguieron en la Facultad de Derecho de Yale, y fue durante ese período, mientras cursaban su segundo año en derecho, cuando conocieron a Nancy, una estudiante de último año no-graduada. En realidad, ella había tratado primero con Cliff, e incluso salieron en varias ocasiones, pero la relación no había cuajado. Pero cuando Nancy y Stephen se conocieron, fue amor a primera vista. Se casaron después de que ella se graduara y Stephen fuera admitido tanto en el Colegio de Abogados de Connecticut como en el de Nueva York. Primero, se instalaron en Connecticut y aprovecharon los contactos de Harrison Efron para que la carrera de Stephen despegara. Luego, cuando Harrison consideró que había llegado el momento oportuno de forjar la carrera política de su hijo, se trasladaron a Leaf Brook, la prometedora y emergente ciudad que Harrison escogió como primer escenario para que las raíces políticas de Stephen se afianzaran.

A lo largo de todos aquellos cambios (y del establecimiento y ejercicio de su propia carrera), Cliff había seguido siendo un leal amigo de Stephen y, con el tiempo, se trasladó a la parte alta de Westchester, donde viviría a una distancia prudente de su bufete y a media hora escasa en coche de Stephen y su familia.

A Zac le gustaba aquel hombre. Era un tipo inteligente y honrado, con una mente clara y rápida, que poseía el don de la visión amplia del entorno. Creía en Stephen y en su futuro y, cuando llegó la hora de que éste siguiera las directrices de su padre y se presentara como candidato, Cliff estuvo a su lado, apoyándolo y ayudando a que su campaña despegara. Cliff era muy perspicaz. Demasiado, sabiendo que él y Stephen llevaban veinte años juntos, para no estar al corriente de las angustias de éste... o, al menos, sospechar algo. Pero, supiera lo que supiera, o creyera saber, acerca de los secretos inconfesables de Stephen, se lo guardaba para sí. Y, en lugar de hablar de ello, se mantenía en estrecho y, discreto contacto, aparecía cuando lo necesitaban y hacía lo que tenía que hacerse.

Hacía lo que había que hacer. Bueno, ésa era la trampa.

Zac juntó las palmas de las manos con fuerza, sintiendo de repente una abrumadora sensación de malestar. El fondo de la cuestión era que la angustia de Stephen no desaparecía. Tenía altibajos, según las presiones a las que se veía sometido. Y las personas más próximas a él tenían que subir y bajar al ritmo, asumiendo el papel de muletas, ayudándolo a sobrevivir y ocultando al mismo tiempo cualquier anomalía para que no fuera captada por el ojo de la opinión pública... ni por Harrison Efron.

Eso era cada vez más difícil de conseguir.

Stephen: Todo en orden -anunció volviendo a ocupar su asiento-. No me he perdido nada ¿verdad?

Zac: Al parecer, no -casi masculló-.

Stephen miró a su hermano de reojo.

Stephen: Era una llamada de negocios.

Zac: Vaya -repuso escéptico-.

Stephen: Pues sí, lo era. -Fijó de nuevo su completa atención en el partido-. Así que tranquilízate.

Una vez más, Zac se guardó para sí sus preocupaciones... por ahora. Pero aquel tema se alejaba mucho de estar zanjado. Zac había llegado al campo con la intención de volver a la ciudad una vez terminado el partido de Brian y después de compartir la celebración de la victoria. Pero el comportamiento del que acababa de ser testigo había cambiado sus planes. Ahora, su propósito era pasar allí la tarde, visitar también la casa de Stephen y encontrar unos minutos para hablar con su hermano... estuviera éste o no de humor para sincerarse.


El partido acabó con siete carreras a dos en el marcador, con el equipo de Brian (y su prodigiosa curva) proclamándose vencedor.

Ness vitoreó y silbó mientras Brian aceptaba las palmaditas en la espalda y las felicitaciones de sus compañeros de equipo. Se merecía aquellos elogios. Había lanzado admirablemente, e incluso había hecho posibles dos de las siete carreras. Ness sintió un arrebato de orgullo cuando Brian se abrió paso entre el grupo de compañeros en plena celebración y los condujo a estrechar la mano de sus contrincantes, como acostumbrada muestra de deportividad. Incluso a su temprana edad, Brian jamás olvidaba los sentimientos del prójimo. Eso era un rasgo que lo mantendría vivo en la memoria de los demás, incluso cuando su envidiable lanzamiento ya se hubiera transformado en un cariñoso pero lejano recuerdo.

Ness contempló cómo el grupo se dispersaba poco a poco y su corazón se llenó de ternura al ver a Brian dirigirse como una flecha junto a su familia, que había bajado de las gradas para esperarlo. Su madre, una esbelta y elegante señora de rubia melena lisa y sonrisa radiante, lo abrazó estrechamente y se agachó para susurrarle algo que le iluminó el rostro. Y su padre, el alcalde Efron, estaba justo detrás de ella, tirando cariñosamente de la visera de la gorra de béisbol de Brian y dedicándole una orgullosa y paternal sonrisa. 

Apenas había intercambiado tres palabras con su hijo, cuando la prensa bajó a abordarlo.

***: Señor alcalde, ¿cómo se siente al tener un lanzador campeón en la familia?

Le oyó preguntar Ness a una agresiva periodista, dirigiéndose al alcalde de un modo que indicaba claramente que aquella era tan solo una pregunta para abrir fuego, y que a ésta seguirían de inmediato las que realmente quería formularle.

Stephen Efron le dedicó aquella encantadora sonrisa capaz de fundir un iceberg. Era un hombre asombrosamente atractivo: alto, espaldas anchas, de cabello dorado y unos ojos azul zafiro que pasaban de ser cálidos y acogedores a astutos y perspicaces. Con aquel increíble aspecto, su carisma natural y los poderosos contactos de su familia, probablemente iba a conseguir ser elegido para el Senado sin necesidad de nada más. Pero, de todos modos, sí tenía algo más: un historial impecable de cinco años como alcalde. Después de una legislatura y pico, había demostrado ser un destacado gobernante, que había hecho prosperar significativamente la economía de Leaf Brook, sus escuelas, parques y entorno. Según lo veía Ness, iba a ganar sin duda su puesto en el Senado. Y no se detendría allí. Ness tenía la fuerte sensación de que, en la década siguiente, Stephen Efron progresaría desde Albany al Senado de los Estados Unidos, en Washington.

Stephen: Hola, Cheryl. -Saludaba a la agresiva periodista, conservando su buen humor a pesar de la intromisión de ésta en su tiempo dedicado a la familia-. Si eres tan amable de concederme un minuto para felicitar a mi hijo, creo que verás cómo me siento. -Sin esperar respuesta, se giró y le dio a Brian un gran abrazo de oso-. Un partido estupendo, campeón -le oyó decir Ness-. Y un lanzamiento fantástico.

Brian: Gracias.

Sonreía de oreja a oreja. Era interesante lo poco que el chaval parecía acusar la presencia de la prensa. Ness supuso que, simplemente, estaba acostumbrado a tener a los periodistas pululando alrededor. Con un padre y un abuelo tan importantes, y con una familia que constantemente aparecía en los periódicos y era el punto de mira del ojo público, ser perseguido por la prensa estaba, probablemente, a la orden del día, incluso para un niño de siete años. Aun así, Ness no podía imaginarse a sí misma viviendo de esa forma en el centro de atención.

Por otro lado, sin embargo, se identificaba completamente con lo que Brian sentía en aquel momento. Estaba disfrutando, encantado, de su victoria. Ness se rió para sus adentros mientras él brincaba de aquí para allá, incapaz de estarse quieto, demasiado rebosante de energía y excitación.

Se alejó de sus padres a toda velocidad para correr a dar una fuerte palmada de su mano en la del otro hombre alto que estaba con ellos.

Zac Efron.

La sonrisa de Ness se desvaneció un poco mientras la invadía un ya familiar pero alarmante estremecimiento de inquietud y una consecuente confusión, sin que ella pudiera desprenderse de ninguna de estas dos cosas, que la atenazaban únicamente cuando se trataba del tío de Brian.

Esto era lo que su madre había percibido en ella la noche anterior, el «algo» que advertía como un obstáculo a lo que podía o no llegar a ser su relación con Andrew. Química, le había dicho. Bueno, quizá sí. Según la opinión de Ness, era más bien una inoportuna y molesta fascinación. Una fascinación inoportuna, molesta y sin ninguna otra base, además, que la atracción física.

Sí, Zac Efron era atractivo (muy atractivo), de un modo salvaje, arrogante. Y tenía una personalidad a juego. Pues bien, Ness detestaba la arrogancia. Era suficiente para que sintiera rechazo hacia cualquier hombre, guapo o no. Al menos, así había sido siempre. Pero no parecía funcionar en este caso. Sin embargo, no era de extrañar: Ness no tenía las suficientes premisas. Todo lo que sabía era que había visto a Zac Efron unas cuantas veces. Y que, en todas y cada una de éstas, él había logrado desequilibrarla.

Bajó la mirada, intentando comprender el por qué de su respuesta sin precedentes ante un hombre que, en conjunto, ni siquiera le gustaba.

Era difícil creer que él y Stephen Efron eran hermanos. Oh, físicamente sí era obvio. Se parecían muchísimo, rasgo a rasgo. El mismo pelo claro, la misma altura y constitución, los mismos ojos azules. No, de hecho, sus ojos azules eran distintos. Los del alcalde eran de un azul intenso y brillante, de mirada cálida y abierta. Los de su hermano eran más claros, más grisáceos, de mirada turbia e inescrutable. Coincidían en su personalidad: reservada, fríamente enigmática, con una especie de intensidad meditativa que Vanessa no sabía cómo encajar y que parecía mantener al margen todo contacto humano.

Por si eso no era suficiente, era un inversor bancario... un bonito pseudónimo para alguien que utilizaba el dinero con el fin de amasar más dinero. Su nombre, al igual que el de su padre, aparecía regularmente en las columnas financieras, artículos que relataban los éxitos que había obtenido, cuyos detalles Ness no sabía descifrar, y mucho menos comprender. Todo lo que ella sabía era que, a los veinticinco años de edad, ya había amasado millones, y que su decisión era reinvertirlos en empresas más grandes y más lucrativas.

Qué desperdicio. Al menos, el alcalde Efron había optado por utilizar las ventajas que la vida le ofrecía para hacer algo de provecho, para retornarlas haciendo del mundo un lugar mejor. Él se relacionaba con la gente. Su hermano se relacionaba con el dinero. Esa idea dejaba a Ness entre helada e indiferente. Zac Efron le provocaba lo mismo.

La mayoría de las veces.

Otras, al observarlo con Brian, veía a un hombre completamente distinto, un hombre que alimentaba su fascinación irracional. Su muro de recelo se abría, su arrogancia se desvanecía y todo él se iluminaba como un árbol de Navidad, rebosante de vitalidad y calidez. Era obvio que estaba loco por su sobrino, y la pasión de Brian por su tío no se alejaba mucho de la adoración por un héroe.

Ahora mismo se producía un claro ejemplo de ello.

Brian: ¿A que ha sido un partido genial, tío Zac? -le preguntaba-.

Zac: Más que genial -le aseguró su tío, devolviéndole la palmada y esbozando aquella infrecuente sonrisa que transformaba su duro rostro en magnífico-. Estás a un paso de los profesionales. Espera un año. Dos, a lo sumo. -Le guiñó un ojo-. Por otro lado, es mejor que sigas en la escuela. De ese modo, tu mente será tan poderosa como tu brazo.

La referencia a la escuela pareció recordarle algo a Brian. Y Ness supo perfectamente qué (o quién) era ese algo.

Cómo no, Brian giró rápidamente sobre sus talones y fijó la mirada en las gradas donde ella permanecía de pie. El chaval la localizó y sus ojos se iluminaron.

Brian: ¡Señorita Hudgens! -gritó, agitando los brazos-. ¡Señorita Hudgens! ¡Estoy aquí!

Ness sintió que la mirada de Zac vagaba hasta clavarse sobre ella. Tragó saliva y deseó que se la tragara la tierra. Automáticamente le devolvió el saludo a Brian mientras su mente buscaba a toda velocidad una manera de escapar de allí sin tener que reunirse con el grupo. No había ninguna.

Sí, la había. La prensa. Estaban agolpados alrededor del alcalde como un enjambre de abejas. Y ella no quería entrometerse.

Nancy Efron cortó esa vía de fuga.

Nancy: Señorita Hudgens, por favor, tiene usted que venir con nosotros -le gritó, indicándole con la mano que se acercara-. No podemos celebrar la victoria sin usted.

En contra de su voluntad, Ness obedeció.

**: Señor alcalde. -Un decidido periodista lo reclamaba-. Sé que usted apoya los fondos destinados a programas de actividades extraescolares para niños. ¿Apoyaría por esos mismos programas en el ámbito estatal?

Stephen: Definitivamente, sí -contestó en aquel tono suave y seguro que revelaba que sabía perfectamente de qué hablaba y lo que decía-. No todas las familias disponen de medios económicos para matricular a sus hijos en actividades extraescolares privadas, tanto si son de carácter deportivo, artístico, de estudios académicos, de servicios comunitarios o sociales. Del Estado depende que esas actividades estén al alcance de todas las familias. -Dirigió una rápida mirada en dirección a Ness-. Gracias por las lecciones de lanzamiento. Han dado un resultado excelente.

Ness: De nada. A disponer. -Le devolvió la sonrisa y se agachó para darle a Brian un cariñoso abrazo-. Has estado sensacional.

Brian: Gracias. Dile hola al tío Zac.

¿Por qué los niños siempre se las arreglan para dar justo en el punto que tú menos deseas?

Resignada, Ness se irguió, con la barbilla un tanto levantada, y se encontró con la mirada de Zac, que la observaba descaradamente.

Ness: Es un placer verle.

Zac: Lo mismo digo -repuso con una leve inclinación de cabeza-. He oído decir que ha llevado usted a cabo un fantástico entreno de última hora.

Ness: No fue necesario. Todo lo que a Brian le hacía falta era otro par de pulmones en plena forma para vitorearlo. Yo se los proporcioné.

Era el mismo tipo de frases cortas e ingeniosas y tensa incomodidad que marcaban todos sus intercambios.

Ness se moría por salir de allí. Brian tenía otros planes.

Brian: Cuando papá termine de hablar, iremos a tomar un helado -anunció-. Oh, y también comeremos. ¿Vendrás con nosotros?

Ness meneó la cabeza.

Ness: Lo siento, pero no puedo. Tengo un montón de exámenes de ortografía por corregir y luego tengo una cita con una persona amiga mía.

La última parte fue un error, Ness se dio cuenta al ver que los ojos de Brian se iluminaban, interesados.

Brian: ¿Con quién? -le preguntó- ¿Con la señorita Tisdale?

Ness: No, cariño, con la señorita Tisdale, no -repuso debatiéndose entre lo entrañable y divertido (por parte de Brian) de la situación, y sus enormes ganas de huir. Debería haber previsto aquello-.

Ashley Tisdale era la profesora de informática de enseñanza elemental y, sí, ella y Ness eran amigas. Lo que implicaba inmediatamente, a los ojos de un alumno de segundo grado que no podía imaginar que su maestra tuviera una vida fuera de la escuela, que absolutamente todas sus amistades habían sido forjadas en el centro. Por lo tanto, Ashley era la opción lógica de «una persona amiga» con la que Ness tenía una cita.

Pero no lo era. Y Ness no tenía ninguna intención de dejar a Brian perplejo especificando qué tipo de cita tenía... y, desde luego, mucho menos con quién. Andrew trabajaba con el alcalde. Ella era profesora del hijo de éste. Era una curiosa coincidencia, que ella prefería que no se convirtiera en el comadreo de los minutos de descanso en el trabajo.

Brian: ¿No es la señorita Tisdale? -insistió al instante-. ¿Entonces, quién es?

Zac: Brian, creo que ya le has preguntado a la señorita Hudgens demasiadas cosas en una sola mañana.

Era Zac el que la salvaba, aunque su tono era más divertido que de reprimenda, y Ness tuvo la clara impresión de que a él le divertía verla en aquella situación embarazosa. Se inclinó y le susurró a su sobrino:

Zac: Empiezas a hablar como uno de ellos. -Y señaló con un movimiento de cabeza hacia los periodistas-.

Brian entornó los ojos y compartió una mueca con su tío.

Brian: Sí, supongo que tienes razón. Lo siento, señorita Hudgens.

Ness abrió la boca para responder, pero en aquel instante Cheryl, la periodista, se volvió hacia ellos.

Cheryl: Señor Efron -dijo, dirigiéndose a Zac-. Me llamo Cheryl Lager, y trabajo en el Leaf Brook News. No es un secreto que su padre y usted son los millonarios Efron. Así que, dígame: ¿contribuirá usted de modo contundente en la campaña de su hermano para el Senado? ¿O procederá de su padre la mayor parte del apoyo financiero?

Hubo un momento (el silencio), durante el cual Ness percibió perfectamente cómo una nube de tensión caía sobre el grupo como una lápida. Miró hacia el alcalde y vio un destello de desconcertada irritación en sus ojos, que desapareció al instante. Su esposa parecía un tanto sobresaltada y se acercó aún más a su marido, en un acto reflejo, como muestra de apoyo. Los demás periodistas se quedaron muy quietos, totalmente atentos, celebrando no haber formulado la pregunta, pero igualmente contentos de que alguien la hubiera hecho. La expresión de Zac no se inmutó, aunque Ness estaba lo suficientemente cerca de él para ver cómo se tensaba su mandíbula.

Zac: Señorita Lager, creo firmemente que mi hermano será un senador excepcional -replicó-. Goza de mi total apoyo en todo lo que yo pueda ofrecer, incluido el apoyo financiero, si lo necesitara. Mi padre comparte estos mismos sentimientos, como estoy seguro de que él le respondería encantado. -Enarcó una castaña ceja-. Imagínese. Una inversión familiar en la campaña de un candidato. Un concepto refrescante, ¿no le parece? Seguro que es preferible a la financiación de una campaña por parte de colectivos especiales.

Hubo unas cuantas risitas ahogadas y, por un instante, Ness pensó que el momento tenso se había acabado ya.

Pero Cheryl Lager no estaba dispuesta a tirar la toalla.

Cheryl: En teoría, sí, suena elogiable. Pero se me ocurre que, dados sus innumerables intereses empresariales, usted podría tener unas cuantas ideas acerca de cómo distribuir los fondos del Estado.

Esta vez, la periodista sí obtuvo una reacción. El semblante de Zac se endureció y la mirada que le dedicó a Cheryl fue indudablemente letal.

Zac: Mis ideas y mi ética, son mías, y no tienen nada que ver con estas elecciones. Además, tampoco están en venta, ni como tema de debate o acuerdo. ¿Contesta eso a su pregunta, señorita Lager?

Cheryl: Al parecer, sí. -Se alejó, consciente de haber pasado el límite-.

Brian: Tío Zac. -le tiró del brazo-. ¿Por qué estás enfadado? Creía que estábamos celebrando la victoria.

Algo se quebró en el interior de Ness. Quizás a causa de aquellas bruscas e injustificadas preguntas, quizá porque la victoria de Brian era dejada de lado por una periodista insolente que buscaba unas cuantas crónicas políticas baratas y de pacotilla.

Ness: La estamos celebrando -se oyó decir a sí misma. Colocó una mano sobre el hombro de Brian y añadió-: ¿Sabes?, ahora que lo pienso, tengo tiempo suficiente para comerme un helado pequeño. Además, tengo que pedirle un favor a tu padre. -Inclinó la cabeza y miró al alcalde Efron con ojos interrogantes-. Me preguntaba si sería tan amable de dar una conferencia a los alumnos sobre presentarse como candidato. Las elecciones para delegado de curso están al caer y necesitamos un montón de ayuda.

Stephen: Délo por hecho.

Le devolvió la sonrisa, pero ésta parecía forzada, y él daba la impresión de estar claramente inquieto. Al igual, por cierto, que su esposa. Y Zac Efron estaba tan tenso que Ness casi podía sentirlo temblar.

Ness: Estupendo. Gracias -repuso dirigiéndose al alcalde-. Entonces, quizá podamos escoger una fecha mientras Brian escoge un sabor.

Zac: Buena idea. -Respondió, interviniendo como si ya hubiera tenido bastante-. No más preguntas por hoy, amigos -informó secamente a los periodistas-. Estamos en nuestro tiempo dedicado a la familia. Así que, si nos disculpan...

No había manera de protestar ante ese tono. La prensa obedeció: todos recogieron sus cosas y se dispersaron.

Stephen: Gracias -le dijo en voz baja a su hermano. En su frente se apreciaban gotas de sudor-.

Zac: Vale. -Con la mandíbula aún tensa, observó fijamente a Cheryl Lager, que se alejaba-. Ha estado odiosa. Pero, ¿quién soy yo para discutir con la libertad de prensa? -Volvió rápidamente la cabeza y le dirigió a su hermano una breve pero dura mirada-. De todos modos, deberíamos esperar más situaciones como ésta, ¿no? -Sin esperar respuesta, desvió la mirada, mostrando de nuevo su comportamiento al tirar de la visera de Brian-. Vamos, campeón. Tenemos que celebrarlo.

Brian: La señorita Hudgens también -le recordó-.

Ness notó el destello de aquellos gélidos ojos azules sobre su rostro.

Zac: Sí, la señorita Hudgens también. Pero solo un helado pequeño. Tiene exámenes que corregir y tú y yo tenemos mucho que contarnos para ponernos al día.

Brian: Vale -asintió. Era obvio que la idea de pasar un rato con su tío era suficiente para compensar su desilusión por la brevedad de la visita de Ness-. Vamos a La Cuchara Gigante -le informó-. Es mi local favorito.

Ness: También el mío.

Brian: Me muero de hambre. -Miró con expectación a sus padres-. ¿Nos vamos ya?

Stephen Efron tenía la mirada perdida en el horizonte, y fruncía el ceño, absorto en sus pensamientos.

Nancy: ¿Stephen?

Le dio un apretón en el brazo. Él parpadeó, restableciéndose al instante.

Stephen: Claro que sí, podemos irnos. ¿Estamos todos listos? Entonces, vámonos.

Hablando a todo el grupo como si se tratara de una sola persona, pasó un brazo por los hombros de su esposa y empezó a caminar hacia el coche. Zac no se movió y observó con los ojos entornados al grupo que se alejaba.

Zac: ¿Tienes tu coche aquí? -preguntó bruscamente-.

Dado que Ness era la única persona adulta que quedaba allí, tuvo que dar por sentado que le hablaba a ella.

Ness: Sí.

Zac: Perfecto. Así, puedes irte a donde tengas que ir.

Puso una mano en el hombro de Brian y se lo llevó hacia el aparcamiento. Ness se quedó allí un momento, aturdida por la tensión que aún se respiraba en el ambiente.

Zac Efron ni siquiera había intentado disimular que estaba ansioso por librarse de ella. Pero esta vez, el hecho no tenía nada que ver con las extrañas vibraciones que había entre ambos.

Esta vez, tenía que ver con su familia, con su hermano.

Esta vez, algo malo pasaba.


sábado, 17 de septiembre de 2011

Capítulo 2


30 de marzo Poughkeepsie, Nueva York

Meredith: Cariño, ¿estás segura de que no quieres quedarte a dormir en casa? -le preguntó Meredith Hudgens a su hija mientras ambas apuraban su café de última hora de la tarde en el pequeño y acogedor restaurante de comida casera de la ciudad-. Hay más de una hora en coche hasta tu apartamento. Mañana es sábado. Eso quiere decir que tu padre no tiene que impartir sus clases en Vassar y que tu escuela de educación primaria está cerrada. Puedes pasar el fin de semana con nosotros.

Ness: Gracias, mamá, pero tengo que volver.

Vanessa Hudgens le dedicó a su madre una mirada agradecida, a sabiendas de que aquella invitación surgía de algo más que la perspectiva de un tranquilo fin de semana en familia. A Ness no le hacía falta que le insistieran para eso. Disfrutaba yendo a la casa donde había nacido y pasar largas veladas intercambiando anécdotas de alumnos con su padre y debatiendo acerca de todo, desde libros hasta política, pasando por las trampas de la sociedad moderna, con ambos. Pero esta noche el ofrecimiento de su madre no tenía que ver con aquellas tranquilas tertulias. Tenía que ver con levantar el ánimo de Ness. Desgraciadamente, sus esfuerzos no iban a servir de nada.

Meredith: Esa conferencia ha sido agotadora -dijo con dulzura-.

Ness: Eso es un adjetivo moderado -lanzó un suspiro-. Cada semana, cuando entro en ese hospital contigo, me digo a mí misma que nuestras charlas sirven de algo. Luego, oigo informes como los del doctor Garber y me pregunto si todo el asunto no es más que una inútil esperanza, si lo que intentamos es como pretender hervir el océano.

Meredith: Sé que no piensas eso. Además, con suficientes fogones encendidos, incluso el océano acabaría por hervir. Estamos logrando que haya más concienciación. Es un principio.

Ness: Eres mucho más paciente que yo. Y escuchar todas esas estadísticas... duele demasiado.

Ness dejó a un lado su taza de café vacía, recordando la inquietud que se adivinaba en la voz del doctor Garber mientras exponía sus hallazgos a los pocos asistentes a la conferencia. Era un psicólogo de renombre, en activo, y acababa de dirigir un estudio sobre abandono y abusos emocionales en niños. Los resultados eran escalofriantes y no estaban limitados a un grupo cultural, demográfico o socioeconómico en especial. Del mismo modo que existía todo tipo de abusos, había todo tipo de gente que incurría en ellos. Dos educadores habían hablado respaldando el estudio de los casos presentados por el doctor: uno de ellos era un profesor de preescolar, y el otro, un tutor de una escuela de enseñanza media. Sus respectivas historias acerca del deterioro en los rasgos de personalidad de los niños que habían sufrido abusos psicológicos le habían revuelto las tripas a Ness. 

El hecho de que algunos padres violaran físicamente a sus hijos era inconcebible. Casi tanto como el hecho de que gran número de ellos infligían maltratos emocionales a los niños impunemente, ya que no había señales tangibles que poder presentar como evidencias. Por no mencionar que muchos de ellos ni siquiera consideraban que su comportamiento fuera abusivo. ¿Cómo podía alguien no darse cuenta de que el abandono y el maltrato psicológico eran tan destructivos como la agresión física? Y sobre todo cuando las víctimas eran niños pequeños, muy impresionables y sin otro deseo que agradar a sus padres. La sola idea le partía el corazón a Ness. Y, algunas veces, de tal modo que llegaba a preguntarse si poseía la fortaleza suficiente para seguir impartiendo aquellas charlas con su madre. Ésta soportaba mejor los efectos emocionales... quizá porque era enfermera y quizá porque era mayor y más madura y curtida que Ness. No es que Ness se hubiera mantenido al margen de aquellos problemas. Había visto los efectos del abuso con sus propios ojos y a una edad muy temprana. El impacto había dejado una imborrable huella en su mente y su corazón, y había ayudado a definir la dirección de su vida. Pero eso no quería decir que se hubiera inmunizado contra aquellas historias de horror. Fuera como fuera, las conferencias eran necesarias. Alguien tenía que avivar la conciencia de los educadores y los encargados del cuidado de la salud, en cuanto a las formas del abuso emocional a menores y en especial las más sutiles, que fácilmente podían pasar inadvertidas.

Meredith Hudgens se había dedicado a esa tarea durante los últimos cinco años, ofreciendo unos encuentros semanales gratuitos en colaboración con la Sociedad Americana Profesional contra los Abusos a Menores. Ness se había unido a ella justo después de obtener su graduado superior. Licenciada en psicología infantil y también en educación preescolar, aquella era la manera perfecta de ampliar su carrera como maestra y aportar su granito de arena en un área tan cercana a su corazón. Pero el camino parecía interminable...

Meredith: Yo no soy paciente, soy práctica -decía-. Y, a tu manera, tú también lo eres. Solo que eres más emocional que yo... al menos, exteriormente. -Estrechó la mano de su hija-. ¿Por qué no vienes a casa conmigo? Solo para pasar la noche, si no quieres quedarte todo el fin de semana.

Ness: No puedo, de veras, mamá. -Se apresuró a añadir otras frases para eliminar los miedos de su madre-: No me estoy haciendo la mártir... de verdad. Es solo que espero una llamada de Andrew esta noche. Sobre unas entradas para el teatro. Y Brian juega en el partido de la Liga Infantil a primera hora de la mañana. Es el que abre la temporada. Y Brian estará de lanzador. No puedo perdérmelo.

Meredith: No, claro que no. -La sonrisa de su madre estaba llena de afecto-. Odio pensar qué sucederá cuando Brian Efron pase a la escuela de grado medio. Luego, cuando lo pienso otra vez, ya sé lo que pasará. Se dejará caer por tus clases una vez a la semana para presentarte a sus amigos y tú irás hasta su escuela cada sábado de la temporada de deportes de la primavera para vitorearlo durante todo el partido.

Por primera vez en toda la velada, Ness esbozó una sonrisa de medio lado.

Ness: Probablemente. Hay una parte de mí que odia que el padre de Brian se presente a Senador del Estado. Sobre todo porque estoy segura de que ganará. Es un excelente alcalde. Y será igualmente bueno como senador. Tan solo espero que no tenga la intención de mudarse a una zona más cercana a Albany. Yo echaría terriblemente de menos a Brian... a pesar incluso de que él ya no estará en mi clase por entonces. Ya habrá pasado a tercer grado.

Meredith: ¿Desde cuándo lo ha detenido el hecho de no estar en tu clase? -le preguntó con otra sonrisa-. Brian ha sido un fijo en tu aula desde que iba a la guardería, empezando por aquella semana de septiembre cuando tú le enseñaste a lanzar una pelota en línea curva durante el recreo. Desde entonces, siempre ha sido un verdadero y leal amigo para ti.

Ness: Brian es un chico muy especial. Es cariñoso, abierto y sensible, por no mencionar su inteligencia y madurez. Algún día hará algo importante. Bien sabe Dios que necesitamos más gente como él. -Se esforzó por hablar en un tono más animado-. En cuanto a su fidelidad, es más de lo que puedo decir de la mayoría de hombres. Aparte de papá, claro.

Meredith: ¿Qué hay de Andrew? -inquirió con cautela. Aunque ella y Ness estaban muy unidas, intentaba respetar la privacidad de su hija de veintitrés años. Aun así, ese aspecto en particular de la vida de Ness, con o sin motivos, la preocupaba-. ¿Encaja Andrew en esa categoría, o le has dado una oportunidad?

Ness se encogió de hombros, lo que provocó que su sedosa melena de ébano resbalara por sus hombros.

Ness: No es cuestión de darle una oportunidad -repuso con una evasiva-. Lo cierto es que no conozco realmente a Andrew tan a fondo aún. Tan solo llevamos saliendo un mes. Lo que, en nuestro caso, significa seis citas. Está más ocupado que yo, incluso. Yo estoy al frente de una clase. Él está al frente de una ciudad... no políticamente, pero sí en las facetas organizativa y financiera. Está completamente atrapado por el trabajo.

Meredith: En ese caso, entre vosotros no hay química.

Ness miró con sorpresa a su madre.

Ness: Yo no he dicho eso.

Meredith: No te ha hecho falta. -Ladeó la cabeza. Tenía los cabellos del mismo tono brillante y oscuro que los de su hija, solo que llevaba un peinado distinto, corto y liso-. No soy un vejestorio. Recuerdo lo que es la atracción. Aparece en mucho menos de un mes y no espera que la provoques o la apruebes. Simplemente, sucede, y a veces de una manera que no parece tener ningún sentido. De todos modos, me parece que ya sabes de qué hablo, ¿verdad? -Una pausa incómoda-. Ness, la vida está llena de sorpresas. En algunas ocasiones, te apartan del camino que has escogido. Eso puede significar correr algún riesgo. Los riesgos no son siempre malos, son tan solo inquietantes... en especial cuando asumirlos contradice un plan previo que crees correcto con toda seguridad. Sigue tu instinto. No dejes que el miedo se interponga en tu camino.

Una pausa incómoda.

Ness: No hay nada que se interponga en mi camino, mamá. Nada excepto el trabajo.

Meredith: Si tú lo dices...

Otra pausa.

Ness: Tengo que irme ya.

Ness se levantó, apresurada, evitando la sagaz mirada de su madre. Lo último que deseaba era mantener aquella discusión en particular. Estos últimos días, Ness no sabía con certeza dónde acababa la ideología y dónde empezaba una inquietante conciencia. Y no tenía ganas de averiguarlo. Recogió su bolso y sus notas.

Ness: Gracias por el café. Y por animarme con la charla sobre Brian. Tu medicina maternal funciona. Me siento mucho mejor. -De pie, se inclinó para besar a su madre en la mejilla-. Dale un abrazo de mi parte a papá. Os llamaré durante la semana.

Meredith: Procura cumplir con esa promesa. -Su tono era desenfadado, aunque ella continuaba escrutando la expresión de su hija, como si tuviera mucho más que decirle pero se abstuviera sabiamente de hacerlo-. Quiero saber quién gana ese primer partido de la temporada.

Ness: Lo sabrás.

Ness salió del local y cruzó la calle hasta el lugar donde había aparcado su Volkswagen Escarabajo. Se detuvo un instante y echó una mirada alrededor, a las calles donde había crecido, tan familiares. Sintió una repentina punzada de pérdida, de vacío, al recordar la absoluta confianza que había conocido allí cuando era pequeña... una confianza que no todos los niños tenían la suerte de conocer. Estaba decidida a cambiar aquello, a garantizar que más y más menores recibieran la sólida base que merecían. Quizás era una meta idealista, pero era lo que impulsaba a Ness. Aún, se dijo, absorta, pensando en los resultados de la conferencia de aquella tarde. A veces, se hacía más y más difícil seguir aferrada al idealismo. Pero ella no lo soltaría.


Andrew: Vaya. ¿Estás seguro de que la jugada es clara? -Andrew Matthews estiró sus largas piernas ante él. Recostado en el sillón abatible de cuero de su salón, sujetaba con fuerza el teléfono, escuchando atentamente la información que le llegaba desde el otro lado del hilo-. Eso es justo lo que esperaba oír. Envíalos hacia aquí ahora mismo. Sí... esta noche. Necesitaré todo lo que pueda irme a favor para la cita de mañana.

Colgó mientras estudiaba la mejor estrategia para su inminente entrevista a la hora del desayuno. Normalmente, en su agenda no programaba reuniones de negocios los domingos. Pero en aquella ocasión no tenía más remedio. Si las cosas iban según lo previsto, valdría totalmente la pena. Y él ya pondría el asunto en marcha el lunes. Una póliza de seguros... que se convertiría en una sólida inversión para la ciudad y también para él mismo. Mirándolo bien, se sentía satisfecho. Por fin su vida profesional iba directa hacia el éxito. Y ya era hora de que su vida personal siguiera los mismos pasos. Pensativo, se puso en pie y se volvió para echar un vistazo al reloj de pared. Eran las nueve y media. Y Ness todavía no estaba en casa. Él le había dejado dos mensajes en el contestador, después de la cena. Sin respuesta. Eso significaba que ella aún no había vuelto de Poughkeepsie. Andrew esperaba que Ness no hubiera decidido pasar la noche en casa de sus padres. Tenía entradas para ir al teatro, a Broadway, la noche siguiente. Se las había dado en el último minuto un hombre de negocios de la ciudad. Andrew se lo había comentado a Ness cuando habían hablado, unas horas antes. Y ella le había prometido reservar la noche del sábado para él. El problema era que Ness había respondido en un tono que parecía precipitado y preocupado. Sin duda, estaba pensando ya en la conferencia que iba a dar aquella tarde. Así que Andrew no confiaba demasiado en que ella recordara la cita. Esperaría hasta las diez. Entonces, la llamaría de nuevo. Vanessa Hudgens era una magnífica bocanada de aire fresco. Él no tenía la intención de dejarla escapar. Y mucho menos ahora.


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